Lo llaman normalización, pero es anestesia

La actualidad política catalana, nunca tan españolizada como ahora, se ha vuelto profundamente amodorrada. Tanto, que también se hace aburrido analizarla y escribirla. Y, obviamente, debe ser leerla. Hay una voluntad explícita de adormecer la política por parte del actual Govern del PSC, confirmada por su president cuando dice que ya le gusta ser visto como una gestoría. Además, se trata de una voluntad que, en el fondo, es unánimemente compartida tanto por el resto de partidos –las gesticulaciones ociosas no engañan– como por los poderes fácticos habituales, ahora con aplausos, luego con silencios cómplices. Lo llaman normalización, pero es anestesia, que no cura ni mata, pero que amortece cualquier conflicto.

Y es que aquí incluso las trifulcas partidistas más encendidas son aburridas por previsibles. Colau se retira con proclamas demagógicas que no pueden esconder su fracaso, y como si nada. ERC se destripa, probablemente para llegar allá donde ya estaba. El president Puigdemont no puede regresar, y la respuesta es tener paciencia. ¡Ah! ¿Y cómo avanzan las reuniones bilaterales mensuales de Junts y PSOE en Suiza? Sólo por saberlo… ¿O, por cierto, de la financiación singular se sabe algo? ¿Magnitud? ¿Procedimiento? ¿Plazos? Acuerdo con España, ¿qué pasa con quien debería haberlo pactado y deberá hacerlo posible? ¿Ningún temblor por una manifestación multitudinaria por el derecho a la vivienda? No: hemos vuelto al ir tirando.

En cuanto a allí, en Madrid, es lo mismo. No pasa nada si quien había recibido del ministro socialista Marlaska la Orden al Mérito de la Guardia Civil por una conducta de extraordinario relieve en interés de la patria –en Madrid, que no son nacionalistas, dan estas distinciones patrióticas a todo el mundo–, ahora denuncia al PSOE por corrupto, y él mismo es denunciado por calumnias. Por no hablar de los líos de Ayuso. O del juicio tramposo con el que quieren ensuciar al abogado Boye. Ni del compromiso ‘fake’ de Sánchez de investigar parlamentariamente el 17-A, que ha dejado la comisión sin los documentos que deberían permitirlo. Y de la ley de amnistía… ¡ay, la ley de amnistía! Y dejémoslo aquí, que no terminaríamos. La honestidad carece de futuro, la cara no tiene fronteras.

Pero, ¿por qué si hay tanto mar de fondo, la playa de la política es tan tediosa? Es muy sencillo. La política, aquí y allá, ha entrado en lo que podríamos llamar un estado de debilidad espesa, de debilidad bien trabada, de languidecimiento estable. El gobierno de Pedro Sánchez está más débil que nunca, pero quienes le sostienen saben que cualquier alternativa no les favorecería en nada y sería peor. Por eso el gobierno del PSOE y Sumar pueden permitirse, valga la aparente contradicción, abusar de su posición de debilidad. Por su parte, el president Salvador Illa también gobierna con una gran debilidad parlamentaria, pero a diferencia de la del Govern de Pere Aragonès, nadie la cuestiona porque, por un lado, se sabe que tampoco hay alternativa, y por otro tranquiliza que sea un verdadero muro de contención de un independentismo que, casi solo, se ha metido dentro de un callejón sin salida.

Efectivamente, tras siete años de parálisis, los partidos independentistas quedan empantanados en su irrelevancia, por impotencia, por falta de un proyecto esperanzador y por ausencia de un horizonte verosímil. Excusarse como hacen ahora en la necesidad de garantizar que no gobierne la derecha, o refugiarse en la mera denuncia estéril del abuso político no parece que tenga que permitirles recuperar la credibilidad de la que un día disfrutaron y después derrocharon.

Es cierto que este tipo de narcolepsia política no nos es exclusiva. La política británica –y particularmente la escocesa– con relevos constantes en sus liderazgos, o la política francesa sostenida sobre las debilidades de Le Pen y Macron, o la alemana pendiente de las próximas amenazas electorales de la extrema derecha, y así la mayoría de estados europeos, cada uno con sus particularidades, también muestran un agotamiento aterrador de proyectos convincentes y esperanzados. No es un consuelo, claro, pero sí el síntoma de una crisis generalizada de la política y de la misma democracia de la que, para bien y para mal, no podemos permanecer aparte.

La gran pregunta es si queda mucho tiempo de hacerse el bobo, de aguantar el chaparrón, de ir tirando, hasta cuándo, uno, cuatro, u ocho años. La cuestión es si hay que esperar algún descalabro que se lo lleve todo, o si habrá un despertar sereno de una nueva esperanza, por ahora no prevista. Y si fuera esto segundo, convendría saber cómo contribuir a ello para acelerar que se produzca. Éste es el desafío al que ahora debemos saber responder.

ARA