Reformar la casa ajena

El relevo en la presidencia de la Generalitat da pie a múltiples reflexiones en todos los ámbitos. Y no sólo en lo que se refiere al nuevo president, sino también a algunos miembros de su Govern y, a la vez, de su ‘sottogoverno’, a escala de secretarios generales, directores generales y máximos responsables de ciertos organismos o delegaciones territoriales. Se trata, en algunos casos, de personas de una probada incomodidad con la catalanidad lingüística, cultural y política, cuando no de una conocida beligerancia antiindependentista y, en algún extremo, anticatalana. Su implicación personal en ciertas entidades españolistas y en actos públicos organizados por éstas no son, precisamente, un factor tranquilizador para quien esté preocupado por nuestro futuro como sociedad nacional diferenciada. Y pensar que algunas decisiones que afectan directamente a nuestra identidad nacional las tendrán que tomar ellos, pone la piel de gallina mientras un escalofrío nos recorre el espinazo.

Pero, más allá de esta realidad innegable, hay otro elemento que ha pasado más bien desapercibido en medio del bochorno canicular. Me refiero al argumento, puesto en circulación por círculos cercanos al nuevo ejecutivo, medios de comunicación, opinadores y tertulianos cómplices incluidos, según el cual la presidencia y el Govern de la Generalitat en manos del PSC no sólo serán positivos para Cataluña, sino también para España porque contribuirán a su reforma.

Parece extraño cómo, en pleno siglo XXI, haya quien se atreva todavía, sin sonrojarse, hablar de reformar el Estado. Y, más aún, si esto debe hacerse desde la Generalitat. La vieja cantinela de la contribución del catalanismo a la reforma de España vuelve a sonar, pero con los tornillos del artefacto ideológico más oxidados que nunca por falta absoluta de toda credibilidad. Y, como siempre, nunca nadie se ha atrevido a apuntar en qué dirección debería ir esta pretendida reforma tan manoseada como concepto, a base de emplearla.

Históricamente, el catalanismo político ha picado el anzuelo de «otra España es posible» en múltiples ocasiones, con resultados suficientemente conocidos como resultado de esta implicación. La Lliga, desde su catalanismo conservador, teorizó sobre «Cataluña y la España grande» y dio ministros al gobierno español, como en plena República se los dio ERC, ACR y, durante la guerra, también el PSUC. Pero, a la hora de la verdad, siempre había otras prioridades que la nuestra: los primeros años era necesario “salvar” la República frente a la monarquía y, en pleno conflicto bélico, lo primero era ganar la guerra a los militares golpistas. Cataluña siempre pasaba a segundo término.

De una u otra forma, pues, hasta nuestros días, ha habido contribución catalana a la estabilidad política española. Y se ha apoyado a gobiernos de distintos colores políticos -suponiendo que en España haya cromatismos diferentes cuando se trata de Cataluña- con la promesa de obtener, a cambio, determinadas contraprestaciones positivas para nosotros.

Por ejemplo, la amnistía, que los únicos a los que se ha aplicado, plenamente y sin excepción, es a los miembros de los cuerpos y fuerzas de seguridad españoles que vapulearon a los pacíficos ciudadanos que el 1 de octubre fueron a votar. Y, como en España no mandan los gobiernos escogidos democráticamente, sino los tribunales, la mayoría de los que deberían ser los beneficiarios de la amnistía ya ven que brilla por su ausencia. O de la famosa promesa de la oficialidad del catalán en la UE, ¿se ha sabido algo más? ¿Qué han hecho o piensan hacer los partidos catalanes para que en el Estado se los tome en serio y no sigan tomándoles el pelo?

Será digno de estudio esta obsesión catalana por reformar España, sobre todo cuando resulta que España no quiere ser reformada. En primer lugar, quien ha oído que, desde España, alguien reclame una reforma constitucional en la línea de estructurar legalmente la plurinacionalidad existente con una verdadera igualdad de derechos y sin privilegios con todas las consecuencias en el ámbito lingüístico, deportivo, internacional, defensivo, de seguridad, económico y simbólico, empezando por la supresión de la prohibición de la federación de comunidades autónomas, pensada exclusivamente para impedir la confluencia de Cataluña, el País Valenciano y las Islas Baleares?

El Estado es propiedad exclusiva de España y está pensado y hecho, exclusivamente, para sus intereses en todos los campos. Nosotros somos simples inquilinos, que pagamos un alquiler de un precio altísimo para formar parte. Contribuimos como nadie a los gastos de la comunidad de vecinos, pero, aun así, siempre se nos tilda de insolidarios y tacaños. Es inútil cualquier esfuerzo nuestro para participar, influir o contribuir en la reforma de España, porque dentro de su casa, no admiten la opinión de forasteros, de los que no formamos parte, pero sí aceptan el dinero del alquiler, imprescindible para construir el edificio a su modo. Las élites españolas, que viven del control de todos los mecanismos del Estado y del esfuerzo fiscal de los Països Catalans, nunca lo aceptarán con agrado. Les es más rentable cargar contra los catalanes, mientras mantienen las clases populares españolas en una situación de precariedad económica, democrática y cultural para que nada cambie.

Un día, la política catalana será una política nacional y no estará al servicio de otros intereses que no sean los propios, los nuestros, los intereses nacionales, como hacen en todos los países del mundo, empezando por España. No avanzaremos en la buena dirección hasta que no tomemos conciencia de que no nos quieren mandando, sino sólo pagando. Y que no podemos seguir haciendo como siempre, tropezando con la misma piedra una y otra vez, destinando lo mejor de nuestras energías a reformar o a salvar el Estado. Cada segundo invertido en salvar, reformar o modernizar España, tarea imposible realizada desde fuera como es nuestro caso, no hace más que retrasar una solución nacional para el problema permanente que el Estado representa para nosotros. Es una pérdida de tiempo.

Hace décadas, desde aquí, se promovió la llamada operación reformista que pretendía ser una alternativa a escala estatal de reforma de España con criterios de modernidad, democracia y europeísmo. fracasó estrepitosamente. Uno de los promotores de aquella idea escribió un libro donde justificaba su iniciativa, preguntándose “¿Por qué no?”. Conservo el libro en casa, dedicado a mano por el autor, con esta inscripción: “Pues no. Pero valía la piensa intentarlo”. Ahora que ya se ha intentado y sabemos que no es nuestra misión reformar el Estado, quizás seamos conscientes también de que España sí se reformará, pero sólo cuando nosotros ya no formemos parte de ella. Y entonces será no por convicción, sino por simple necesidad de supervivencia, porque no tendrán más remedio. Puestos a pedir, que sea pronto.

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