Fortunato Agirre
“No lo pude salvar…” y Manuel Irujo, el león de Nabarra, se llevaba las manos delgadas de pianista y escritor que también fue, a la frente despejada e inteligente que fue la suya, y sus claros ojos se empañaban en lágrimas amargas que el tiempo no lograba rebajar, recordando sus obras de salvamento de miles de personas, pero no pudo rescatar la de su amigo y alcalde, Fortunato Agirre. Con quien desfiló por las calles de su Lizarra natal en favor del Estatuto Basko Nabarro, en los años treinta del siglo XX, creyendo de buena fe y mucha esperanza, que se podía palpar el cielo con las manos y transformar los viejos sueños baskones en nuevas realidades. No fue posible, acontecido el golpe militar de julio de 1936, Fortunato Agirre fue detenido y encarcelado, condenado con la frase que se escurrió en los ánimos amedrentados por el poder de las armas, que no de la ideología… “ni San Miguel te salva”. Fusilado en la tapia del cementerio de Tajonar, abandonando su cuerpo a la avidez de las aves carroñeras. Por ellas fue encontrado, ante la extrañeza de su presencia, por un pastor. Descubierta su identidad por su anillo de alcalde aferrado a sus dedos, se advirtió del hecho doloroso a su esposa Elvira. Agirre no era tan solo un alcalde honorable de Lizarra, sino burukide de EAJ / PNV Nafarroa, denunciante sagaz a la autoridad correspondiente que no le hizo caso, de la extraña presencia de hombres armas en Iratxe, lo cual facilitó el golpe de estado. Agirre estuvo en la fundación del CA Osasuna y de la ikastola de Lizarra. También llevaba su empresa de coches, que le fue decomisada. Le quitaron vida y bienes, pero no pudieron restarle valor ni validez.
Desgarra mis recuerdos la voz de Elvira Ariztizabal, cristalina como el rumor de una fuente, que me fue contando hace ya más cuarenta años los sucesos de los otros cuarenta anteriores. Los fue desmenuzando uno a uno y por primera vez en voz alta, en la entrevista que me concedió desde su dolor y fidelidad, desde su indefensión de mujer que dio a luz sus hijas gemelas al mes de la muerte de su esposo, de la crianza de los cinco hijos de ambos, de la dificultad de vivir en un pueblo donde los enemigos hablaban y los amigos callaban. Sembrar el terror, dictaminó Mola, y se hacía cierto en Lizarra, en Nabarra entera, que sin atinar a asumir el número de sus 3.600 muertos, los lloraba sin poder pronunciar sus nombres.
En aquella entrevista sentí el impulso respetuoso de besar las manos bordadoras de Elvira Aritztizabal quien desgranaba con inquebrantable pero dulzura voz, firme sonrisa con reflujo humanitario e inquebrantable fidelidad, la historia del padre de su hijos y alcalde de su Lizarra. De quien destacaba su proyección impecable en la función pública que desempeñó con rigor sin desviar los temas, y los recondujo. No agrió las relaciones humanas, las conformó en un sentir popular de bonanza. Se adelantó a su época pues no retrocedió como lo hicieron sus verdugos exponentes del odio y la persecución más válidos a sus fines que el entendimiento y el perdón. Agirre creía en la palabra oportuna como factor de convencimiento y fluir de ideas, no como imposición de razones egoístas. Elvira hablaba de la historia de su esposo y alcalde, transmitiendo veracidad y concordia. Ajena a la petulancia que pudo darle el reconocimiento que obtuvo. Amaba a Euskadi como una realidad y mantenían la fuerza de esa emoción en su conducta. Que fue el hijo de de Fortunato y Elvira el que rompió el silencio mantenido sobre el txistu en Lizarra mediante un decreto infame. La música alegre apagando el aullido del terror.
Cada año recordamos al alcalde de Lizarra, el alcalde que tuvimos todos. Cada año lloramos su muerte, pero también somos participes de su resurrección, en el cementerio de Lizarra donde reposa por la eternidad, salvado por Elvira de su ida al Valle de los Caídos en Madrid. Sigue con nosotros porque su causa fue justa y su acción altruista. Quienes le mataron usaron armas que él, hombre de bien, ignoraba. Quienes le infamaron pronunciaron sentencias que él, hombre de palabra, desconocía. Quienes aullaron sobre su persona han resultado no ser no solo verdugos, sino gente equivocada en su terrible propósito de imponer ideas y asegurarse poder. Matando a un inocente advirtieron lo que venía a la Europa de ese tiempo, un fascismo atroz, y al exilio interno y exterior de nuestro pueblo, al oprobioso silencio que nos cubrió en cuatro décadas de terror.
No sabemos cuáles pudieron ser los últimos pensamientos de Fortunato en el descampado de Tajonar, mirando aquel cielo que presidía su matanza, escuchando las voces de quienes al cometer el crimen trataban de ahuyentar la culpa. Pero de acuerdo a su vida y lo que transmitió a su familia, cabría en su corazón el perdón, la confianza de que su muerte no era vana. Que habría un retorno a los valores cívicos que él encarnaba, que su familia y su pueblo llevarían adelante con ejemplaridad, la fuerza y la convicción necesarias para recuperar el nombre y la voz de un pueblo en democracia.
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