Un argentino en Andorra la Vella es tan argentino como un argentino en Alacant. Un canadiense en Les Escaldes es tan canadiense como un canadiense en Sant Cugat. Un senegalés en el Pas de la Casa es tan senegalés como un senegalés en Elna. Un pakistaní en Engordany es tan pakistaní como un pakistaní en Palma. Y, sin embargo, el martes, el argentino de Andorra la Vella, el canadiense de Les Escaldes, el senegalés del Pas de la Casa y el pakistaní de Engordany actuaron de manera muy distinta. Todos se conectaron a su ordenador para conseguir una plaza en los cursos oficiales de catalán que ofrecía el gobierno de Andorra. Al cabo de diez minutos, ya no quedaban muchas plazas, y al cabo de media hora, ninguna. Como entradas para un concierto de Taylor Swift.
La lengua, el catalán, es la misma en Andorra la Vella que en Alacant, en Sant Cugat, en Elna y en Palma. Lo que no es igual es el poder político.
Andorra es un Estado independiente y legisla sobre la lengua con el poder que le da ser un Estado. Ya lo había hecho en el pasado –tres veces desde la ordenación del Consell General, en junio de 1938–, pero ahora lo ha hecho con más contundencia que nunca, aprobando una ley que no sólo obliga a entender el catalán sino a hablarlo en la esfera pública. Si quieres ser camarero, dependiente de una tienda o monitor de esquí, por decir algo, tendrás que demostrar que sabes el catalán mínimo e imprescindible para realizar tu trabajo. Porque tan sólo así, cuando alguien se te dirige en catalán, estará seguro de que no será discriminado. La ley andorrana, por supuesto, es un faro para el país entero, un camino a seguir no sólo para evitar una minorización aún mayor de nuestra lengua, sino, sobre todo, para recuperar el modelo demográfico catalán, que de siempre ha estado basado, más que en una gran natalidad, en la capacidad demostrada de catalanizar a quienes llegan.
Pero para ello es necesaria la independencia. Y un Estado propio. Y voluntad política, después. Y clarividencia: que en Andorra nadie traga esta estupidez según la cual el castellano –y curiosamente sólo el castellano– también es una “lengua catalana”.
Por eso, cualquier otra solución que no sea un Estado es un parche inservible. Una trampa. Un entretenimiento para ir tirando y sobrevivir. Las autonomías y sus estatutitos no nos valen, esto está más que demostrado. Y ésta es, pues, una razón más para reanudar el camino allá donde estábamos en 2017. O todo o nada. O independencia o muerte. Acomodarse al terror español y pensar que existen caminos posibles que no pasan por la secesión es un error monumental, pero sobre todo es una pérdida de tiempo miserable.
Y, por si fuera necesario, ahora nos lo recuerdan los extranjeros que viven en Andorra, agotando en diez minutos todas las ofertas para dar clases de catalán.
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