Que la vía hacia la independencia de Cataluña no es un camino liso, lo puede saber incluso el más iluminado de los independentistas. Hasta hace cuatro días, no se había podido ir mucho más allá de reclamarla con la boca pequeña y pidiendo excusas. Y ahora estamos apenas ante los primeros pasos, tanteando itinerarios. Hay que dibujar el contenido con la máxima inteligencia y serenidad, huyendo de simplismos demagógicos y de entusiasmos fáciles que podrían conducir a a una nueva frustración nacional. De forma que ser conscientes de la enorme ambición que exige el proyecto independentista y de su gran dificultad, es lo que nos tiene que permitir discernir las propuestas serias de las frívolas invitaciones a la aventura. El horizonte político de la independencia no admite atajos ni improvisaciones.
Ahora bien, por favor, que no me digan que la independencia es un objetivo demasiado ambicioso y después me lo contrapongan, resignadamente, al del federalismo, o a la consecución de un concierto económico o a la celebración de un referéndum vinculante por la independencia. Insistir, a estas alturas de la película, en una solución federal que ningún español quiere y casi ningún catalán entiende, eso sí que es hacer volar palomas, salvo que se trate de una tomadura de pelo en toda regla. O bien, anunciar que la demanda del concierto económico es la única respuesta que hay ante el fiasco de un Estatuto que ya nació herido de muerte, es una propuesta que desafía el más elemental sentido común político. Si
A todas estas propuestas políticas, con mucha más razón que a la de la independencia, sí que se les puede aplicar el calificativo de irrealizables. Los que las defienden, si es que lo hacen con sinceridad, es que son unos verdaderos presuntuosos. La primera, por vaga y falta de todo consenso popular. Si fuera cierto, como dice nuestro presidente, que la mayoría de catalanes es federalista, estaríamos ante un sorprendente nuevo caso de enfermo imaginario colectivo, el que descubrió que hablaba en prosa sin saberlo, y que ahora mostraría a unos catalanes federalistas pero que no saben ni en que consiste. Y lo mismo podemos decir de la propuesta de concierto económico o de referéndum. En todos los casos, seguimos poniendo inútil y resignadamente nuestro destino en las manos -o en las leyes, o en la voluntad, o en el capricho- de otros. Y es absurdo esperar que la solución pueda venir, precisamente, de quién es nuestro principal problema.
Tampoco me parece nada razonable -ni nada honesto- que a la hora de poner trabas a quienes defendemos la máxima ambición nacional a que tendríamos que aspirar los catalanes, se nos quiera cargar con la responsabilidad de una hipotética ruptura social. Este ya ha sido el gran argumento del socialismo catalán para justificar su sumisión, tantas veces cobarde desde un punto de vista nacional, a los intereses del PSOE. ¡Qué malogrados están los veinticinco diputados socialistas catalanes que tendrían que garantizar los intereses del país! Y también ésta fue la gran responsabilidad que el presidente Jordi Pujol siempre asumió como propia y que sirvió para justificar, no sé si siempre con suficiente justificación, muchas tibiezas nacionales. La novedad es que ahora, este argumento de la fractura social para frenar el independentismo lo utilice Artur Mas. Si fuera cierto que treinta años de acción política de gobierno y oposición dentro del estricto marco constitucional y autonómico no han sido suficientes para vertebrar con solidez la sociedad catalana, ¿no sería más razonable pensar que es este marco el que es impotente para cohesionar el país? ¿Por qué no podemos imaginar que es un proceso de emancipación nacional el lugar en el cual nos acabaríamos encontrando todos? La entrevista a Justo Molinero que publicaba esta semana AVUI, favorable a las consultas por la independencia, era bastante sintomática de las virtudes de un proceso que ha empezado a hacerse visible gracias a esta iniciativa. Y el caso de Justo Molinero sólo es el último de toda una serie de personas que le han precedido hace tiempo. ¿Hemos prestado suficiente atención, por ejemplo, al reciente libro de Lluís Cabrera, catalán nacido en Jaén, fundador del Taller de Músicos, titulado de manera tan inteligentemente provocadora «Cataluña será impura o no será»? Claro y sencillo: es el modelo autonómico el que consagra el peligro de división social como amenaza retórica para salvaguardar la unidad de España. Y son los que se escudan en los peligros de disgregación, manteniendo artificiosamente la idea de un país dividido en dos comunidades, los que nos separan en beneficio propio. En cambio, es el proyecto independentista el que invita todo el mundo a participar en igualdad de condiciones a construir esta Cataluña impura, pero libre y emancipada.
Otra cosa muy diferente es que, con el pretexto de una fractura social, lo que se esté protegiendo sean los intereses de las corporaciones -organizaciones y empresas- catalanas que son «españolodependientes» y que verían tambalear sus privilegios tan asentados en la dependencia de Cataluña. No es difícil imaginar de qué sectores saldrán las mayores trabas a la voluntad de independencia de los catalanes, de qué empresas, de qué grupos de profesionales, de qué partidos, y a fe mía que no será de ese colectivo imaginado de antiguos inmigrantes que se ha usado como pantalla para justificar un expolio económico y cultural en toda regla del cual, en todo caso, si existiera como grupo social diferenciado, sería la principal víctima objetiva.
El camino de la independencia no señala, ciertamente, un destino fácil de conseguir. Pero entre todas las alternativas, esta es la única que depende exclusivamente de nosotros. Por eso, es la única alternativa en la que nos podemos comprometer sin enredar a nadie. Las consultas del próximo domingo 25 de abril nos dejarán algo más cerca.