Una de las cosas que me quedaron más claras al leer la extraordinaria biografía de Winston Churchill publicada por Roy Jenkins en 2001 es que tanto en la esfera política como en la militar, e incluso en la personal, las victorias y las derrotas siempre son relativas. En efecto, una victoria o una derrota no son exactamente hechos, sino más bien interpretaciones acomodaticias de hechos. Por supuesto, cuando estas lecturas de la realidad van más allá de lo razonable debemos hablar de autoengaño, de cinismo o de ambas cosas a la vez. Si me lo permiten, les resumiré un viejo cuento chino que tiene varias variantes. Un hombre llega a un pueblo y le regala un imponente caballo blanco al primer joven que se encuentra por la calle. Todo el mundo dice «¡Qué suerte!», pero un viejo añade: «Ya veremos». Al cabo de unos minutos el joven cae del caballo y se rompe una pierna. Todo el mundo exclama «¡Qué mala suerte!», y el anciano sentencia: «Ya veremos». Y, en efecto, llegan unos soldados que reclutan obligatoriamente a todos los jóvenes sanos para ir a la guerra. La gente dice «¡Qué buena suerte ha tenido!», y el viejo remacha de nuevo: «Ya veremos». Etcétera.
Hace unos días, al día siguiente de la Diada, pensaba en eso de las victorias y las derrotas. Escuché y leí justificaciones poco o nada creíbles, fraseologías de estas que segregan tanto a los partidos políticos como a las organizaciones que actúan igual que éstos pero sin tomarse la molestia de presentarse a las elecciones; dejémoslo aquí. El enorme bajón del número de manifestantes hizo aflorar una explicable y a la vez incómoda sensación de derrota por parte del independentismo, pero que no iba acompañada de una euforia simultánea por parte de un españolismo que creía estar sufriendo también, aunque que por otras razones, una grave derrota (amnistía, financiación, etc.). Los únicos que parecían relativamente satisfechos eran los socialistas catalanes (pero no los españoles, salvo los miembros directos del gobierno de Pedro Sánchez). ¿Cómo podía ser, pues, que los supuestos vencidos y los supuestos vencedores compartieran una misma sensación de derrota? ¿Cómo se explicaba que tanto quienes aplicaron el artículo 155 de la Constitución como quienes fueron su objeto vivieran su situación actual como un fracaso histórico? ¿Cuál es el sustrato común de estas supuestas derrotas cruzadas?
Probablemente, unas expectativas tan maximalistas como irreales. Mucho se ha hablado del independentismo mágico, pero no mucho del constitucionalismo mágico. Consiste en creer que un documento redactado a finales de la década de 1970 contiene una especie de poderes sobrenaturales que permiten resolver todos los problemas políticos por el simple hecho de blandir el libreto en un hemiciclo. Magia en estado puro. Sin embargo, resulta que la propia Constitución que faculta para aplicar el artículo 155 sirve también para hacer parlamentariamente legítimas (y decisivas) las voces minoritarias del independentismo que provocó la aparición en escena de dicho artículo… quien se parece más a un catalán que vio frustradas sus aspiraciones independentistas en 2017 es un español de 2024 que ahora contempla cómo las decisiones de su gobierno están del todo condicionadas… ¡por los protagonistas de aquella supuesta derrota! Todo ello resulta paradójico y es vivido por ambas partes en conflicto como un drama. La diferencia es que unos sobreactúan de una forma y otros de otra: los consensos gestuales y las tradiciones escénicas pesan -entrar y salir sorprendentemente de un escenario, por ejemplo, tal y como presenciamos hace poco, tiene mucho que ver con los ‘Pastorets’ (1)-.
Si en 2017 todo este asunto tenía una innegable dimensión épica, ahora empieza a adquirir un aire crepuscular y repetitivo de batalla perdida y alargada artificialmente hasta la extenuación. No ha habido ningún cambio de liderazgo significativo, ni ninguna idea nueva e interesante. Por parte del constitucionalismo mágico, menos aún. Pero no nos engañemos: no se trata en modo alguno de un empate, porque no es lo mismo disponer, entre otras muchas cosas, de los jueces, la Guardia Civil y la Comisión Europea que no disponer de ellos. Tampoco debemos albergar fantasías en relación con la posibilidad de un consenso político real y estable a corto plazo. Implicaría renuncias mutuas inasumibles por ambas partes, precisamente porque considerarían –quizás con razón, o quizás no– que son un nuevo agravio, una derrota que se añade a la anterior. ¿Cómo acabará todo esto? Me despido cómo empecé, con la lacónica sentencia de aquel abuelo del cuento chino que, conocedor del carácter imprevisible de los acontecimientos, va repitiendo: «Ya veremos».
(1) https://es.wikipedia.org/wiki/Los_Pastorcillos
ARA