Dicen que confundo la parte con el todo. Para no abusar de las elipses ni marear al lector: lo sostuvo aquí el pasado domingo el colega Francisco Morente. Añadió, condescendiente, que es una patología común entre los nacionalistas. En cambio, los seudointernacionalistas de izquierdas que, de hecho, defienden con fervor el statu quo, estos no se desvían nunca un ápice de la más recta razón ni del más riguroso fair play intelectual, como se verá en los párrafos siguientes.
El pretexto para el artículo del profesor Morente es la afirmación, que hice en una tribuna anterior, de que la guerra civil de 1936-39 sí fue contra Cataluña. Y el gancho argumental al que se agarra, aun a costa de manipularlo groseramente, es la tesis —casi da vergüenza repetirla, de puro obvia— según la cual la Cataluña del primer tercio del siglo XX era “un territorio con una identidad específica”. Según Morente, eso implica que “otras posibles identidades catalanas no lo serían verdaderamente o lo serían de forma insuficiente”.
No, compañero, no. Lo que quise decir y dije —a condición de ser leído sin anteojeras unionistas— es que la Cataluña republicana era el resultado de una evolución de siglos; de una historia, unas instituciones y unas leyes singulares hasta 1714, de una revolución industrial única al sur de los Pirineos, de una Renaixença, de unos movimientos sociales y culturales que habían dado lugar a un país con unas características distintivas. El proceso histórico que acabo de resumir era una realidad en la cual tenían cabida opiniones políticas, proyectos sociales y expresiones lingüísticas dispares. Y de esa Cataluña poseedora de una identidad específicamente compleja emanaban —con sus contradicciones y sus antagonismos a veces sangrientos— desde el catalanismo burgués y conservador hasta los obrerismos republicano, ácrata o socialista, pasando por el reformismo nacionalista y mesocrático. Sólo se había autoexcluído de ella la marginal extrema derecha españolista que va desde Alfonso Sala Argemí hasta la Peña Ibérica y la Falange.
Pues bien, insisto (y lo hago sin mensajes implícitos, ni subtextos): los militares golpistas del verano de 1936 (ellos, no “España”) libraron su guerra “de Liberación” contra la especificidad catalana. Contra sus múltiples expresiones y matices: el catalanismo “fenicio” y “plutocrático” (los miembros de la Lliga ralliés a Franco tuvieron mucho que expiar, y nunca dejaron de ser sospechosos), el “separatismo” de Esquerra, el revolucionarismo de libertarios y comunistas —que, durante la guerra, habían rivalizado a tiros—, etcétera. En el Camp de la Bóta cayeron, indistintamente, castellanohablantes y catalanohablantes, miembros de la CNT y del PSUC, nacionalistas de Esquerra y gente cuya única patria era la humanidad. Pero, para el franquismo, todos eran enemigos, todos habían surgido de aquella Cataluña dotada de una personalidad específica y, por consiguiente, todos representaban “la Anti-España”. Junto con los “rojos” del resto del Estado, claro.
No sé si el profesor Morente conoce aquella frase de un discurso de Franco de 1944 en la que habla de la conveniencia de “descongestionar las grandes y peligrosas concentraciones industriales de Barcelona y Vizcaya”. Aunque tal idea no llegara a ejecutarse, resulta sintomática de la actitud profunda del régimen con respecto a los dos territorios, Cataluña y el País Vasco, que presentaban sendas identidades específicas percibidas como antagónicas respecto a la idea y el proyecto de España que la dictadura encarnaba. Que, todavía en 1971-73, el Consejo Nacional del Movimiento dedicase ponencias y debates al “problema catalán” (no al “problema andaluz” ni al “problema madrileño”) tal vez ayude a entender lo que quiero decir; porque antifranquistas los había en todas partes, ¿no?
Todo ello no obsta, naturalmente, para que existieran catalanes franquistas, y catalanes beneficiarios del franquismo, y catalanes acomodados al franquismo. Ahora bien, equiparar ese franquismo catalán por asentimiento o inhibición con la actitud de “muchos alemanes” respecto de Hitler me parece una barbaridad en términos histórico y una insidia en términos morales. A Hitler le votaron libremente, a lo largo de una década, millones de alemanes, hasta auparlo al poder por la vía constitucional. A Franco, que yo sepa, nunca le votó libremente nadie, y desde luego no “centenares de miles de catalanes”. Amoldarse y aprovechar el resultado de una guerra civil no es lo mismo que ayudar al fascismo a ganar unas elecciones.
EL PAIS