No existe en el mundo ningún movimiento político completamente determinado por una sola persona. En realidad, y en todas partes, el papel fundamental a la hora de explicar el éxito o fracaso de una propuesta política lo tienen siempre las condiciones sociales, culturales, económicas y políticas. Es la base social, en definitiva, el elemento esencial de cualquier movimiento.
Ahora, dicho esto, cabe resaltar también que existen figuras humanas que, con su clarividencia y sus aciertos, aceleran el crecimiento de un movimiento hasta el punto de que pueden considerarse también determinantes. Alex Salmond era una de esas figuras únicas.
Se puede opinar lo que se quiera –especialmente a raíz de las polémicas que le han acompañado en estos últimos años–, pero nadie puede dudar de que el independentismo escocés no estaría donde está hoy sin la figura de Alex Salmond.
Él cogió el Partido Nacional Escocés (SNP) en los márgenes de la política institucional y lo supo llevar hasta el gobierno de Escocia, hasta la mayoría absoluta en el parlamento y, sobre todo, hasta las puertas de la independencia, negociando con el Reino Unido un referendo de autodeterminación que, pese a perderlo, ha hecho avanzar décadas la causa escocesa. Porque el reconocimiento absoluto de la personalidad nacional diferenciada que implica un referéndum de autodeterminación pactado y oficial sitúa a un país para siempre en otro nivel político.
Salmond lo sabía, y por eso, actuando con la decisión y la clarividencia que se espera de un líder, prefirió hacer un referéndum que todo el mundo estaba seguro de que perdería antes que evitar lo que en Londres podían presentar ante el mundo como una derrota. Él sabía que reconocer la autodeterminación es reconocer que eres una nación distinta y esto tiene un impacto que va más allá de los hechos concretos, de los titulares del día, que dura generaciones enteras. Cuando a Escocia le llegue el momento de ser independiente, Salmond ocupará un puesto de privilegio en la historia de su país. No tengo ninguna duda.
Y, más allá de Escocia, el ejemplo de Salmond puede servirnos a todos, hoy, para reflexionar sobre la importancia del factor humano, del factor personal, en el combate por la independencia de un país.
Los líderes tienen muchas ventajas: son capaces de generar una visión clara y atractiva que recoja las esperanzas y las demandas del movimiento, hacer que las ideas tomen fuerza y se difundan con mayor eficacia. Generalmente, los líderes tienen una habilidad decisiva para movilizar personas, recursos y estructuras, lo que siempre es fundamental para transformar un movimiento desorganizado en un mecanismo efectivo de acción política. Y personalizan y simbolizan el propio movimiento, por lo que facilitan la identificación de quienes quedan en la periferia.
El éxito y la importancia histórica de estos dirigentes van siempre ligados a su capacidad de entender y aprovechar las dinámicas colectivas que configuran el contexto político del momento. Pero también quedan siempre a merced de su comportamiento personal y de las polémicas o escándalos –reales o inventados– que puedan rodearlos. En el caso de Salmond, el carisma y la capacidad para encabezar y movilizar el soporte popular a la independencia fueron elementos esenciales del éxito. Y estos elementos, en la hora de su muerte, son notables por más que las polémicas que le acompañaron estos últimos años –algunas reales y muchas inventadas e interesadas– hayan afectado a su imagen pública.
A este respecto, hay que ser muy conscientes –en Escocia o en los Países Catalanes– de por qué el poder ataca a los líderes de cualquier movimiento disidente de forma tan descarnada. Y de qué ponemos en juego todos juntos cada vez que negamos a los líderes, conscientemente o no, la capacidad de serlo.
Podemos discutir, teóricamente, sobre la necesidad o no de tener líderes, sobre ese sueño eterno de la humanidad de una sociedad sin líderes –Diógenes o Protágoras, en la Grecia clásica, ya razonaban sobre ello. Pero, en la práctica, la realidad es que un país sin liderazgos reconocidos pierde claramente la capacidad de orientarse, movilizar los recursos humanos e institucionales y garantizar la estabilidad a los ciudadanos. Inacción, desorganización y, en última instancia, incapacidad de afrontar los desafíos suelen ser las consecuencias nefastas con las que choca cualquier sociedad inmediatamente cuando rechaza los líderes, cuando les niega la capacidad de liderar.
Los líderes, sobre todo, son referentes y tienen la capacidad de motivar e inspirar a la gente a actuar en beneficio del bien común. Por eso, cuando un país carece de líderes capaces de conectar con la población, existe el riesgo de que se origine desafección, apatía política o desmotivación. Y por eso la falta de un referente claro suele desmovilizar a los ciudadanos, especialmente en momentos de crisis o de grandes envites.
Y, sin embargo, ser un líder no es fácil ni simple. De entrada, porque nunca se pueden imponer a la sociedad desde fuera. Tú no puedes decir “este es el líder” y ordenar a todo el mundo seguirle ciegamente. Esto no va así. Son ellos personalmente quienes deben ganarse, a pulso el liderazgo, batallando en las situaciones más difíciles y ofreciendo luz en los momentos más oscuros.
Y aún, a pesar de ser capaces, nunca pueden esperar la aclamación acrítica de la gente. Recuerdo muy bien mi inmensa sorpresa cuando trabajé en Sudáfrica como reportero durante el final del apartheid: ni siquiera Nelson Mandela era reconocido por todos como un líder indiscutible, a pesar de la evidencia del caso, demostrada de sobra después. Ahora, existen países y países. Y la capacidad catalana –en el curso de toda nuestra historia– de destruir los líderes propios, de negarles el pan y la sal, de no querer reconocer el papel que la historia les ha otorgado, es simplemente sobrenatural, posiblemente uno de los nuestros mayores defectos.
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