La filosofía de la historia, todavía

Afirma Hegel en ‘Las lecciones sobre la filosofía de la historia’ que la exclusión mutua es el modo de existencia propio de lo que sólo es naturaleza. “Estas diferencias naturales deben considerarse por lo pronto como posibilidades especiales, de las que germina el espíritu del pueblo en cuestión”. La historia era el camino que hacia el espíritu hacia una totalidad autoconsciente a través de la vida particular de las naciones. Visto por medio del prisma materialista de Marx, esa totalidad correspondía a la sociedad sin clases; desde el punto de vista del materialismo burgués, llevaba a la globalización.

Teniendo en cuenta que el hegelianismo exhaló los últimos suspiros en el siglo XX con las lecciones de Alexandre Kojève y la dialéctica negativa de Adorno, la referencia al filósofo capital del idealismo puede parecer un arranque de caballo y parada de borrico. Pero sospecho que las repercusiones de la teoría hegeliana de la historia todavía no se han extinguido y que la mirada de águila con la que el autor de ‘La fenomenología del espíritu’ contemplaba el devenir de los pueblos desde la altura del siglo XIX conserva una parte nada despreciable de su perspicacia. El catalanismo del siglo XX le debe no poco de su influencia y poder explicativo. En ‘La nacionalidad catalana’, Prat de la Riba reitera la idea de Hegel de que el carácter de las naciones se realiza en todos los aspectos de la vida colectiva. Prat apunta dos: el derecho civil y el idioma. Aunque Hegel pensaba en Alemania, aún fragmentada en múltiples estados, podría aplicarse a la Renaixença cuando escribe que el arte poético se presenta con fuerza y ​​madurez incluso en un pueblo que todavía no ha logrado organizarse políticamente. La enigmática referencia al imperialismo al final de ‘La nacionalidad catalana’ no tiene ningún sentido si no es contemplar, como si dijéramos con un potente telescopio, un estadio muy lejano del espíritu que empezaba a remover la vida catalana. La misma idea de espíritu animando a la catalanidad a través de los siglos se encuentra en el célebre libro de Josep Trueta, escrito en el exilio durante una de las épocas más precarias de la vida nacional. La certeza de una reanudación por venir se fundaba en la opinión de Hegel de que “los grados que el espíritu parece haber dejado atrás, todavía los posee en las profundidades del presente”.

La persistencia del pasado en los repliegues de un presente esquivo no invita en absoluto al optimismo, pero sí a la esperanza, a condición de que no permanezca pasiva, pues “el espíritu es esencialmente el resultado de su propia actividad”. Dicho llanamente: la catalanidad sólo existe ejerciéndola. Y si bien el espíritu aspira a objetivarse en un estadio universal, también es verdad, siempre de acuerdo con Hegel, que las fases de su desarrollo permanecen orgánicamente en el movimiento ascendente de la razón. Que el espíritu nacional tienda a evolucionar hasta integrarse en el espíritu universal no implica, pues, contradicción alguna; es simplemente una ampliación y elevación del punto de vista.

La catalanidad, como cualquier otra particularidad nacional, a la fuerza debe ser excluyente, pues no hay identidad sin exclusión. Lo que permanece idéntico toma conciencia de si debe perfilar nítidamente su carácter si aspira a ser reconocido en su particularidad. Por eso sorprende la contradicción en personas por otra parte inteligentes, que a la vez que se declaran nacionalistas defienden un país sin fronteras, es decir, sin perímetro político ni jurisdicción propia. La contradicción entre el límite natural de una nación, en este caso una conspicuamente pequeña, y la propuesta de accesibilidad ilimitada equivale a la incoherencia de concentrar la infinitud del espíritu dentro de la finitud del espacio que los catalanes han sido capaces de retener de lo que han ocupado en el curso de la historia. Considerado en términos de proyección del poder, este espacio hoy resulta prácticamente nulo, lo que hace especialmente patética la generosidad con la que algunos llaman a compartirlo ‘urbi et orbi’ independientemente de la intención y el respeto a los elementos constitutivos de la vida catalana.

El orgullo de ser un pueblo residual en medio de un cementerio de naciones pertenece a la moral de la resignación. El ‘buenismo’ resultante es la otra cara de la adaptación a las condiciones impuestas por una fuerza exterior. La aceptación pasiva de condiciones ajenas al espíritu propio insensibiliza la voluntad mediante todo tipo de recomposiciones subjetivas. Es una forma de avanzar de modo sonámbulo hacia la irrelevancia.

Para Hegel, una nación es moral (virtuosa, dice, en el sentido de vigorosa) en tanto que se esfuerza en realizar su propósito, defendiendo su actividad contra la violencia exterior. Si la nación catalana, además de fracasar en el intento de realizar el Estado al que aspiraba, se convierte también en un fuego fatuo elusivo, no es solo ni principalmente por la oposición del Estado, sino por la pusilanimidad con la que los catalanes se arrugan incluso en cuestiones tan elementales como la lengua. No hace falta insistir, porque todo el mundo tiene prueba de ello en la propia conducta. La timidez del catalán ante la resistencia idiomática más leve es proverbial y por supuesto cuando choca con grados crecientes de amenaza moral, de declarar descortés el hecho de hablar el idioma nacional hasta, subiendo de tono, tildarlo de racista y de nazi.

Es un grave error y una distracción consolarse considerando que el catalán, con notable presencia en internet, puede sobrevivir ficticiamente a los sistemas de producción de discurso de la inteligencia artificial mientras desaparece audiblemente de la conversación humana. Como el hielo que se funde para siempre en los glaciares o como el latín que dejó de hablarse y hasta leerse cuando fue relegado a los fondos de las bibliotecas, el catalán no pervivirá como lengua de espíritu si no está presente en la inteligencia natural y en boca de la gente. Un síntoma de la precariedad del idioma es la exultación cuando alguna celebridad se digna en pronunciar unas frases en catalán o un extranjero lo habla correctamente. Como si presenciaran un milagro, que no lo es en ningún otro idioma, muchos catalanes parecen tocados del baile de San Vito. El mal viene de lejos. Todo empezó cuando una mayoría social adiestrada por el franquismo se acostumbró a hablar el catalán en la intimidad. En ese ambiente reducido la lengua perdió tensión formal y musculatura cultural. Cuando el Estado aflojó, en lugar de reaccionar para recuperar el terreno perdido, esa misma mayoría siguió arrugándose.

Dice Hegel: “La costumbre es actividad sin oposición, para la que sólo existe una duración formal, de la que han desaparecido la plenitud y fogosidad que originalmente caracterizaban el propósito de la vida. […] Así sucumben los individuos, así mueren los pueblos de muerte natural; y aunque estos últimos sigan siendo, es una existencia sin intelecto ni vitalidad, no sintiendo necesidad de sus instituciones, porque ya está satisfecha la necesidad de tenerla, una nulidad política y tedio”.

En los últimos años la nulidad institucional y el tedio de la política en Cataluña han alcanzado máximos históricos. Han contribuido a ello los medios de comunicación haciendo hervir la olla en la que se ha escaldado la rana catalana. La minorización de la catalanidad en todos los aspectos: demográfico, cultural, mediático, comercial, lingüístico, prácticamente no ha encontrado oposición, y la carencia de oposición ha conformado una sociedad tibia en la defensa y propagación de la identidad, pero muy agresiva interiormente. La única oposición fogosa ha consistido en abrir frentes de guerra endógenos. Los catalanes trabajan diligentemente en la desunión y compensan con una hostilidad incivil la incapacidad de defender la particularidad ante quienes aspiran a sustituirla en el corazón de su territorio histórico.

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