‘Malestar’ es la palabra que mejor define el sentimiento del ciudadano ante la política. Tiene que ver con la desconfianza que nace de la incoherencia en la acción política y del lenguaje ininteligible con el que se pretende disimular su inconsistencia. Tiene que ver con la convicción de que los gobiernos han perdido el control sobre las grandes amenazas del día a día. Y todo ello, vivido en un marco de angustiosa incertidumbre por lo que nos espera y de insostenible debilitamiento del vínculo social.
Hay que darse cuenta, sin embargo, de que lo que caracteriza un estado de malestar es que no expresa de manera clara qué lo causa. Los diccionarios definen el malestar como una indisposición, una incomodidad imprecisa que altera la tranquilidad y el confort, de síntomas indeterminados. Y justo porque el malestar es molesto, irritante, se busca obsesivamente una explicación, la que tengamos más a mano, la más simple y que nos encaje más fácilmente, aunque sea equivocada.
Estoy pensando en las razones que se dan al crecimiento de la extrema derecha. Así, se considera que la xenofobia es una causa del malestar que lleva a votarles. En cambio, yo creo que la xenofobia no es la causa del malestar sino una forma imprecisa de expresar razones más de fondo. ¿Y la islamofobia? Tampoco creo que sea lo que lleva a buscar el remedio en la extrema derecha, sino que sirve para enmascarar las causas reales de un malestar que tiene otros orígenes. O tomamos el caso del malestar causado por la percepción de inseguridad ciudadana, que siempre exagera los hechos delictivos reales, lo que sugiere que también tiene razones más profundas.
En todos estos casos, además, la atribución de una causa errónea al malestar no sólo no lo apacigua, sino que lo exacerba. Si lo que parece justificar la xenofobia es la falta de integración del extranjero, lo que hace es levantar aún más las barreras a esta incorporación. Si la islamofobia quiere denunciar el atentado a los valores de una laicidad republicana, esta actitud no hace más que exasperar la reacción de quienes se refugian en ella. ¿Y qué hace la percepción exagerada de inseguridad ciudadana, sino incrementar el malestar induciendo a la gente a contratar alarmas y a llevar cuchillos por la calle por si acaso?
Es por esto por lo que no creo que el odio sea la causa de un malestar social inespecífico, sino una manera de expresarlo. Por eso el combate del malestar no debe confundir las consecuencias con las causas porque, en el mejor de los casos, mostrará su nula efectividad, y en el peor provocará justo lo contrario de lo que pretendía.
¿Y qué debería hacerse? Desde mi punto de vista, dos cosas. La primera, no enmascarar la realidad fáctica con buenismos bienintencionados que no hacen otra cosa que aumentar la desconfianza en la política. Para entendernos: las migraciones masivas y aceleradas sí crean dificultades. Lo que no puede ser es que si desde las administraciones no pueden o saben atender, se niegue que existen. Y si determinados predicadores defienden la sumisión de la mujer al hombre, es necesario denunciarlos. (¡Cómo me gustaría saber qué se predica en los oratorios y mezquitas, o en cualquier otro centro religioso de cualquier confesión!) Y, además, si hay problemas de seguridad ciudadana, pues máxima transparencia. La condescendencia y la sobreprotección es la más autoritaria de las actitudes y la que provoca mayor indefensión entre víctimas y victimarios.
Lo segundo es ir a la verdadera raíz del malestar, y no a su expresión equívoca. Pongo también un ejemplo. El pasado domingo, Jordi Galí publicaba en este diario un excelente artículo: «Economía catalana: decir la (cruda) realidad» (1). Galí explicaba que mientras nos ponemos medallas por un crecimiento del PIB superior al de otros muchos países, de hecho, el PIB per cápita en Cataluña desde 2000 está a la cola de toda la OCDE, con un 0,46% de crecimiento medio, ocho posiciones por detrás de España. ¿Por qué? Porque nuestro modelo es de «crecimiento extensivo», sin ventajas para el ciudadano medio que tiene los ingresos reales estancados de hace años. Un crecimiento que se consigue por la importación de mano de obra de baja cualificación, con graves consecuencias sobre las tasas de paro, los problemas de vivienda, la expulsión del talento juvenil, la presión sobre los recursos naturales, los resultados en el sistema educativo y sanitario y, por supuesto, en el uso del catalán. Esto es decir la realidad.
Es por ahí donde hay que buscar las causas reales –entre otras muchas más– del malestar social y en la política, y no querer combatirlo erróneamente con acusaciones moralistas que se puedan resolver con sermoncillos culpabilizadores de propaganda institucional.
(1) https://es.ara.cat/economia/macroeconomia/economia-catalana-decir-cruda-realidad_129_5162005.html
ARA