1.-Tenebrae factae sunt.
(Muy oportuno, como fondo para deambular por estos andurriales, el responsorio de Luis de Victoria)
Entonces la semana santa era un camino hacia la gran tiniebla. Culminación del ritmo de novísimos con el que transitábamos la cuaresma. La sádica travesía –y nosotros tan tiernos infantes… – entre muertes, infiernos urdidos por auténticos paranoicos, asquerosos demonios y dioses terroríficos…
Ya las misiones del Padre Langarica o las de los ascéticos franciscanos, nos habían dejado los cuerpos bien magros y el espíritu bien flagelado.
¡Impresionante una ciudad en que las calles, ya anochecidas, gritaban condenas, juicio final, penitencias…! Toda aquella tropa de oradores, apostrofando cual Jeremías contra la Iruña de mis pecados, tan acongojada ella (quizás acojonada…) como atormentada…
¡A, aquellas fervorosas manifas de la Plaza del Castillo, tan teocráticas y multitudinarias, pura explosión de contrición ciudadana…!
Nos habían juramentado a muerte contra lo que decían ser nuestros grandes enemigos: El mundo, el demonio y la carne.
Uno –tierno infante no más-, no lo entendía.
El mundo, como puro imberbe ni siquiera lo conocía, nunca había salido a conocerlo.
Aun lo del diablo, pues bueno, por lo menos veías su sombra tras la ventana, en las noches de invierno… Al menos eso me decía la abuela…
Lo de la carne aún entendía menos. Porque estaba exquisita.
Por otra parte apenas la veíamos. Y sobre todo en cuaresma, que te obligaban a pagar la bula para poder catarla.
Ya de adultos, cuando entendimos el meollo de la reconvención eclesial, desgraciadamente nos tocaron momentos en que el despertar de la carne tenía mal cartel…
La carne era bella, sobre todo la del otro sexo –nada que ver con un enemigo-. Pero la iglesia siempre en sus trece y tan hipócritamente reticente, nos la ponía tan inabordable, tan contenciosa…etc…
Lo cierto es que cuando –ya maduretas- perdimos el miedo a la pecaminosa carne, apareció el colesterol.
¡Incompresible esa fijación -tan testicular como hipócrita, que la iglesia ha tenido contra la carne…!
Pero no perdamos el hilo cuaresmal. Lo cierto es que los hombres ya se quedaban, ignoro si mejor o peor, pero confesados.
Les empujaba a la confesión la urgencia de la pascua florida. Y sobre todo, el miedo en los huesos a una muerte súbita. Y eso, que no estuvieras en gracia de Dios… ¡porque mira que lo del fuego eterno ya era bien preocupante y tremebundo…!
Y es que no se como nos las arreglábamos, pero al menos en Pamplona, nos pasábamos la vida empecatados el fango. Hasta las fosas nasales.
¿Y las mujeres? Ahí se andaban entre curas. Que si el Cristo –llamaban a uno de los de la misión, muy guapo y con atildada barba-, que si el gracioso –puro ligón-, que si D. Tarsicio –el dandy de perfume intenso a hierba buena y de verbo fácil y dulce-…
¡Pobre mujeres! Siempre tratando de calmar las zozobras de sus conciencias nunca apaciguadas, tras una sexualidad a caballo entre el deseo propio, el embate marital y el remordimiento…
En Iruña el punto de partida de la semana “sacra” -eje de toda la liturgia anual-, era el traslado de “la Dolorosa”.
La que a su paso por las viejas rúas de Iruña, tantas lágrimas y suspiros despertaba –y despierta- en la beatería de vidrio y velos de organdí… Y al propio tiempo, la misma que a su paso, obligaba a hincar la rodilla al milico y (dado el caso) al temible y arrogante legionario.
Al día siguiente, Sábado víspera del día de Ramos, la calle Mercaderes se presentaba ahíta de cera.
Era el genuino pregón, de que la semana santa se nos había colado sin remisión.
Tal víspera suponía un auténtico calvario para una buena esposa cristiana.
Para dar como poco la talla de diligente, había de tener compradas las palmas, hilvanada la comida del Domingo y bien organizadas las indumentarias -las suyas y las de la prole- a estrenar.
Porque no olvidemos que el Domingo de Ramos era día de estreno –había quien posponía el hecho para el jueves santo-.
Sí. Al menos la clase “moderadamente pudiente”, la que era considerada como la “gente de bien”, estrenaba ropa.
Y allí estábamos con los papás, en la catedral. Bien formalitos para no estropear la impoluta indumentaria y con la palma en la mano.
Lo de las palmas también tenía su historia.
Tal elemento, imprescindible para la parafernalia litúrgica del día de ramos, era el perfecto indicativo, del nivel social de cada familia.
Es que los pobres, como mis vecinos -que fueron muy pobres hasta que el padre, albañil, se hizo, (decían las malas lenguas) confidente de la pasma…-, llevaban ramo de olivo, de precio bastante más módico.
Pues las palmas las había así: lisas y normales, valoradas según la altura, y las rizadas.
En el caso de las lisas, las miradas iban para el portador de la palma, la que descollaba por encima de todas.
Era la que solía azuzar a las de menos porte.
Seguro que era un niño de pasta.
Y así era.
¡Eh ahí a su madre, bien emperifollada, digna y desafiante con su pose de almiranta!
Para los niños y niñas -y algunos canónigos-,
palmas rizadas y ensortijadas hasta lo cursi, con sus lazos más o menos polícromos y ostentosos.
A más enrevesamiento, más precio.
Me consta, que en mi barrio existía la cristiana “jilipollez”, de entrar en la competición palmera, que “·sotto voce”, propiciaban muchas madres -. Y algún padre… pillado en la masa-.
Pero bueno, que D. Enrique Delgado Gómez, emperejilado con sus mejores joyas proclamaba el “¡Hossanna filio David!”. Con él, procedía importante su corte, canónigos y arcedianos, diáconos y toda la jarcia de palacio…
Qué menos para recibir al que fue capaz de cruzar triunfante los muros de Jerusalén, ciudad hostil, cabalgando sobre una burra…
Lunes y Martes Santo, pura y tensa aburrición. Hasta las tabernas del barrio se desolaban. Que por decoro, iba menos gente y se cerraban antes…
Respeto, discreción, el que dirán, miedo a la pasma… De todo un poco.
Y nosotros los muetes, esperando las vacaciones hasta el Miércoles Santo por la tarde. Por fin, sacaríamos a pasear la karraka.
Bueno, pues el Miércoles santo acaecía la movida.
Para nosotros la chavalería, el traslado de los pasos desde el antiguo Hospital de Nuestra Señora de la Misericordia a la Catedral, significaba como una intrusión en el misterio.
Era como si fuéramos testigos, de la milagrosa transformación de unos conjuntos escultóricos desvestidos (como en paños menores) y mas o menos desangelados.
Lo increíble resultaba, ver aquellos artilugios procesionales en unas pocas horas, tan místicos y sobrecogedores.
Y es que semejantes tallas de sayones, cristos y apóstoles, sin la parafernalia profesional, como que perdían todo su impactante dramatismo.
A mi el del descendimiento y el de los azotes, verlos tan desnutridos, tras el susto que te infligían en la “terrífica” procesión, me deshinchaban.
El Jueves santo, por aquello de relucir como el sol, habitualmente tenía sol. Cuando, aunque fuera raro, osaba la lluvia, se mascaba el drama…
Y entonces, hasta la fe se convertía en agua de borrajas.
Sobre todo para las féminas. Y es que ir a patear los monumentos con paraguas e impermeable era dejar la ceremonia sin un elemento “sine qua non”: aquel pase incesante de modelos tan esperado por curiosos/as parroquianos/as o no.
Al fin al cabo en la vieja Iruña, las gacetillas estaban a la orden del día. Y que en una ciudad casi todo el año tan “sielsa”, como Pamplona, las comidillas daban mucho de sí…
Y ya no te digo nada, si como en mi caso –ya habíamos hecho la mili-, a una buena amiga, como que le da un mal aire, y me solicita como pareja.
Que lo malo evidentemente no fue tal solicitud, sino la ocurrencia de ir a la inspección de monumentos, como acompañante de una “manola”.
No recuerdo si me acomplejó más ir de percha o de panolis. ¡Estúpida cortesía! Y no es que uno pretendiera ningún derecho a pernada, no estaban los tiempos para tamañas lides…
Juro que en aquel negocio ni siquiera hubo una mínima concesión al roce. La tal manola, de muchos vuelos ya era… Ahora, puritana, más que Sor Brígida…
No, nos asombremos, que hasta la década de los sesenta –al menos eso me consta-, y como si acudieran a los toros, algunas pamplonesas “de pro”, se tocaban con peineta. Ya no se si por sentirse sevillanas, españolas, ignorantes descastadas… Quizás coincidían todos los atributos.
En fin, una simple digresión, sin más.
Unos años más tarde, en otro adviento más humanizado y menos alienado, entendimos lo ajeno que debía ser al mensaje evangélico, semejantes zarabandas ¿litúrgicas…?
¡Qué despilfarro – y despiporre- de luces, flores y aromas atosigantes, joyas, oropeles, platería etc…
Y es que así eran las celestiales tramoyas que acogían al “Santísimo”. Hoy día, la verdad, ignoro si existen o el rumbo toman tales paradas litúrgicas. No voy a dar pábulo a malsanas curiosidades…
¡Que competiciones de lujosos abigarramientos, entre parroquias, conventos, ermitas y digamos, cualquier chiringuito bendito…!
En definitiva se trataba ni más ni menos, que de la gran movida eucarística del universo cristiano…
Y en aquella exaltación -en la práctica autenticas justas monjiles en la elaboración de los sacros tinglados-, las monjitas desfogaban todos sus amores contenidos hacia el divino esposo. Sin duda para muchas de estas vírgenes, era el día del gran orgasmo místico.
¡A!, el misterio de la transustanciación –que bizarra palabra para el personal…-.
Todavía hoy día, no acabo de entender lo que “aquella nuestra madre”, la santa iglesia, pretendía –y pretende- sacudiendo elementales y humildes intelectos con tan alambicados enigmas.
Si tuviera que calificarlo en Román paladino, tales conceptos no pasarían el filtro de lo que denominamos, una burrada mental…digo…
Así, que la buena gente no tenía más narices que avivar sus redaños para atender a lo accesorio, ya que no a lo sustancial… Es decir a las formas.
Importaba el contexto: indumentaria, compostura externa, recogimiento etc…
Es que eso del fondo: la reconversión y la penetración en el mundo de la transustanciación… pues como que era cosa de los profesionales.
Y además, que aquellos “monumentos”, ya no es que no tuvieran nada que ver con un cenáculo evangélico y menos con ningún portal de Belén. Es que todo aquel aparato –vamos a llamarlo sacramental-, salvo honrosas excepciones, hasta quedaba como de mal gusto.
Y ya no digamos cuando en no pocos, lo sacramental se amalgamaba, -o se contaminaba-, con desvergonzados símbolos y signos patrióticos…
Ya se sabe, banderas rojo y gualda, escudos, rodelas, picas y multicolores bandas de carácter militar…
No olvidemos que eran fechas de puro hervor nacionalcatólico y que en tales circunstancias, las custodias y las espadas, se hermanaban bajo palio.
Era la apoteosis de la oficialidad eclesial y del fascio, o del fascio y la oficialidad eclesial, que “tanto montaban” – y siguen montando-.
La verdad era, que en que veías cinco o seis de aquellos deíficos mecanos, tenías la sensación de habértelos visto todos.
Y que al final, la chavalería acabábamos derrotados y aburridos hasta las cachas… Y es que las madre se ponían de un plomo…
-Yo he visitado 15…
-¡Ay, pues y 20…!
– No le creas que esa Lola es una mentirosa…
Y nosotros los peques elevando las manos a Júpiter para que la amatxo no se nos picara… Pero se picaba y ¡ala!, a patear los sacramentales chiringuitos…
Durante toda la semana, las salas de espectáculos permanecían cerradas. En todo caso, se permitía la proyección de algún film religioso de la saga de Fátima, de la pasión o de parejas mandangas.
Así que a los ateos, tan sólo les quedaba el recurso de los bares.
Por eso, en las calles como la Estafeta, en las que en lugar de iglesias había bares, circulaba el oxígeno y se respiraba.
Cierto, la Estafeta y San Gregorio el día de Jueves santo se tornaban calles de apóstatas, por lo que permanecían apenas transitadas.
Pocas veces al año se respiraba tanta calma en las atribuladas rúas del bebercio consuetudinario.
Eran como el feudo de algunos chiquiteros y borrachines valientes, que como el bueno de “Hojalata”, pasaban de la masa, tan pulcra y formal.
El Viernes santo ya era el no va más.
El culmen de los cúlmenes de la pastoral, de los ritos, procesiones, viacrucis… En una palabra, un anticipo del apocalipsis.
Ya muy de mañana, empezaban las radios a borbotar las prédicas y jeremíadas de rigor.
Se trataba, nada menos que de “Las siete Palabras”
Bien sabido es, que tal oratoria, era la pieza crucial para determinar la valía y sobre todo la categoría de un auténtico Lacordaire. Esa capacidad para armonizar la inteligencia con la palabra y la exaltación de las fibras del corazón del cofrade.
En cierta ocasión, ya adulto, me colé en tal fecha, bajo el precioso gótico catredalicio.
Confieso que mi intención fundamental, era escuchar la inquietante música de Dubois.
El orador -de cuyo nombre prefiero no acordarme- no sabría decir si era más barroco que masoquista o viceversa…
La verdad, con supremo esfuerzo, según oía a aquel energúmeno Torquemada, podía expulsar la congoja de mis entrañas.
Tres fueron, tres, las que pude soportar. Tres palabras que me devolvieron a los tiempos donde los jinetes del apocalipsis campaban a sus anchas.
Así eran las mañanas de aquellos lúgubres Viernes santo…
La procesión ya era otro espectáculo.
Parte atemorizante, parte sorprendente, parte cutre teatro bíblico.
Y que realmente siempre me suscitaba como cierto vértigo y cierto misterio. Eran aquellos cortejos donde se amalgaman tenebrosas luces, tenebrosos sonidos y tenebrosos mozorros…
Para un servidor, aquellas filas interminables de mozorros –ni penitentes ni nazarenos- era lo más entretenido de la procesión.
-¡“Hermano un caramelo, hermano un caramelo…” ¡
Y extendíamos la mano, a la espera de que algún bendito o conocido, posara en tu mano extendida, la preciada golosina.
Generalmente, siempre tocaba.
Luego aquel monótono credo a monótona capella, cual pedal procesional…
Y el “tenebroso” –nunca mejor dicho- sonido de las trompas…
Porque ya lo de los pasos procesionales, pues que no sabría explicar si te causaban estupor, miedo o admiración. Tal vez un poco de todo. Eso sí, de calma, nada de nada.
Quizás era eso lo que se proponían.
La estupefacción era evidentemente con la aparición de la Virgen de los Dolores. Personalmente, uno de los rostros más dramáticos que evoco de mi infancia.
Siempre avanzando en tétrica danza, al ritmo de la Pamplonesa o de la banda militar. Imposible negarlo, resultaba impresionante.
Y por fin D. Delgado Gomez, y los mandos militares ebrios de ferralla y los figurines del movimiento, camisa azul e impecables guerreras níveas, como de raso, y así mismo, preñadas de abigarradas condecoraciones.
Ya nos había explicado el profe que aquellos notables ciudadanos eran los héroes de la cruzada…
-¡Pues bueno…! –decía mi aita sin más comentarios, que luego todo se sabía…- .
Ya el Sábado todo parecía neutro e inerte. Por lo menos hasta que a media mañana empezábamos con la cosa de la karraka, o nunca mejor dicho matraka.
Los críos nos lo pasábamos genial.
Al pobre “sordico” –que oía justamente lo que quería-, le sacudíamos fino. No se si por hosco y gruñón o por carero.
Allí nos pasábamos media mañana, dándole a la matraka. Porque no había hijo de madre, que en tal día –por eso de que Cristo estaba muerto- te lo pudiera prohibir.
Era una forma de vengarnos del buen hombre. Por cierto, excepcional expendedor de toda clase de artículos, desde golosinas, canicas, hasta figuras del nacimiento, de las que a su debido tiempo hacinaba en su escaparate.
Era el encargado, con Aparicio el del carro, en sacarnos las ochenas.
Uno de aquellos años, recuerdo, en aquella pelmada de oficios sabatinos, arreciaba el calor sofocante de la pertinaz sequía franquista.
La capilla de San Fermín de Aldapa copada por devotos. Era un auténtico horno sacramental.
En aquel momento, lo de currar de monaguillo, resultaba más encerrona que gloria. Pero claro estaba en juego el orgullo de la amatxo y las endebles gaitas del aitatxo.
Añádase a ello, la capa de mugre impermeable de unas sotanas frecuentadas por decenas de monagos. Y sobre todo, añádanse las vaharadas de la masa y el prolijo teatro de los oficios …
Aquellos inacabables e imperturbables “oremus flectamus genua”, y la atemperada parsimonia del “levate”.
Entre que uno no se “jalaba rosca” del rito, y el sudor que fluía cosquilloso caderas abajo, pues que hubiera dado hasta mi balón, para que cristo resucitara de una vez por todas.
Al fin, reconozco que fue el único alivio, se hizo la luz. Y se desplomaron los velos cárdenos, -seguramente alguna artimaña del hermano sacristán- y la cargante ceremonia –toda una pelotudez-, como que se aligeró.
Aquel año, lo grande, lo mundial, fue cuando una vez acabada la celebración abandonábamos el templo como estampida de búfalos, y afuera -alguien lo expresó así-, caían más capuchinos de punta que campanadas. Y conste que en aquel momento, no solían ser pocas las que abotargaban el cielo tormentoso de Iruña.
Esa sí fue explosión auténtica. A un servidor, incluso le pareció netamente superior a la de la ceremoniosa resurrección.
Debía llover más que el día que enterraron al Zafra, porque algún congregante obtuso –los había a pares-, perdida toda la compostura mística de la que se suponía salía impregnado, gritaba hecho pura esponja aquello de, ¡viva España!.
No era de extrañar. En aquellos tiempos, hasta la lluvia era fascista.
Y como había anunciado el Padre Ramiro, “Dios escucharía las preces de nuestro amado caudillo, para no dejarle en la estacada…”
2.- Perdónales aunque saben lo que se hacen.
(Aquí como fondo, no vendría mal la danza del sable de Khachaturian)
La resurrección de Cristo es la piedra angular del cristianismo. Sin tal acontecimiento, quedarían sin sustancia las bases del cristianismo.
Ni soy exégeta, ni apologeta, ni hermeneuta bíblico, ni teólogo… Ni mucho menos quien, para poner en tela de juicio tales “misterios”
Sobre todo, tengo presente a muchas personas respetables, que basados en tales creencias, han logrado liberar sus conciencias y han contribuido solidariamente a liberar la de otros prójimos.
No estando pues dentro de mis capacidades, ni dentro del objeto de este pequeño relato, entrar en el meollo de tan espinosa cuestión, acudiré a mis zapatos.
Es decir, seguiré en este zafarrancho crítico, pelín satírico, quizás más que irónico, con la idea más que de ridiculizar, de rechazar todo aquel rosario de malos hábitos que “ a machamartillo” y con crueldad, nos inculcaron.
La vida en la Pamplona franquista o fascista, o si se quiere carlista, “bien rancia” por cierto, venía organizada de acuerdo con el año litúrgico.
De tales parámetros, difícilmente se libraban las andanzas del grueso de la ciudadanía.
La pedagogía que se nos aplicaba, oscilaba entre el dogma, el fanatismo, los sagrados valores castrenses y el voraz servilismo…
Un sistema perfecto para ocluir las mentes de nuestra generación.
Ciertamente que fue ardua la tarea que debimos emprender para descontaminarnos de tanto veneno ingerido.
Muchos afirman que de aquellos polvos… Bueno, no discutiré hasta que punto los actuales lodos son una consecuencia… Para un servidor en gran medida…
La mañana del Domingo de Resurrección –bien de amanecida, irrumpía el lánguido e inagotable campanil de San Cernin-.
Era como un desmadre díscolo de esquilas, tañidos que aparentemente cobardeaban, y campanas y campanazos como los de la María, reina en aquella jungla de bronce.
Parecía que todos los templos de la ciudad quisieran reclamar su personalidad y en determinados casos su derecho a sobrevivir.
Si el Domingo de Resurrección, nacía embriagado de radiante primavera, al celebrante de la misa mayor el sermón le quedaba bordado.
El espasmo místico acaecía cuando en la consagración algún organista atacaba el himno nacional.
¡Oh! Aquel alzamiento de la hostia levitando al ritmo del Chunda, chunda…
Esa era la auténtica ofrenda de la España de los valores eternos al Dios de la raza y del imperio…. En una palabra: la hostia consagrada…
Allí, los buenos acólitos lográbamos enloquecer la campanilla eucarística que el sacristán desempolvaba para las grandes liturgias…
Y allí, dale que te pego a la policromía tonal, hasta que la torva mirada del celebrante te atravesaba con su santa ira…
Verdaderamente tanta sagrada bacanal de sentimientos no se podía aguantar…
Pero claro en aquellos lustros de obscurantismo ¿qué otras posibilidades emocionales nos quedaban?¿Acaso nos habían permitido sentir o experimentar otras emociones ajenas a la fusión de la cruz y el imperio?
Luego, las densas e inacabables filas de comulgantes. Se trataba de la espectacular cosecha del curro clerical.
Tras inagotables horas soportando en las tétricas garitas –cubos para vomitar pecados-, malos alientos, cuitas y aquellos complicados cotilleos de todos los colores -los había verdes, morados, amarillos…según la especie-, por fin los aguerridos varones podían acercarse a la sagrada mesa.
Y allí procedían. Muchos avanzaban nerviosos, como avergonzados ante las miradas maliciosas de los cotillas del barrio que parecían inquirirles por la presencia en tales berenjenales…
Aquel trance, para multitud de varones era irrenunciable. Había que comulgar por Pascua florida.
El papel involucionista y esclavizador de las conciencias que la Iglesia de Roma ha ejercido en occidente, ha sido decisivo. Los vascos lo hemos experimentado sobradamente a lo largo de nuestra historia.
En la época franquista, la presencia e incidencia en la sociedad de la iglesia oficial, fue decisiva.
Tan decisiva, tan deleznable, tan nefasta, que sin ningún reparo, a ella podemos achacar el endémico retraso socio-económico-cultural del estado español durante décadas, e incluso en el día de hoy.
Afortunadamente, amplias capas sociales, han logrado desengancharse de esta “divina” empresa –iglesia católica, apostólica y romana-tan hipócrita como maléfica y pecadora.
Tarde, pero bienvenido sea tan bienaventurado desgajamiento. Hoy la iglesia de Roma –no se si me importe un bledo, tal vez-, ahí anda, en la encrucijada del sectarismo y del mero testimonio del más obtuso conservadurismo.
Cuando me pongo a “aldraguear” sobre el revoltijo de recuerdos que guardo de aquellos años envenenados por los miasmas de la política del “movimiento”, ya no siento odio.
Y es que no tiene sentido el odio, cuando se ha podido superar aquella filosofía –por llamarlo de alguna forma-, amalgama de fascismo, fanatismo y papanatismo intelectual, que inficionaba nuestra sociedad.
Hoy me queda pura nostalgia con cierto cariz romántico.
Es una mirada las vivencias en mi vieja Iruña, que más que empujarme a la carcajada, me mueve a la sonrisa, y a la conmiseración. No hay más, ni tampoco menos.