A veces algunas reflexiones filosóficas nos acercan más que ninguna otra disciplina a captar la esencia de una multitud de fenómenos que aparecen dispersos. Cuando Kant y Hegel se plantean en qué consiste una organización política racional, no lo hacen desde visiones propicias a autoengaños ingenuos sobre la condición humana, sino desde la premisa de unas tendencias individuales y sociales antagónicas.
Sin embargo, a los humanos no nos resulta fácil pensar con profundidad las situaciones contradictorias. Tenemos unos cerebros bastante perezosos y crédulos que tienden a pensar el mundo y a nosotros mismos desde unas categorías demasiado simples para captar sus complejidades internas. Los humanos actuamos por impulsos antagónicos. Nos mueve la codicia, la vanidad, la ambición y el afán de poder, al lado de la empatía, la solidaridad, la cooperación y la compasión. Es una doble vertiente que nos impulsa a querer ocupar una posición relevante entre los otros miembros de la especie. No podemos, dice Kant en Ideas (1784), prescindir de los otros humanos aunque muchas veces no los soportamos. Y esta doble lógica nos hace estar siempre inquietos, constituyendo la base del progreso. La especie humana, así, “quiere y duele”. Muchas veces queremos el acuerdo, el consenso, pero nuestras tendencias naturales quieren otra cosa. Eso lo sabemos, pero después las abstracciones del lenguaje nos inducen a pensar de un modo más simple, hasta esconder los antagonismos que nos caracterizan. Shakespeare lo expresa en Hamlet: “Nuestros pensamientos son nuestros, sus finalidades van por su cuenta”.
La biología evolutiva ha puesto de manifiesto las raíces genéticas de nuestros antagonismos prácticos. Pero cuando pensamos tendemos a vivir en la ilusión de que las cosas son más sencillas, por ejemplo, que todo aquello que es deseable resulta también armonizable. Los humanos somos unos animales más complejos que las teorías políticas y morales que hablan a menudo de pluralismos fácticos, pero que no están intelectualmente bien armadas para pensar desde un pluralismo teórico, que siempre incluye antagonismos irreconciliables de valores y objetivos.
Uno de los momentos que reflejan mejor el contraste entre los antagonismos que nos constituyen y la simplicidad de las teorías políticas y morales habituales es el de los periodos revolucionarios. Son momentos en que se quieren lograr varios objetivos deseables, entre otros: la libertad, la democracia, la justicia social, la eficiencia y la solidaridad, pero cada uno de ellos no acaba de ligar con los otros.
Alexis de Tocqueville fue un testigo excepcional de la revolución de París de 1848. En contraste con revoluciones anteriores de carácter más político (la revolución inglesa de 1688 o las revoluciones americana y francesa de la segunda mitad del siglo XVIII), los acontecimientos de 1848 representaron un “giro social”, tanto en relación con los objetivos como en los medios utilizados por los revolucionarios. En sus Recuerdos (Souvenirs) sobre aquella revolución, Tocqueville corrige lo que había postulado en Democracia. Si antes creía que el antagonismo entre liberalismo político y democracia había llegado a ser compatible en la práctica a pesar de estar presidido por lógicas diferentes, la cuestión social le parece un nuevo factor que provocará una inestabilidad permanente.
Amante irreductible de la libertad política, el pensador francés ve en el incipiente socialismo un peligro para los objetivos de la revolución francesa. “El socialismo –dice– quedará como el carácter esencial y el recuerdo más temible de la revolución de febrero. La república no aparecerá más que como un medio, no como un fin”. Y en un tono marcadamente pesimista: “Y he ahí cómo la revolución francesa vuelve a empezar, porque siempre es la misma. Así que avanzamos, su final se aleja y se oscurece (…) Estoy cansado de confundir con la orilla, una vez y otra, unas nieblas engañosas, y a menudo me pregunto si esta tierra firme que buscamos desde hace tanto tiempo en realidad existe, o si nuestro destino no será más bien el de azotar el mar eternamente”.
Hoy podemos decir que no hay nunca una orilla final en términos emancipadores, sino que las democracias liberales son siempre viajes hacia puertos transitorios más confortables. Los estados de bienestar han recogido buena parte de los valores y objetivos de una perspectiva “social” antes revolucionaria. Sin embargo, introducen un nuevo componente que resulta más fácil de articular en el ámbito práctico que en el ámbito teórico con los componentes liberales y democráticos. Hay una tensión inherente de fondo entre estos tres componentes de las democracias occidentales. Los tres son necesarios, pues todos aportan objetivos deseables, pero sus lógicas internas están siempre en tensión. Su síntesis teórica resulta imposible; su articulación sólo puede ser práctica (a través de la deliberación, la negociación y el voto).
LA VANGUARDIA