Otro mundo era posible, sí, pero no el esperado. En lugar de un mundo más justo y libre, más próspero y en paz, este segundo cuarto del siglo XXI nos abre uno más áspero, amenazante, incluso más salvaje. Las imágenes de una motosierra para ilustrar una política de reforma de la administración, la de un ‘resort’ turístico de lujo como proyecto para «pacificar» la Franja de Gaza o la amenaza de un expolio de recursos naturales para resarcirse de las armas enviadas a Ucrania para defender su soberanía, son devastadoras para cualquier mínima conciencia moral y democrática.
Europa y el resto del mundo tampoco invitan al optimismo. El crecimiento de las extremas derechas, la nefasta influencia ideológica de las extremas izquierdas, y aún el papel de estraza de lo que también podríamos llamar el extremo centro, además de peligroso, es profundamente decepcionante. Y ni en América Latina, ni en el mundo árabe, ni en China ni en India o África hay señales de una inteligencia política cuyos liderazgos inviten a hacer frente a ese otro mundo posible, pero que ha virado justo en el sentido contrario al deseado.
Y, sin embargo, no todo está perdido. Pero para verlo es necesario poner las luces largas y no quedarse con el último exabrupto o la última barbaridad criminal. Estoy seguro de que el presente que ahora nos tiene desolados no anuncia, en modo alguno, el futuro que resultará del mismo. De la actual devastación moral en la política global no debería derivarse un catastrofismo que nos puede dejar entrampados. Todo lo contrario. Desde mi punto de vista, sería bueno tener en cuenta tres consideraciones que pueden ofrecer una mirada más esperanzada en un futuro más edificante.
En primer lugar, no debe perderse de vista que este de ahora es un mundo extremadamente inestable. No sé cuánto va a durar el desvarío ni cuánto daño va a hacer, pero se trata de un periodo accidental, guiado por personajes con mentes desequilibradas, de gestos más histriónicos que efectivos, profundamente inconsistentes, que no van a durar ni tendrán un relevo a la altura de su megalomanía. No me extrañaría nada que acabaran teniendo finales trágicos. ¿Qué va a durar la coincidencia de intereses entre Trump y Musk, compitiendo por quien la dice y la hace más gruesa? ¿Debe asustar que la esperanza española de Trump se llame Abascal, o debe hacer reír? ¿Puede ser sólido el entendimiento de Trump con Putin, y a dónde le llevará la disputa con China?
En Europa quizá no sea tan evidente –todavía– la fragilidad de las posiciones extremas, y menos cuando sus crecimientos electorales sugieren lo contrario. La AfD alemana puede aspirar a ser primera fuerza en 2027. Y en Cataluña, Aliança Catalana puede soñar con una gran representación en 2028. Pero de cómo mueren los movimientos políticos reactivos ya tenemos experiencia en Cataluña: de quien fue primera fuerza política en 2017 ya no se dice ni pío. ¿Qué durarán las Meloni, Le Pen, Weidel y, disculpen, las Orriols? Son organizaciones y discursos que aguantan bien su naturaleza extrema, pero a medida que la abandonan para acercarse al poder efectivo les crecen las contradicciones. Si viven de la inestabilidad, ¿no será esa misma inestabilidad quien se las lleve?
En segundo lugar, a este mundo sólo se le puede combatir pensándolo con nuevos esquemas, con nuevos conceptos. Las categorías con las que se han respondido a las actuales amenazas no las han detenido políticamente. Tampoco los combates mediáticos han sido eficaces. Aferrarse a las viejas palabras que les han permitido nacer y crecer es allanarles el camino. Conocemos la inutilidad de los cordones sanitarios que más que excluir a los partidos aludidos menosprecian a los ciudadanos que los votan. Y cuando se vincula frívolamente a la extrema derecha con los partidos conservadores por cálculos electoralistas –ha ocurrido en Alemania, y pasa en España y en Cataluña–, no se hace otra cosa que lavarles la cara. A este execrable nuevo mundo, profundamente inestable, hay que pensarlo con nuevas ideas a la altura de los desafíos que dice que quiere resolver.
Finalmente, me parece obvio que de este descalabro sólo saldremos con radicalidad democrática. Por un lado, porque hemos ido a parar precisamente por la debilidad democrática a la que nos habíamos acomodado y que ha provocado tanta desconfianza antipolítica. Y por otro, porque responder a la amenaza de la que hablamos –a derecha, izquierda y centro– de forma autoritaria no haría otra cosa que legitimar las estrategias que son las del adversario. Hay que analizar críticamente este nuevo mundo, sin concesiones, más que demonizarlo por la vía fácil. Hay que comprender los porqués de la actual adhesión popular más que condenarla sin escucharla. Y hace falta mucha más autocrítica y no tantos esfuerzos de autoexculpación. Sólo así aceleraremos el despertar de esta pesadilla.
ARA