Américo Castro y los hijos de puta de los catalanes

Ayer se cumplieron cincuenta años, día por día, de la muerte de don Américo Castro en Lloret de Mar. La conmemoración, por suerte, ha pasado completamente desapercibida por aquí, que no estamos para bromas. En Madrid ha habido algún troglodita que ha intentado recuperar la efeméride, pero poco. Cincuenta años después de cantar el gori-gori a don Américo, España en realidad está más confusa que entonces. Y su sufrimiento ha sido arrinconado por el dolor de nuevos sufridores, más rentables comercialmente.

España tiene una larga nómina de intelectuales que han hecho de su propia existencia nacional su tema vital. Y su dolor. Américo Castro era uno muy especial –en compañía de especímenes como aquel animal de Unamuno, con el Ortega que se quería hacer el europeo, con el Madariaga aquel (“español de profesión”) que Fuster identificaba como la Carmen Sevilla del gremio intelectual, con Menéndez Pidal, mucho más sólido pero igualmente obsesionado con el monotema, con el Albornoz y en general con toda la recua de quienes en un momento u otro han sufrido por España y han hecho profesión de la duda de qué es en realidad.

El señor Castro, al ser filólogo, daba aún más importancia que los demás a la lengua, a la superioridad racial del castellano. A este respecto, Borges –¡qué otro!– le afeitó bien afeitado cuando don Américo escribió un papel menospreciando el ‘porteño’ y viniendo a decir que en América no se hablaba un buen español porque el buen español sólo se podía hablar en Europa y sólo podían hablarlo los castellanos. El debate acabó como el rosario de la aurora, lo que volvió a demostrar que cuando tocas las materias patrias la intelectualidad española, y el españolismo en general, es tan chapucero y tan prepotente que las contradicciones se acaban mostrando solas, como si fueran sol de mayo.

Y, como prueba, el mismo día del aniversario de la muerte de Castro, ahí está el último episodio filtrado en las cintas éstas del tal Villarejo. Un episodio en el que se escucha perfectamente cómo, tras pelearse con un alto cargo del Ministerio de Interior español, el tal Villarejo, altísimo cargo del espionaje, le dice como si nada: “Vienen momentos duros y hay que tener un equipo de gente honesta, seria y dura para estos hijos de puta de los catalanes”. No dice «esos hijos de puta de los independentistas», o «estos hijos de puta de los convergentes» o «de los republicanos», ni siquiera llega a decir «esos hijos de puta separatistas». No, no: catalanes y adelante. Hijos de puta todos y todos sospechosos.

Alguien podría pensar que el exabrupto es una anécdota, pero no. Porque, por más retórica interesada que quieran hacer a veces con lo de la división interna –los socialistas sobre todo–, la pétrea realidad es que a los ojos del españolismo cualquier catalán es un sospechoso y una persona de la que no se pueden fiar, un ‘hijoputa’, en el lenguaje banal del policía. Y quizás ellos no se den cuenta, porque les nace de las vísceras, pero al final tan poco matiz les delata y deja claro que nos consideran enemigos en bloque, y concretamente por lo que somos. Lo que, de rechazo, les impide comportarse de modo que nadie, nadie, nadie, a su lado se pueda sentir mínimamente tranquilo ni cómodo. Ni los ‘porteños’, tú…

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