Fotograma de la película ‘Akelarre’, filmada en Navarra. Cedida
Desde Zugarramurdi me viene el burbujeo del arroyo y el jolgorioso cántico de una humanidad que trataba de alejar la noche invernal y la amenaza de la enfermedad y muerte y se dedicaba a bailar en el prado donde imperaba aker, símbolo de potencia vital. Llega el mensaje desde la distancia histórica pero apenas distancia de algo que fuimos y seguimos siendo como pueblo baskon. Los romanos nos llamaron gente del bosque y sus traductores utilizaron la palabra autóctona baso para describir una humanidad parapetada en sus montañas y ejercía sus tradiciones peculiares, entre ellas, la danza y la música, y el entendimiento de las plantas cuyos poderes podían ser benéficos para calmar el mal físico y, a más, animar al espíritu remontando la anemia espiritual que suponía las secuencias de enfermedades y muertes tempranas.
Hay leyendas preciosas en nuestra mitología y las rememoro en este día de difuntos. Nos hablan de sorgiñas, mujeres resueltas que, volando desde lo alto de nuestro Auñamendi para aterrizar en los acantilados de Terranova con el propósito de calmar la agria soledad de sus hombres, dedicados a la caza de las ballenas, grandes señoras de los mares. Que una noche tardaban en su ir y venir aquellas mujeres volantes, y por todo premio ante la hazaña, se las juzgaba y quemaba en la hoguera inquisitorial sin tener al menos la curiosidad de saber cómo ejecutaban semejante trayecto, aun fuera mental. Hay quienes afirman que había otros viajes milagrosos como el de Herensuge de Aralar, que pasaba siete años escondido en el fondo de la cueva sagrada mientras le crecían siete cabezas, y así de fascinante se encontraba cuando, colmada la transformación, irrumpía por los corredores subterráneos de nuestros montes y se acercaba provocador a la dama de Anboto, la bella señora que se alisaba sus cabellos con peine de oro, tratando de seducirla. Pero ella no lo miraba dos veces. Que prefería a los pastores jóvenes y lozanos, de una sola cabeza, que al dragón de las siete, que no por eso dejaba de insistir en su propósito. Le sobraba el tiempo. Era eternidad.
La historia que emana nuestra mitología, tal como el hervor de un volcán extinto, y que en estas fechas recordamos, es portentosa y nos especifica como humanidad, visionando nuestro comportamiento frente a la realidad circundante, alumbrando nuestra capacidad de conformarnos entre los confines de nuestra geografía, mas allá de la prosaica realidad a la que han querido confinarnos. De nuestras montañas surgen damas y herensuges que realizan hazañas complejas. En las márgenes del arroyo de una cueva se remoja el milagro de una concurrida reunión social que desafía los tiempos, porque la seguimos manteniendo. Que somos humanidad de la cueva, pero también del aire. Lo afirmen las sorgiñas y además pobladores de un universo cuyas bienaventuranzas aprovechamos para calmar males y apaciguar el dolor de la muerte.
En estos días de brujería donde se combinan tradiciones y fiestas de otras comunidades, que requieren ciertos elementos naturales y mágicos como la calabaza y las máscaras, mi espíritu se va a Zugarramurdi en un periplo espiritual: ahí están mis abuelas y abuelos del principio del tiempo, europeo, cuando en nuestro idioma original nos preguntábamos quiénes éramos, a dónde íbamos. Cómo podíamos evolucionar sanos para ser más fuertes y poder gobernar el mundo hostil circundante. Cómo se puede vencer el miedo a las tormentas, con sus rayos y truenos, al desbordamiento arrasador de los ríos y rebajar la altura de las olas marinas, domesticar a los animales del entorno, algunos peligrosos. Señalamos a arrano beltza surcando los cielos, a aker procurando generación de su rebaño en el prado iluminado por Illargi amandre. Necesitábamos saber entonces y hoy cómo vencer la dificultad de nuestra debilidad para respetar el instinto reproductor de la especie. No queríamos morir pues nos urgía vivir para mejorar el entorno y a nosotros mismos.
Hubo algo que se nos ocurrió como sociedad y fue que el cantar y el bailar ayuda a la permanencia vital. Que desde aquellos tiempos el txistu rompió silencio en la noche, el tamboril sacudió el miedo a perecer y la agilidad jovial que impulsa la música al alzamiento de brazos y piernas, a sentir el cuerpo ligero como el de un ave bendita y el ánimo alegre y el corazón latiendo contento. Danzar en el espacio de la muerte para espantarla y restaurar fuerzas para seguir vivos.
Mi vuelo de la medianoche me lleva a las cuevas de Aitzbitarte, al bosque de Arbailla, propiedad de Herensuge, al laberinto de Arno, a la altura y profundidad de Aralar, a Arxabal, donde Tartalo sigue provocando miedo. Divagando por Santa Eufemia de Aulesti, desciendo por la llanura a Bargota, a visitar a su brujo sabio y la sorgiña quemada y por la que lloro, y me introduzco en las cuevas de Mondarrain y aun en la de Sastarri, morada secreta de Mari, la grande, y me sumerjo en las aguas de Sempere para refrescar el alma y el cuerpo, que aún me falta visitar en esta noche de gracia sobrenatural el Molino del Infierno de Basajaun y el dolmen de Marietxe y todos los demás que colman el país de los baskones y que me esperan con su historia. Que es la mía. La nuestra. Es mejor este recorrido vitalicio por sitios venerables que lamentar a las mujeres muertas en la hoguera inquisitorial. De aquellas que sufrieron castigo por ser mujeres y sanadoras, y también alegres músicas y dantzantes.
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