La noticia del encarcelamiento del dictador uruguayo Juan María Bordaberry pone sobre la mesa una cuestión que, no por sabida, deja de ser llamativa. La cultura de la resistencia vasca ha ido construyendo una imagen del vasco bueno, luchador incansable contra la tiranía, fiel a sus orígenes, en definitiva del vasco políticamente correcto desde un punto de vista nacionalista. Sin embargo, a esa imagen idílica se le opone una larga lista de vascos (o de personas de origen vasco), que han protagonizado innumerables crímenes, dirigido gobiernos corruptos o, simplemente, combatido con armas, dinero e ideología la lucha por la libertad del pueblo vasco, al que ellos, aunque no lo quieran reconocer, también pertenecen.
La lista sería larguísima y por ello no es cuestión de ponerse a elaborarla ahora mismo. No obstante, se pueden desgranar algunos nombres, o mejor apellidos, que ilustran esta realidad incontestable a lo largo de los últimos siglos. Dejando a un lado a todos aquellos que ascendieron y guerrearon en los ejércitos españoles, especialmente en su armada naval, y de quienes combatieron contra la independencia de Navarra, como el ilustre Ignacio de Loiola, nos encontramos con elementos tan ominosos como el ministro franquista y fundador de Alianza Popular, Manuel Fraga Iribarne; el dictador chileno Augusto Pinochet Ugarte; Alvaro Uribe Vélez, actual presidente de Colombia; los ex presidentes mejicanos Carlos Salinas de Gortari y Luis Echeverria Alvarez; los militares, golpistas y presidentes argentinos José Félix Uriburu y Pedro Eugenio Aramburu o el político boliviano Mamerto Urriolagoitia Harriague, cuya ascendencia vasca es imposible eludir. Y no me gustaría terminar el párrafo sin citar a otro grupo, el de los vascos como Alejandro Goicoechea Omar, traidor emblemático, el de José María de Areilza, conde de Mutriku y primer alcalde de Bilbo tras la entrada de los fascistas en 1937 o el de Manuel Aznar Zubigaray, abuelo de José María Aznar, que transitó del nacionalismo vasco al republicanismo y al franquismo, en una biografía digna de estudio sicológico.
Desde hace bastantes siglos ha existido una tendencia innegable de muchos personajes vascos a ponerse al servicio del señor ajeno por interés propio. Los ejemplos respecto de las monarquías española y francesa son numerosos y en el día de de hoy sufrimos este fenómeno de asimilación que tanto daño ha hecho y está haciendo a a nuestro país en su camino por recobrar la libertad perdida. Casos recientes como los de Víctor Manuel Arbeloa o Gabriel Urralburu son paradigmáticos en cuanto a la negación de Euskal Herria como comunidad cultural y nacional que es, como manifestaba en el ya lejano 1977 el presidente foral navarro nacido en Ezkaroz. Y es que renunciar a lo que uno es, en este caso vascón, navarro o vasco, como se prefiera, es un ejercicio de sumisión y de engaño a si mismo que a lo largo de la historia sólo ha traido desgracias, dolor y sufrimiento.
Pensarán algunos que ya tenemos para contrarrestar tanto apellido ominoso al libertador Simón Bolibar, al hombre libre Ernesto Gebara o al teórico y activista comunista peruano José Carlos Mariategui La Chira. De acuerdo, así es pero no podemos conformarnos. La aceptación de la realidad histórica y la comprensión de los fenómenos que a lo largo de la historia han afectado a Euskal Herria deben ser pilares fundamentales para poder superar las dificultades que se presentan a lo largo del camino. Reconocer que Juan María Bordaberry pertenece a lo que se ha dado en llamar «diáspora vasca» no es un disparate, sino una constatación. No debemos avergonzarnos por ello, sino entender que el hecho de ser vasco o de portar ilustres apellidos euskaldunes no es eximente alguno para que quien los luzca sea un indeseable.