DESPUÉS DE LA GRAN RECESIÓN los países se han quedado con déficit sin precedentes en tiempos de paz y con preocupaciones crecientes por sus deudas nacionales que van en aumento.
En muchos países lo anterior está conduciendo a una nueva ronda de austeridad —políticas que con seguridad producirán una economía nacional y global menos dinámica y una desaceleración sustancial en el ritmo de la recuperación—. Aquellos que esperan que los déficit se reduzcan significativamente, estarán profundamente decepcionados porque la desaceleración económica presionará a la baja los ingresos fiscales y aumentará las demandas de seguro de desempleo y otros beneficios sociales.
Los esfuerzos para frenar el crecimiento de la deuda sirven para pensar cuidadosamente —obliga a los países a enfocarse en las prioridades y a evaluar los valores—. Es improbable que en el corto plazo los Estados Unidos realicen grandes recortes al presupuesto, al estilo Reino Unido. Sin embargo, el pronóstico de largo plazo —que es especialmente alarmante por la incapacidad de la reforma del sistema de salud para reducir los costos médicos— es lo suficientemente sombrío, que existe un creciente esfuerzo bipartidista para hacer algo. El presidente Barack Obama ha nombrado una comisión bipartidista de reducción del déficit, cuyos presidentes presentaron algunos avances de lo que sería su informe final.
Técnicamente, reducir el déficit es un asunto simple: se deben recortar los gastos o aumentar los impuestos. Sin embargo, es evidente que el programa de reducción del déficit, al menos en los Estados Unidos, va más allá. Es un intento de debilitar la protección social, reducir el carácter progresivo del sistema fiscal y recortar la intervención y el tamaño del gobierno —todo ello sin afectar intereses, como los del sector militar industrial—.
En los Estados Unidos (y en otros países avanzados), cualquier programa de reducción del déficit tiene que establecerse acorde con lo que ha sucedido en la última década:
– Un aumento masivo del gasto de defensa impulsado por dos guerras inútiles, pero que va más allá.
– Un aumento de las desigualdades, en el que el 1% reúne más del 20% del ingreso del país, acompañado de una clase media en declive —el ingreso familiar estadounidense ha caído más de 5% en la última década y estaba reduciéndose incluso antes de la recesión—.
– Una inversión insuficiente en el sector público, incluida la infraestructura, puso de manifiesto de forma dramática el colapso de los diques en Nueva Orleans.
– El crecimiento de los apoyos corporativos, desde los rescates bancarios, los subsidios al etanol y a los de la agricultura, aunque la OMC ha constatado que esos subsidios son ilegales.
Como resultado, es relativamente fácil formular un paquete de reducción del déficit que fomente la eficiencia, impulse el crecimiento y reduzca la desigualdad. Se necesitan cinco ingredientes principales. Primero, debe haber un aumento de las inversiones públicas de alto rendimiento. Incluso si esto amplía el déficit en el corto plazo, a largo plazo la deuda nacional se reducirá. ¿Qué empresa no aprovecharía oportunidades de inversión con rendimientos superiores al 10% si pudiera obtener crédito —como lo puede hacer el gobierno estadounidense con un interés menor al 3%—?
Segundo, se deben recortar los gastos militares —no sólo los fondos para guerras inútiles, sino también para las armas que no funcionan contra enemigos inexistentes—. Seguimos actuando como si la Guerra Fría nunca hubiera finalizado, gastando tanto en defensa como el resto del mundo en su conjunto.
Lo anterior es necesario para eliminar los apoyos corporativos. A pesar de que los Estados Unidos han despojado a las personas de su red de seguridad, han fortalecido la red de seguridad de las empresas, lo que ha quedado evidenciado claramente en la gran recesión con los rescates de la IG, Goldman Sachs y otros bancos. Los apoyos a las empresas representan casi la mitad del ingreso total en algunos sectores de las agroindustrias estadounidenses; por ejemplo, se conceden miles de millones de dólares en subsidios al algodón a unos cuantos agricultores ricos —mientras que los precios bajan y hay una pobreza creciente entre sus competidores del mundo en desarrollo—.
Además, se da un trato en una forma especialmente notoria a las empresas farmacéuticas. Incluso, cuando el gobierno es el comprador más grande de sus productos, no puede negociar precios, fomentando así un incremento significativo en los ingresos corporativos —y en los costos del gobierno— que se acerca al billón de dólares en la última década.
Otro ejemplo es la gran variedad de beneficios especiales previstos para el sector energético, especialmente el petróleo y el gas, con lo que simultáneamente se roba al Tesoro, se distorsiona la asignación de recursos y se destruye el medio ambiente.
Después, están las dádivas que no parecen tener fin de recursos nacionales —desde el espectro gratuito que se ofrece a los organismos de radiodifusión, pasando por las regalías menores de las empresas mineras hasta los subsidios a las compañías madereras—.
También es necesario crear un sistema fiscal más eficaz y justo mediante la eliminación del tratamiento especial a las ganancias de capital y dividendos. ¿Por qué aquellos que trabajan para vivir tienen que estar sujetos a impuestos más altos que los que viven de la especulación (a menudo a expensas de los demás)?
Finalmente, con más del 20% de los ingresos totales que se concentran en el 1% de los que más ganan, un pequeño aumento de 5%, por decir, en los impuestos cobrados efectivamente, recaudaría más de un billón de dólares en una década.
Un paquete de reducción del déficit diseñado según estas directrices satisfaría las demandas incluso de los halcones del déficit. Aumentaría la eficiencia, promovería el crecimiento, mejoraría el medio ambiente y beneficiaría a los trabajadores de la clase media.
Sólo hay un problema: no beneficiaría a los que están arriba, a los intereses especiales corporativos y otros que han venido dominando el diseño de las políticas en los Estados Unidos. Su lógica convincente es precisamente la razón por la que hay pocas probabilidades de que dicha propuesta razonable se pueda llegar a adoptar.
* Catedrático de la Universidad de Columbia. Premio Nobel de Economía en 2001.
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