Hace dos años del ejercicio más impresionante de desobediencia civil pacífica: la celebración de un referéndum de autodeterminación organizado y defendido con un alto sentido de civismo democrático. Ni los 6.000 policías del «A por ellos» pudieron desbaratar el compromiso de unos ciudadanos a la hora de desafiar al Estado tras su inconmovible respuesta unilateral, que les negaba toda posibilidad de vía pactada para ejercer un derecho fundamental.
Hace dos años, también, de la más brutal expresión de violencia policial gratuita, mostrada impúdicamente por todo el mundo. El Estado podría haberse limitado a ignorar el referéndum alegando falta de garantías democráticas. Pero el sentimiento de humillación, la sensación de pérdida de control y la animadversión emocional -por no decir el odio- impunemente atizados hacía semanas por los aparatos del Estado, lo enloqueció. Su Viernes Santo. Nuestra fecha de no retorno.
Pero también entramos en los dos años de represión selectiva -prisión y exilio, suspensión de las instituciones democráticas y elecciones impuestas autoritariamente-, dos años de un ciclo en el que el independentismo ha perdido la iniciativa política. Dos años de relato extraviado, de acción reactiva, que nos ha devuelto al campo contrario. Un clima propicio a la decepción y al desánimo, y un espacio abierto a la autoflagelación, tan nuestra y tan útil al adversario, ahora ya enemigo. Hay quien encuentra que no se ha hecho suficiente autocrítica, y yo creo que no se ha hecho otra cosa.
Y después de dos años clavados, llega la tormenta perfecta: la publicación de la primera sentencia a los presos políticos y la celebración de nuevas elecciones españolas. Se ha calculado que la mejor manera de convertir la indignación catalana en votos útiles a España era hacer coincidir las elecciones. Y no porque hayan de favorecer el PSOE, sino porque con una reacción represiva dura, con un nuevo 155 o similar, se facilita el pacto con la derecha, la gran coalición, que desde el primer momento ha buscado Pedro Sánchez para, ha dicho, poder dormir tranquilo.
A lo largo de estos días de espera del Estado incrementará la represión indiscriminada para que todo el mundo se sienta vulnerable, criminalizará al independentismo vinculándolo -preventivamente- a una violencia terrorista que hasta ahora nadie ha visto. Peor: nos quiere envolver en una lógica de condenas -no menos preventivas- para atraparnos en su desvarío. Tanto es que aquí no se hayan visto enfrentamientos con la policía como las de los mineros de Asturias o los astilleros de Cádiz, que ninguna concentración haya terminado como las de los ‘chalecos amarillos’ en París o las de los estudiantes de Hong Kong. Tampoco han hecho falta los cientos de víctimas del conflicto con ETA para decir que la situación era más grave que en el País Vasco. Una aseveración que sólo contiene una parte de razón: aquí les es imposible aislar socialmente el conflicto debido al carácter amplio, pacífico y democrático de la desobediencia.
La espiral criminalizadora del independentismo, sin embargo, si bien puede funcionar para cohesionar derecha e izquierda en España, aquí hace crecer el foso. Hacernos terroristas, bestializarnos, son maneras diversas de expulsarnos. Como había hecho Alejo Vidal-Quadras cuando en la inauguración del Estadio de Montjuïc hace treinta años vio una «estampida de búfalos» o unos «babuinos chillando enfurecidos». Como cuando se escribe que el Proceso es como una rata gorda y peluda chillando mucho y defendiéndose de unos bastonazos. Metáforas que dicen más del estado de ánimo de quien las emplea que de la realidad que quieren describir.
Los próximos treinta o cuarenta días lo cambiarán todo. Todos los escenarios son imaginables, menos el de la impasibilidad. Perderá quien tenga más miedo, y ganará quien tenga más confianza. Pero esta será una gran batalla que determinará la próxima década, y quizás el futuro de toda una generación. Sea cual sea el final, que cada uno decida qué lado de la historia querrá quedar.
ARA