La noticia de una reunión entre el vicepresident Jordi Puigneró y la ministra de Transporte Raquel Sánchez para tratar la ampliación del aeropuerto del Prat nos ha servido una de las polémicas del verano. La sorprendente opacidad del encuentro, explicada a posteriori y calificada de «secreta» en muchos de los titulares que la han narrado, da un carácter de martingala al asunto que no casa con la trascendencia de la decisión a tomar y con las consecuencias que debe conllevar a nivel económico, medioambiental y territorial. Teniendo en cuenta que la Comisión de Territorio del Parlamento de Cataluña aprobó el verano del año pasado una resolución que pedía al Ministerio correspondiente que detuviera toda ampliación que supusiera un «aumento ilimitado» del número de pasajeros y que el Ayuntamiento de Barcelona rechazó una moción que pedía «pleno apoyo» al plan de Aena para la ampliación, podría parecer que el consejero del ramo ha tirado por la directa en una maniobra astuta, lo que se podría haber aclarado con las pertinentes explicaciones y actuando con transparencia.
Atrás quedan los tiempos en los que cualquier inversión de este tipo era vista con optimismo unánime, cuando todo crecimiento era sinónimo de mejora y de bonanza. Primero porque, a nivel autóctono, desde hace unos años hay un serio debate sobre el modelo económico imperante, que para muchos es excesivamente dependiente del turismo en sus diversas modalidades. Varios ensayos se han publicado sobre la materia, entre los que podemos mencionar aquel ‘Un buen país no es un país low cost’, del economista Miquel Puig, o el más reciente titulado ‘La fábrica de turistas. El país que cambió la industria por el turismo’, del periodista Ramon Aymerich. Durante los últimos veranos prepandémica en la ciudad de Barcelona se empezó a exteriorizar la desazón por el incremento exponencial del fenómeno turístico con manifestaciones vecinales en la Barceloneta y campañas contundentes de algunas organizaciones políticas juveniles. Esta no es una inquietud exclusiva de Barcelona, sino que se reproduce en otros lugares del mundo donde el turismo se ha convertido en un fenómeno masivo, siendo Venecia uno de los lugares del planeta donde el tema es más candente. Las protestas para alejar a los cruceros de la Serenísima y la presión de la UNESCO han empujado al gobierno italiano finalmente a tomar medidas para sacar estos enormes barcos de la laguna. Al respecto es interesante leer el libro titulado ‘Si Venecia muere’, del historiador del arte Salvatore setter, que es una reflexión profunda sobre la progresiva extinción de la vida cotidiana de aquella ciudad.
En segundo lugar, la preocupación a nivel mundial por las consecuencias del cambio climático hace que muchas personas se empiecen a plantear si es factible mantener el mismo patrón que ha funcionado hasta ahora. En el Reino Unido hay un debate muy vivo también sobre la posible construcción de una tercera pista en el aeropuerto de Heathrow con una campaña contraria a la ampliación llamada «No 3rd Runway» que augura consecuencias perjudiciales en forma de contaminación sonora y polución. Las pancartas alertando de los efectos del cambio climático son las que más abundan en sus protestas.
Cuando en el caso catalán se plantean estas mismas dudas, enseguida suele haber quien comenta con afán ridiculizador el supuesto provincianismo local, presentando una especie de sociedad atrasada que practica el luddismo y no sabe adaptarse a los cambios de la vida moderna. Según los que tienen este punto de vista, Cataluña está condenada por sus izquierdas a ser un territorio atrasado y malencarado que esquiva el progreso, un punto del que los inversores de todo el mundo en huirán como de la peste. La realidad es que, tal como hemos visto, aquí se formulan los debates que también están vivos en otras zonas de Europa y que, por tanto, no son exclusivos de estas latitudes. Son preocupaciones legítimas que deben poder ser formuladas en voz alta, trasladadas a los gobernantes y tenidas en cuenta para pensar el país y el mundo de las próximas décadas.
El aeropuerto, el cebo de los conquistadores españoles modernos
Alex de Azuaje
EL MÓN
Estoy de acuerdo con la ampliación del aeropuerto del Prat y desde ‘Anem X Feina’ (‘Vamos x Tarea’) también. Los expertos en materia económica y de comunicaciones nos dicen que los beneficios para todo el mundo serían más altos que los costes. Pero una obra de estas características y de esta envergadura siempre tiene un coste ambiental y el gobierno, el nuestro, tiene la obligación de conseguir que se haga con el menor impacto ecológico posible. Pero, ay, no lo podrá decidir la Generalitat, porque de nuevo, una decisión importante no está en sus manos. Como todas las que implican inversión en infraestructuras de una importancia capital como son los aeropuertos, los puertos, las líneas férreas, etc., que dependen de sus dueños. Y sus dueños, no somos los catalanes. Por lo tanto, si el aeropuerto finalmente es verde, lila o negro, será el Estado quien lo decidirá, por mucho que nos quieran hacer creer. Esto, si finalmente se ejecuta esta inversión, porque sobre déficits en inversión acompañados de anuncios de lluvia de millones, Cataluña está plena.
Puede ser finalmente que el aeropuerto del Prat acabe siendo encarnado, rojo PSOE-PSC. Los informes económicos que lo acompañen serán un buen argumento populista por las próximas elecciones municipales. La táctica no es nueva. En 1521 los conquistadores españoles ya ofrecían adornos de vidrio, agujas y espejos a los pobladores de «las indias» que encantados los intercambiaban por oro. Los locales se quedaban con nada y los conquistadores se llevaban todos los beneficios -parecía un buen acuerdo porque Hernán Cortés obtenía la riqueza y «Moctezuma el joven» estaba entretenido con los adornos que les daban- pero quien sufría las consecuencias de tan reiterado saqueo fueron los pobladores de México-Tenochtitlan.
A veces me explota la cabeza al recordar el reiterado entusiasmo con el que, los que antes, y aún hoy formaban govern, nos aleccionaban con el convencimiento de que el Estado nunca cumple, que tenemos un déficit de infraestructuras que arrastra el país a la ruina, que debemos dejar de creer las promesas de Madrid y no esperar un encaje o pactos fiscales o transferencias de competencias cosméticas. Que teníamos que significar, nos decían, y darles confianza porque ellos revertirían toda aquella situación con la independencia y sería entonces cuando el progreso, la prosperidad y la justicia social volverían a casa.
Es verdad que soy de los que dije que estaba bien que AENA ampliara el aeropuerto porque así cuando seamos independientes podremos disfrutar de esta infraestructura, pero no entiendo de ninguna manera las muestras de alegría cuando una vez más desde Madrid, nos dicen que nos harán, cómo nos lo harán y cuándo nos harán, una obra que a juzgar por el corredor mediterráneo o la Sagrera, no llegará nunca. Con un déficit fiscal de 20.000 M€/año el vicepresident Puigneró se puede ahorrar la alegría por una inversión de 1.700 M€.
Mientras los empresarios catalanes seguimos esperando todas las promesas de mejora que más de cuatro años después todavía no tenemos. Y lo que es peor, constatamos una vez más, que si no eres accionista de las grandes empresas del Ibex-35 -a las que se adjudican todas las obras y casi todas las ayudas económicas- no ves ni un euro de los fondos next generation.
¡Es una vergüenza! ¿Qué esperan nuestros gobernantes?, ¿que estemos en silencio durante dos años mientras hacen este neoautonomismo y desmovilizan, desmoralizan y confrontan al pueblo? «Lo tenemos a tocar», nos decían. Pues relajémonos, porque lo que nos espera en todo este tiempo será incongruente y demencial. La esperanza es que al final la misma incompetencia de los políticos consiga unificar de nuevo el criterio social, y los clamores por la independencia vuelvan al lugar de donde nunca deberían haber salido: la calle.