El éxito de las luchas de liberación nacional radica en el acierto de aprovechar las oportunidades de la historia
Las élites políticas catalanas se encogieron ante la fuerza y el potencial de la movilización popular
El contexto internacional ofrece perspectivas muy escasas para las naciones sin Estado
En su histórico discurso ante el Congreso de Estados Unidos el ocho de enero de 1918, el presidente estadounidense Woodrow Wilson formuló sus célebres “catorce puntos”, donde afirmó la libre determinación de los pueblos como una de las bases sobre las que era necesario construir la paz en Europa entonces devastada por la Gran Guerra. Se trataba de la primera ocasión en la que el líder de un Estado soberano se hacía suyo un principio que durante décadas había sido pregonado por movimientos de liberación nacional y por teóricos del socialismo desde Karl Marx hasta Vladímir Lenin, supeditándolo, en el caso de éste, a los intereses de la revolución proletaria y del naciente Estado soviético después.
La ola de independencias desatada a raíz de la derrota de los imperios centrales en 1918 y del derrumbe del imperio ruso hizo que el número de estados independientes en el continente pasara de 24 a 33, la mayor parte de los nuevos surgidos en la Europa central y oriental. Dos décadas después, el estallido de la Segunda Guerra Mundial y las invasiones y anexiones territoriales que se produjeron por parte de las fuerzas del Eje, pero también de la Unión Soviética, volvieron a poner sobre la mesa la necesidad de vindicar el derecho a la autodeterminación de los pueblos. El 8 de agosto de 1941, Franklin D. Roosevelt y Winston Churchill firmaban la Carta Atlántica a bordo del buque de guerra USS Augusta, donde, entre otros puntos, declararon que este derecho debía ser uno de los preceptos sobre los que se debía construir el orden global de posguerra. Esta declaración influiría de forma determinante en la carta fundacional de Naciones Unidas de 1945, donde la inclusión de la autodeterminación en el artículo primero hizo que, al menos formalmente, se convirtiera en uno de los principios rectores del ordenamiento jurídico internacional. Durante las décadas posteriores, los principales beneficiarios serían especialmente los territorios colonizados por los imperios británico y francés, en muchos casos pasando por cruentos conflictos armados.
En el contexto de guerra fría, la autodeterminación fue incluida como un principio básico tanto en el Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos de Naciones Unidas como en el Pacto Internacional de Derechos Económicos, Sociales y Culturales, en 1966. Una década más tarde, lo fue también en el Acta Final de Helsinki de 1975, texto fundacional de lo que después se convertiría en la Organización para la Seguridad y la Cooperación de Europa (OSCE). Con la disolución de la URSS y Yugoslavia a principios de los años noventa, tuvo lugar la que hasta ahora ha sido la última oleada de independencias en el continente. Los casos de Montenegro en 2006 y de Kosovo en 2008 fijaron la cifra de estados soberanos europeos en el medio centenar.
A pesar del progreso histórico que representó la incorporación de la autodeterminación al derecho internacional contemporáneo durante el siglo XX, los actos de secesión no los crea el derecho internacional. Ni antes, ni ahora. Durante siglos se produjeron independencias exitosas de territorios pertenecientes a antiguos imperios, como las de los Países Bajos en 1648, Portugal en 1668, Estados Unidos en 1783, Grecia en 1830, o la mayor parte de los países latinoamericanos durante el siglo XIX. Fueron muchos los pueblos que se rebelaron sin éxito en varias ocasiones a lo largo de ese mismo siglo, como el polaco, en su caso ante la opresión prusiana, austríaca y rusa. Tanto antes de 1945 como con posterioridad, el éxito o fracaso de las luchas de liberación nacional ha venido dado en gran medida por la capacidad de aprovechar las ventanas de oportunidad que presentaba la historia y de explotar en favor propio los factores fuera del control del movimiento como el contexto regional y global, el papel y los intereses de las grandes potencias o todos aquellos eventos imprevisibles que se podían ir produciendo.
Los movimientos de independencia no crean de la nada las condiciones fundamentales que contribuyen a su éxito. Sin embargo, pueden aprovechar los momentos más propicios que les puede presentar la historia. Así, la capacidad de evaluar y juzgar el contexto internacional de forma adecuada y ponerlo al servicio de los intereses del movimiento ha sido una de las cualidades fundamentales de todo liderazgo efectivo. De la misma forma, lo ha sido también saber contribuir a dotar al movimiento de una determinación que lo haga creíble en cuanto a su proyección internacional, y entender el lenguaje y los mecanismos con los que opera el poder, tomando plena conciencia de estos a la hora de ejercerlo.
El terreno de los procesos de autodeterminación es y ha sido siempre el de los hechos consumados, donde se da una clara dependencia entre la vertiente interna y la externa. Una vez declarada la independencia, el despliegue de estructuras que permitan el control total o parcial del territorio de forma inmediata es un requisito en sí mismo, así como una condición primordial para conseguir cualquier tipo de reconocimiento o apoyo internacional. Tres décadas atrás, ésta fue la forma de actuar en procesos de independencia exitosos como los de los países bálticos o Eslovenia, donde se impusieron la supremacía de una legalidad y de una legitimidad propias por la vía de los hechos, y donde la capacidad de resistencia y de resiliencia institucional y civil tuvieron, de formas diferentes, un papel primordial.
Reconocimiento internacional
Se trata, en otras palabras, de expresiones de voluntad colectiva llevadas a la práctica hasta sus últimas consecuencias, generando situaciones de soberanía ganada ‘de facto’. Así, toda reclamación de reconocimiento internacional de acuerdo con el derecho a la autodeterminación de los pueblos se construye, en primer lugar, por medio de un estado de las cosas favorable, una vez una nueva entidad estatal ha logrado el control efectivo sobre un territorio y una población, o al menos, en una situación de disputa a través del conflicto. Es sólo a través de los hechos consumados, o la disposición a asumirlos, como pueden modificarse los incentivos de los actores externos. Son los escenarios ‘de facto’ los que permiten generar situaciones ‘de iure’ para consolidarlos y legitimarlos internacionalmente, nunca a la inversa.
Durante la última década, el pueblo catalán ha sido capaz de construir su movimiento de independencia más poderoso de los últimos tres siglos. Al menos, lo que fue capaz en otoño de 2017 de poner en cuestión de forma más seria la aparente intocable unidad territorial del Estado español. En nuestro país, las élites políticas se arrugaron ante la naturaleza de la fuerza y el potencial de la movilización popular que se despertó siguiendo el curso de los acontecimientos. En lugar de potenciarla y aprovecharla, desde el instante en que ésta vivió su momento más álgido a principios de octubre de 2017 ejercieron de principales agentes de la desmovilización, apaciguando las masas en una forma similar a la que décadas atrás había sido descrita por el pensador de los estudios decoloniales Frantz Fanon. Siete años después del inicio de la gran retirada, no sólo el movimiento catalán de liberación sino también el país entero atraviesa una desafección política histórica, y un profundo sentimiento de desencanto.
El mundo se ha endurecido desde aquellos hechos. La agresión rusa a gran escala contra Ucrania ha puesto el continente en jaque, los desafíos climáticos y demográficos se agravan, y el advenimiento de una creciente inestabilidad global y de una multipolaridad en la que ganan fuerza los polos autoritarios dibujan perspectivas muy flacas para las naciones sin Estado. El cierre de filas que vive Occidente representa, a priori, un descalabro geopolítico para las legítimas aspiraciones de autodeterminación.
Los consensos liberales de posguerra viven un claro retroceso, y el orden jurídico internacional que se derivó se encuentra en proceso acelerado de desmontaje. Como alumnos más aventajados de la ola de optimismo que inundó Occidente después de la guerra fría, haciendo bandera de la idea de “fin de la historia” y, por tanto, de los conflictos, a los catalanes el momento presente nos ha cogido a contrapié. La debilidad cultural del independentismo del último ciclo radica también en el hecho de haberse construido sobre lo que el filósofo Michael Walzer llamó “valores finos”, es decir, por haberse construido sobre la idea de que, en realidad, “esto iba de democracia” y no de supervivencia nacional, del legítimo derecho a ser y a proyectar la propia existencia hacia el futuro. El despertar ha sido amargo. No sólo en lo que se refiere a las aspiraciones de libertad, sino también para darnos cuenta de que elementos nucleares de nuestra identidad que habíamos dado por garantizados, como la lengua, se encuentran en situación de riesgo existencial. Para constatar cómo la catalanidad se diluye y se minoriza por la aceleración de las tendencias globalizadoras y de los cambios demográficos que ocurren en un territorio sin capacidad de autogobierno ni autonomía para desarrollar políticas de preservación nacional.
Toda reconstrucción del movimiento pasa por recoger e integrar la oscuridad de los tiempos históricos que atraviesa Europa y el mundo como única forma efectiva de volver a conectar con la época presente. Volviendo a una idea nacional fuerte sobre la que construir, que acabe con la gravedad existencial del momento y sitúe la propia supervivencia en el centro de forma inseparable a todos los desafíos económicos, sociales y ecológicos, defendiendo la nación catalana, la lengua, las tradiciones y la cultura nacional como la columna vertebradora de la sociedad. Entendiendo la necesidad de autodeterminación y soberanía por encima de todo como instrumento que nos permita preservar y proteger de la atávica pulsión etnocida del españolismo los elementos que constituyen nuestra identidad. Una construcción nacional actualizada, tanto explícita como banal, que nos vincule con los referentes del pasado, con la materia prima del hilo de la continuidad histórica. Que rechace el recurso al odio y tenga vocación inclusiva e integradora. La alternativa no sólo es la dependencia, sino una lenta pero inexorable disolución colectiva. Es también el único camino verdaderamente transitable si Cataluña quiere seguir aspirando a algún día engrosar las filas de las independencias que han llegado a lograrlo.
1945 es el año en la que se aprobó la Carta Fundacional de Naciones Unidas, que incluye el derecho a la autodeterminación.
‘Purga’
Autora: Oksanen Sofi
Editorial: La Magrana (2011)
Páginas: 368
Drama protagonizado por dos generaciones de mujeres de Estonia que recorre la historia del país desde la Segunda Guerra Mundial hasta la independencia de la URSS, en los noventa.
‘Kurdistán. El pueblo del sol’
Autor: Jordi Vázquez
Editorial: Tigre de papel (2015)
Páginas: 384
Recorrido por la historia política del Kurdistán, en especial el período contemporáneo y las múltiples luchas y revueltas contra los diferentes estados que le han querido hacer desaparecer.
‘Salvajes y hombres’
Autora: Annelise Heurtier
Editorial: Labrador Editores (2024)
Páginas: 244
Novela histórica protagonizada por un joven canaco en los años treinta del siglo pasado que denuncia el colonialismo francés y su absoluta deshumanización.
‘The Dragon in the Land of Snows’
Autor: Tsering Shakya
Editorial: Penguin Books (2000)
Páginas: 608
Historia del Tíbet moderno desde 1947, que incluye la invasión china, la resistencia tibetana y la política internacional en la región.
EL PUNT-AVUI