Mazón y la paella de los Països Catalans

La denominación Països Catalans -y todo lo que cuelga de ella, que puede ser variado y a gusto del consumidor- es tan loable, asumible, criticable o rechazable como cualquier otra. Aún ahora, más allá de nombres oficiales, corre la tinta entre despistados sobre las diferencias entre Holanda y Países Bajos. ¿Qué significa exactamente Països Catalans? Quien ajustó e intentó articular esta denominación -que tenía algún precedente histórico- fue Joan Fuster en el atrevido, esclarecedor y descarado opúsculo ‘Qüestió de noms’ (‘Cuestión de nombres’).

Para Fuster, los Països Catalans eran una nación, una pero diversa. Obviamente. Porque, de lo contrario, no era necesario utilizar el epíteto en plural. El propio ensayista lo explicó varias veces, después de aquel libreto, en entrevistas y otras aclaraciones. Pero donde Fuster veía una nación plural, que él quería en proceso convergente, otros han visto, por ejemplo, sólo una comunidad lingüística.

Sin dramatizaciones, los proyectos nacionales -los proyectos políticos- mientras sean proyectos son propuestas. Y como propuestas deben ser tratados. Si es posible, en un debate sereno y civilizado.

La ‘nación’ de Fuster, por ejemplo, no es la ‘nación’ de Joan Francesc Mira, que en ‘La nació dels valencians’ (‘La nación de los valencianos’) formula otras hipótesis y marca interesantes separaciones entre nación histórica o política, por un lado, y lingüística y cultural, del otro. Si Fuster es la fuente primigenia y ya lejana del actual valencianismo político, Mira es su referente más inmediato, con el que se identifica más.

Cierto es que el topónimo en cuestión ha sido, desde que entró en escena -más bien, en litigio-, una fuente de conflictos y problemas que ha tenido un alto coste político para el valencianismo. No es extraño, por tanto, que gran parte de los nacionalistas valencianos, por muy catalanistas que se puedan llamar, prefieren no enarbolarlo, y que se haya reducido su uso a unas entidades y a unos partidos mayoritariamente del Principado, siguiendo la misma terminología fusteriana.

No en vano. La acusación «catalanista» o «panca» -equivalente a valenciano traidor o vendido en la jerga anticatalana al uso- ha tenido un rédito político importante según el momento. El anticatalanismo valenciano -también conocido, quizá de manera excesivamente simplificada, como ‘blaverismo’ (por el ‘blau’ -azul- en la ‘senyera’)- empezó a tomar forma -la forma definitiva en la que se ha dado a conocer en estas últimas décadas- durante la transición.

Hay varios expertos -los hay para todos los gustos-, algunos muy solventes, que han considerado el artículo “La paella dels Països Catalans“ («La paella de los Països Catalans») -firmado por Manuel Broseta y publicado en ‘Las Provincias’ el 23 de julio de 1978- como el punto de inflexión del giro de la derecha local y del propio diario en la cuestión nacional valenciana. En 1972 había llegado al único diario de propiedad privada que sobrevivió a la guerra y al franquismo una nueva subdirectora, María Consuelo Reyna, procedente de una de las ramas de la familia propietaria.

La nueva subdirectora -directora, de hecho-, joven e impregnda ligeramente de los nuevos aires políticos, intentó modernizar y valencianizar -solo suavemente- el rotativo. Hacia finales de 1977 todo esto cambió. Y la propia Reyna y el propio Broseta -entonces ya referente dentro de la Unión del Centro Democrático de Adolfo Suárez- decantaron el diario hacia posiciones mucho más reaccionarias, antivalencianistas y anticatalanas. Ambos vieron en aquel momento el anticatalanismo como una maniobra que podía resultarles útil.

Si Manuel Broseta publicaba en 1978 el breviario básico del giro de la UCD y activaba el anticatalanismo sobre todo en Valencia y en las comarcas vecinas, María Consuelo Reyna certificaba el fallecimiento de lo que algunos habían bautizado como “la primavera de Las Provincias” con un nuevo artículo propio publicado el 24 de mayo de 1980 con el siniestro titular “Adiós al País Valenciano”.

En estos dos textos -en estos dos epitafios- está condensada toda la doctrina y toda la mala leche que va definido el anticatalanismo valenciano durante décadas. Y aquí anticatalanismo equivale a decir españolismo autóctono. Parafraseando a la inversa a Joan Fuster, los nacionalistas españoles en el País Valenciano se pueden decir bien pagados: “Ser anticatalanes es nuestra forma de ser españoles”. Los lectores que se quieran doctorar pueden leer los textos impecables sobre el fenómeno que han publicado Francesc Viadel y Vicent Flor. O las interesantes aportaciones en este ámbito de Alfons Cucó.

El anticatalanismo ha hecho daño, mucho daño, al País Valenciano. Ha sido el banderín, la corneta y el tambor para provincianizarlo, para desvalencianizarlo en las últimas décadas. No se entiende la derecha valenciana sin ese recurso y patología. No se entiende tampoco el nivel de castellanización de la sociedad valenciana actual sin un conflicto en el que el discurso hegemónico convirtió a los valencianos que querían sobrevivir como tales en renegados, traidores y quintacolumnistas de un peligro catalán que haría reír si no hubiera hecho llorar tanto.

Mientras el PSOE -mucho antes- y el nuevo valencianismo político ahora agrupado en Compromís -más tarde- han ido abandonado banderas y sorteando un debate nacional que consideran que les perjudica, el Partido Popular todavía hace uso del anticatalanismo de forma recurrente. Sólo cuando le interesa. Los populares no recurren ahora tan a menudo a la patología nacional que los identifica quizás porque consideran que ya no lo necesitan tanto, porque con el españolismo rampante ya les basta. Es el caso de VOX, que gallea españolismo desbocado y sólo atiza el anticatalanismo como reflejo autóctono de lo que hace en Madrid su matriz. Del regionalismo folclórico al que recurría el anticatalanismo en los años setenta, en VOX ya no quedan ni las cenizas.

Fue Eduardo Zaplana, cuando llegó a la presidencia, quien trató de quitar gas a la bandera anticatalanista. Tenía otras y, además, el acuerdo entre José María Aznar y Jordi Pujol le recomendaba no atizar excesivamente un fuego que podía ser contraproducente y que quedó reducido a las brasas. Zaplana era un pragmático. Poco amigo -o enemigo- de las banderas y muy amigo de las comisiones.

El actual president de la Generalitat valenciana, Carlos Mazón, proviene de esa escuela. La escuela zaplanista. Además, es alicantino y en Alicante ciudad el anticatalanismo queda lejano. No es un recurso útil por completo. Por desgracia, a veces hace más daño y duele más el antivalencianismo. Valencia es un peligro como recurso mucho más cercano y efectivo en Alicante que Cataluña. Mazón es un posibilista que, como Zaplana, juega con otras banderas y banderines. Y sin embargo, el president, que nunca se suele expresar en valenciano, ha sorprendido últimamente con algunas fintas que podrían parecer de sobra.

Durante las fiestas de Gràcia una pancarta quitó el sueño al presidente valenciano. Firmada por Arran, proclamaba: “Bienvenidos a la villa de Gràcia. Esto es España. Somos Países Catalanes”. Una pancarta más en la Gràcia bulliciosa de agosto puede tener tanto eco como un anuncio de turrón de Jijona en las fiestas de Sants. Pero esta vez alguien quiso multiplicar su efecto. Carlos Mazón utilizó el apoyo que le brinda Elon Musk para recuperar el credo de Manuel Broseta: “Exijo a las autoridades catalanas la retirada inmediata de este insulto supremacista. Los països catalans ni existen ni existirán. Si no respetáis nuestro Estatut, no respetaremos el vuestro. Es así de sencillo. En la Comunidad no nos arrollidamos”.

En este breve texto están apiñados todos los puntos doctrinarios del anticatalanismo que Broseta definió en 1978 en ‘Las Provincias’ -ahora ya no hace falta ‘Las Provincias’ porque hay Twitter-: una ‘conjura’ catalana, una ‘intromisión’ intolerable, un ‘supremacismo’ -antes lo llamaban ‘colonialismo’- inadmisible, un ‘delirio’ execrable -“cáncer”, según lo habían definido los partidarios de Blasco Ibáñez y, décadas después, Fernando Abril Martorell-, una ‘agresión’ maligna, una ‘amenaza’ diáfana y una voluntad de resistencia al estilo, más que saguntino, numantino.

«Los valencianos no nos rendimos», proclama Carlos Mazón. A ojos de sus antepasados, poco se podían rendir los valencianos a los catalanes, contra los que nunca combatieron. La única rendición real, ahora aceptada y asumida como virtud por el president y por quienes le votan, es la que denunciaba el padre Jerónimo Porcar a raíz de las Corts de Montsó (Cortes de Monzón) en 1626, cuando consideraba a sus compatriotas “locos” y “flojos” por haber «vendido y perdido y traicionado la tierra» contra un rey que tenía muy poco de catalán.

No se entiende por qué un pragmático como Carlos Mazón -último eslabón de la cadena cínica que inició Eduardo Zaplana- debe hacer uso del anticatalanismo cuando, a poco que se fijara, entendería que ya no es necesario. En todo caso, sin novedad en el frente. Casi cincuenta años después, Mazón debe considerar que esta indecencia aún le es útil.

EL MÓN

President Mazón: somos valencianos, exactamente, porque somos catalanes

Vicent Partal

VILAWEB

28.08.2024 –

«Ser valenciano» era simplemente inconcebible antes de la conquista catalana. Es nuestra llegada, la llegada de los catalanes, la que nos crea a los valencianos

Estos días de verano me han llevado a dar un repaso de mi biblioteca de más joven, volúmenes de mis años de estudiante y de formación que he releído en ratos muertos.

Entre estos volúmenes, me ha fascinado redescubrir un libro extraordinario de Lucien Febvre (‘El problema de la incredulidad en el siglo XVI’) que analiza la figura de François Rabelais y se pregunta si lo podríamos catalogar en lo que hoy llamamos ateo. El texto es un auténtico monumento a la historia de las ideas y al trabajo de los historiadores.

Febvre es uno de mis favoritos de siempre. En la Facultad de Geografía e Historia de la Universidad de Valencia de entonces me hicieron estudiarlo a fondo. A él, a su inseparable amigo Marc Bloch, a su gran discípulo Fernand Braudel y a sus seguidores locales, como mi querido Joan Reglà. Nunca lo he agradecido como era necesario. Esta generación de historiadores representa, para mí, una cima de la cultura europea. Su seriedad, su rigor intelectual, su capacidad, su pasión, su libertad de pensamiento y su compromiso les ponen en el altar de la inteligencia. Y no es que lo tuvieran fácil, precisamente. Al coger el libro, lo primero que he visto, y que me ha conmovido, es que va dedicado a Braudel «desde la esperanza». Cuando fue publicado, Francia estaba ocupada por los nazis y Braudel era prisionero en Alemania. A Bloch lo acabaría matando poco después la Gestapo. No eran, pues, buenos historiadores, aislados en una torre de marfil lejos de la sociedad. Nada de eso.

La conclusión del libro, y ahora lo simplificaré mucho, es que no tiene sentido preguntarse si Rabelais era ateo o no. Y el método, la forma de realizar este análisis, es lo que resulta imponente para el lector. Porque Febvre demuestra que la incredulidad tal y como la conocemos hoy no era concebible en la época de Rabelais. Por tanto, no es que no fuera posible ser ateo, es que no era concebible serlo. Nadie podía ni imaginarlo, ni entender lo que significaba, ni saber de qué le hablaban. De modo que etiquetarlo desde la realidad de hoy, simplemente, no tiene sentido. Es un engaño y hace daño al conocimiento humano. Febvre nos deja claro para siempre que las lecturas históricas del pasado son tramposas si no se entiende aquel pasado en su realidad y sólo se trata de manipularlo desde nuestro presente.

Esto viene a cuento hoy porque el president Mazón lleva ya varios días en que se lía y se estrella con el tema recurrente de los Països Catalans. Es un tópico del PP valenciano que raramente falla. Españoles de pura cepa y de militancia como son, la cosa consiste siempre en aprovecharse de la ignorancia y de la buena fe del personal como en un truco de magia vulgar: hacer mirar en una dirección, despistando, para que no se mire en la dirección que toca.

Cíclicamente, los nacionalistas españoles aprovechan la ignorancia o buena fe de la gente, o la mezcla de ambas cosas, para promover campañas delirantes contra la catalanidad de los valencianos, que básicamente son campañas contra la valencianidad. Porque, como me enseñó la añorada Nadal Batle, la secuencia está a la inversa: no es porque somos valencianos que somos catalanes, es que si no fuimos catalanes no seríamos valencianos.

Y no lo seríamos porque no existiría ninguna entidad como esta que hoy va de Vinaròs a Oriola y que bajo la forma del Reino de Valencia fue la obra magna de la catalanidad, el espacio colonial –sí, colonial– en el que el rey Jaume I decidió experimentar con el diseño político e institucional que él pensaba que era el idóneo, visto que aquí, a diferencia de los otros territorios, podía hacerlo sin frenos y sin hipotecas del pasado.

La cosa es fácil de comprobar. En la época prevalenciana, y lo digo a la manera que lo decía Joan Fuster, la entidad que va de Vinaròs a Oriola nunca existió, ni una sola vez: es un invento catalán, un mecanismo catalanísimo.

Entre los íberos, no consta ningún tipo de organización particular en estas tierras mías. De los cartagineses podemos decir lo mismo. Los romanos fundaron Valentia, pero territorialmente la única división a la que podrías acogerte es aquella de la Hispania Citerior y Ulterior. Y la Citerior, donde estaríamos todas las tierras actualmente valencianas, si acaso se parece a algo, es al mapa actual de los Països Catalans. Precisamente. Las invasiones bárbaras y el período visigodo tampoco establecieron ningún mapa característico, propio y diferencial de las tierras valencianas. Y la cosa es ya espectacular con las taifas árabes, la herramienta favorita del españolismo para hacernos confundir realidades y deseos.

Existió, sí, un emirato de Balansiya que algunos entusiastas pretenden identificar como la primera forma de Estado autónomo y diferenciado. Pero el caso es que su territorio se acababa en el ‘Xúquer’ (Júcar), se acababa en Alzira. De hecho, en la crónica de Jaume I, atravesar el río era ir «al otro reino». Ir al Estado, al emirato, que dominaba una Denia (Dàniyya) que no sólo controlaba el sur sino también las Islas. Y todavía estaba el emirato de Alpont y el de Zaragoza, que se repartían un pedazo de lo que ahora es el norte del País Valenciano. ¿Y qué sería ser valenciano, entonces? ¿Sólo los de Balansiya (Valencia), o los de Daniyya (Denia) también? Y si lo eran los de Daniyya también, entonces los menorquines son valencianos. ¿O no? Y si lo eran sólo los de Balansiya, ¿entonces los de Denia no lo son?

Bromas aparte, la cosa es mucho más simple. Como en el caso que explica Lucien Febvre, y hagan desde hoy las fantasías que deseen hacer Mazón y sus correligionarios, el caso, definitorio, es que “ser valenciano” era un concepto simplemente inconcebible antes de la conquista catalana. Es nuestra llegada, la llegada de los catalanes, lo que nos crea a los valencianos.

Y cuando digo “nuestra” no lo digo en absoluto en abstracto. Porque algo que nos diferencia de cualquier otro pueblo es la documentación que tenemos a nuestro alcance sobre la ocupación que hicimos de nuestro territorio. Y hay documentados en el ‘Llibre del Repartiment’ (‘Libro del Reparto’) de los Montesinos, el apellido de mi madre, que llegan provenientes del norte a Llíria, en 1236, y hay documentado en la Carta-pobla un Montesinos que en 1609 se traslada de Llíria a Bétera para ocupar una de las casas vacías por la expulsión de los moriscos. La línea que lleva hasta mí es recta y no tiene nada discutible.

La cuestión de nombres, el equívoco entre la ciudad que fundaron los romanos y el reino catalán de Valencia puede servir, y sirve, para construir las engañas que se quieran sobre cómo se llamaban o se dejaban de llamar y sobre qué eran, por tanto, una parte de los que ya vivían en estas tierras. Pero la realidad, señor Mazón, es que la “valencianidad” –entendida como el sentimiento colectivo y común de los humanos que vivimos entre Vinaròs y Oriola– no es sino un invento, extraordinario, maravilloso, y un proyecto rotundamente catalanes.

Ya sé que a usted, president, eso no le importa un comino, porque su valencianidad es más postiza que un diente de madera. Pero que no sea dicho que nosotros callamos. Y menos que otorgamos.