El periodista y escritor Arthur Miller (1915-2005) dejó dicho que “un buen diario es una nación hablando consigo misma”. Es una buena frase que nos invita a descubrir a qué nación hace hablar cada diario consigo misma y, por tanto, cuál es la nación que contribuye a construir. Y quien dice diario, podríamos decirlo de cada medio de comunicación: de cada emisora de radio o de cada canal de televisión. Asimismo, cuando la nación a la que se hace hablar es ambigua, un medio de comunicación también desvela de qué marco de dependencia participa y del que se hace cómplice, y hasta dónde enturbia lo que debería ser una mirada autocentrada. Es en estos casos, siguiendo a Miller, cuando se deja de ser un buen medio.
Hay muchas formas de observar cuál es el grado de lealtad nacional de un medio de comunicación. Podemos tomar como referencia las prioridades en la agenda de temas que trata, o los perfiles sociales, culturales y políticos de las personas entrevistadas, o las perspectivas de quienes son invitados a opinar, o el tipo de humor que se hace… Muy particularmente, ahora que ocupan tanto tiempo, podría considerarse qué nación oímos hablar consigo misma en las tertulias. Por si no queda suficientemente claro a qué me refiero, no se trata de si el medio hace hablar a una nación encerrada en sí misma, lo de mirarse el ombligo. No: se trata de si mira y habla del mundo entero sin perder de vista desde donde lo observa. En este sentido, repito una idea que hace mucho tiempo sostengo en relación a muchos medios de comunicación catalanes: Cataluña se les hace pequeña, pero el mundo se les acaba en España.
Pero si los buenos medios de comunicación son una nación hablando consigo misma, es la publicidad –especialmente en radio y televisión– la que quizás todavía dibuja mejor la nación narrada o imaginada, dicho en términos de Benedict Anderson. Y es muy significativo que, de la publicidad, se hayan realizado tantos análisis desde el punto de vista ideológico –los sesgos de género y étnicos, los peligrosos modelos alimentarios que se anuncian, las lógicas consumistas que proponen…– pero que yo sepa, no desde el punto de vista de su lealtad nacional. Una lealtad que comienza por la lengua que usa y por la calidad con la que la emplea –tan a menudo llena de calcos castellanos–, pero también por las referencias territoriales y de paisaje, por los imaginarios a los que recurre o por los mundos que representa.
Que la publicidad es relevante lo confesaba Patrick Le Lay –con tanta lucidez como cinismo–, antiguo director general de TF1, el canal francés de mayor audiencia. En una entrevista de 2004 decía: “Hay muchas formas de hablar de la televisión. Pero desde una perspectiva empresarial, seamos realistas: fundamentalmente, el trabajo de TF1 es ayudar a Coca-Cola, por ejemplo, a vender su producto”. Para Le Lay, para que un mensaje publicitario sea asimilado, es necesario que el cerebro del telespectador esté disponible. Así que añadía: “Nuestras emisiones tienen la vocación de hacerlo disponible [el cerebro]: es decir, de divertirlo, de reblandecerlo para prepararlo entre dos mensajes. Lo que vendemos en Coca-Cola es tiempo de cerebro humano disponible”. (En Éric Dupin, ‘Une societé de chiens. Petit voyage dans le cinisme ambient’, 2006).
He aquí, pues, la pregunta que podemos hacernos: ¿cuál es la “nación que habla consigo misma” que los medios suministran a nuestro cerebro a través de la publicidad? Si la publicidad construye emociones colectivas, estimula sentimientos de pertenencia, disemina modelos y expectativas de vida, si es también un instrumento de cohesión fundamentado ofreciendo una adhesión compartida a unos afanes de consumo, a unas esperanzas de felicidad, todo esto, ¿sobre qué nación se construye? ¿En qué lealtades nacionales se construye la publicidad? Que no se diga que la publicidad carece de patria. Basta con haber visto canales de televisión extranjeros para comprobar que los lenguajes de la publicidad son locales, incluso cuando venden productos digamos globales. Y, ciertamente, no hay que esperar demasiada coherencia porque varios son los públicos a los que se dirige y quiere convencer. No es lo mismo querer vender bolsas Vuitton a cuatro aficionados a la vela que vender pizzas a buen precio a miles de familias de clase popular. Por eso es posible que no vendan a todo el mundo exactamente la misma patria. Sea como fuere, y en resumen, sugiero que apliquemos la frase de Miller a la publicidad para saber qué nación habla consigo misma en los anuncios que, con el cerebro bien ablandado, nos sirven los medios de comunicación. No sólo para saber si hay buena o mala publicidad, sino por descubrir uno de los mecanismos más sutiles de adoctrinamiento patriótico.
EL PUNT-AVUI