La primera debilidad y contradicción de la declaración de soberanía es el hecho de haber estado sujeta a un proceso de negociación. La soberanía no se negocia, se proclama, se ejerce y, llegados el caso, se defiende. Transigir con el poder originario y supremo significa negarle ambas cualidades. De hecho, recurrir a una declaración para expresar los términos de una noción que no se encuentra sujeta a límites implica rebajarla, devaluarla, confundirla con un gesto puntual en el discurrir de la política ordinaria, admitir, implícitamente, que la has de enarbolar porque, en el fondo, dudas de poseer el poder que te apresuras a declarar.
Otra vez, los representantes del pueblo de Cataluña se enredan en el camino más tortuoso posible si es que se pretende alcanzar el Estado. Contra lo que se ha afirmado estos días en alusión a las independencias de algunos estados de la Europa del este durante los años noventa, cabe decir que en ninguno de ellos se planteó la aprobación de un documento similar. Lo que se proponían, como efectivamente sucedió, era declarar la independencia que es la consecuencia más visible de ejercer la soberanía. Declaraban la independencia porque, como ocurre en Cataluña, el marco político dificultaba la expresión directa de la ciudadanía a través de un referéndum. Primero tuvieron que romper con el sistema y luego consultar para ratificar la decisión. Aquí comenzamos por enfangarnos en discutir si tenemos legitimidad y, lo que es más grave, a estar dispuestos a hacer renuncias para atraer aquellos que te niegan esta legitimidad.
La operación promovida estas últimas semanas por CiU y ERC tiene un inquietante antecedente que debería colocar al independentismo en estado de alerta. Me refiero a la invocación del concepto de «nación» que acompañó la tramitación de la desdichada reforma del Estatuto de 2006. Los mismos protagonistas catalanes, al implicar la idea de nación en el debate jurídico y político, contribuyeron a la erosión de un concepto antes incuestionado. Recuerdo, en primer lugar, que Artur Mas, cuando entonces era jefe de la oposición, se avino en el marco del acuerdo con Zapatero a desplazar la proclamación de la realidad nacional de Cataluña contenida en el primer artículo de la propuesta de Estatuto al preámbulo del texto atenuando así por completo el carácter normativo de la noción. En segundo lugar, también como consecuencia del pacto Mas-Zapatero, se redujo el carácter nacional de Cataluña a una decisión puntual del Parlamento catalán: «El Parlamento de Cataluña», dice el preámbulo de la norma institucional básica, «recogiendo el sentimiento y la voluntad del pueblo de Cataluña, ha definido Cataluña como nación de forma ampliamente mayoritaria «. ¿Es que Cataluña no era una nación antes de esta definición? ¿Y no lo sería con independencia de que el Parlamento lo hubiera establecido? Y otra pregunta aún más punzante: ¿la existencia o no de una nación, así como la de la soberanía, se condiciona por la existencia de una mayoría? Finalmente, como es bien sabido, el Tribunal Constitucional español remató la faena negando el carácter nacional de Cataluña dentro del sistema constitucional vigente y poniendo de manifiesto que ni siquiera la escueta mención recogida en el preámbulo estatutario no gozaba de ningún tipo de eficacia jurídica interpretativa.
El ejemplo de la «nación» demuestra que jugar a la retórica sin consecuencias prácticas puede suponer ir en la dirección contraria al objetivo que se persigue. Otra vez la declaración de soberanía parece ilustrativa de ésto: si vamos hacia el Estado propio no tiene ningún sentido lograr una proclamación de soberanía por una amplia mayoría a cambio, precisamente, de negar el Estado propio y, en definitiva, el objeto por el cual se impulsa todo el proceso. Y menos aun cuando ya dispones de la mayoría necesaria para fundar el nuevo Estado. Si admitimos, como lo hace la declaración, que el pueblo de Cataluña es un sujeto soberano por razones de legitimidad democrática (lo cual, por otra parte, es una reiteración porque la voluntad popular es democrática por definición) no se entiende por qué en vez de expresar esta evidencia no se actúa de acuerdo con el deseo supuestamente expresado en las urnas.
Cualquier hipótesis que se pueda tejer alrededor de esta contradicción no deja de ser sombría porque nos lleva a confrontarnos con una serie de carencias y de complejos que no parecían derivarse de la voluntad popular: la primera opción es que la voluntad popular se vea distorsionada porque ni siquiera la mayoría absoluta que forman CiU y ERC como principales impulsoras de la declaración estén de acuerdo en ejercer la soberanía y convertirse en un Estado independiente. Pero la segunda posibilidad es aún más temible y es que la supuesta mayoría parlamentaria soberanista se aferre a las palabras para esquivar un conflicto con el Estado español que no tienen ninguna intención de llevar hasta el final. Esto sería letal porque significaría que, cuando en apariencia el soberanismo es más fuerte en su proyección parlamentaria, en realidad es más frágil: el desconcierto, la frustración, la completa pérdida de rumbo que se precipitaría en la sociedad catalana si el estamento elegido en esta legislatura terminara fallando tendría unas consecuencias devastadoras que quizás no se remontarían durante una generación. De momento nos encontramos al borde de repetir los mismos errores que en el último envite estatutario, de encontrarnos allí donde estábamos, al menos en el mismo punto donde arrancan las anteriores declaraciones sobre el derecho a la autodeterminación y de continuar rodando en la noria perversa de reivindicar la soberanía sin hacer nada efectivo para alcanzarla.