En un pequeño ensayo titulado ‘Rotten Compromises’ (‘Pactos envenenados’), Avishai Margalit, uno de los filósofos contemporáneos más interesantes por sus reflexiones sobre la condición humana, los fundamentos morales de la política y los problemas de justicia de nuestro tiempo, dice lo siguiente: «La pregunta que siempre deberíamos hacernos, tanto en relación con los demás como con nosotros mismos, no es sólo qué normas, valores y aspiraciones tenemos, sino qué tipo de acuerdos (o pactos) estamos dispuestos a asumir, qué tipo de concesiones estamos dispuestos a hacer» [1].
Margalit entiende la democracia, sobre todo, como un compromiso y como un sistema político que trata de facilitar la convivencia entre las personas y los grupos que piensan y tienen ideologías diferentes. Sin embargo, considera que existen límites al compromiso aceptable: situaciones en las que nunca deberíamos ceder, ni hacer concesiones o transigir; situaciones en las que no es razonable ni asumible moralmente llegar a acuerdos, porque siempre se tratará de pactos envenenados. Estos pactos, aunque puedan parecer razonables circunstancial o contextualmente, no lo son porque afectan a los pilares básicos de la autoconcepción, la autoestima y la identidad individual o colectiva (de comunidades políticas o de organizaciones). La idea esencial es que hay valores innegociables —sobre los que nunca deberíamos ceder— porque el coste de renunciar a ellos implica la dilución de lo esencial, de los valores o aspiraciones que nos definen. En este sentido, la filosofía política de Margalit no es utilitarista —en el sentido de presuponer que no existe ningún valor a priori y que todo es relativo y puede ser objeto de transacción en el marco de un análisis de coste-beneficio—, sino deontológica, como la filosofía kantiana. La identificación de estos valores primarios comporta un ejercicio de introspección sobre lo que somos, lo que define de forma esencial nuestra identidad, individual o colectiva. No me refiero a preferencias o intereses cambiantes, sino a los pilares de la subjetividad, de los compromisos o de los ideales que nos definen, a partir de los cuales aspiramos a ser reconocidos por aquellos con los que interactuamos o dialogamos.
Asumir de forma utilitarista o pragmática que todos los principios y valores que defendemos son negociables —y, por tanto, renunciables— porque todo puede ser objeto de cálculo utilitarista, es asumir que nada concreto nos define o identifica de manera sólida. Dicho de otro modo, no tomarse en serio los principios, renunciar a ellos con pactos envenenados, equivale a no tomarse en serio la identidad propia, tanto a escala individual como colectiva. Esta renuncia a los compromisos esenciales de valor inmaterial que afectan a la identidad y el reconocimiento puede afectar a la dignidad, la honorabilidad o la autenticidad. Aunque algunos pactos pueden parecer «razonables» a corto plazo —porque ofrecen ganancias marginales útiles, o bien porque resulta costoso resistirse a las presiones—, asumir pactos envenenados implica costes inconmensurables, la pérdida del núcleo central que nos identifica (y es objeto de reconocimiento) como individuos, comunidades u organizaciones.
El ensayo de Margalit es coherente con su visión filosófica más global sobre la justicia política y social articulada en ‘The Decent Society’ (‘La sociedad decente’, 1986), una de las obras contemporáneas de filosofía política más importantes, junto a ‘A Theory of Justice’ (‘Una teoría de la justicia’), de John Rawls (1971). Por contraste con Rawls, Margalit hace una clara distinción entre una «sociedad decente» y una «sociedad justa» y defiende la necesidad de evitar la humillación como paso previo para alcanzar un modelo ideal de justicia como el ralwsiano. Sin decencia no puede haber justicia. La decencia como virtud política es, de hecho, central en el republicanismo cívico de Rousseau y en la filosofía política en la obra de Orwell o de Judith N. Shklar. En una comunidad política decente las instituciones no pueden configurarse de forma humillante para la ciudadanía bajo su autoridad.
La relevancia de poner límites a los pactos para que no se conviertan en envenenados es evidente en la situación política actual en Cataluña —especialmente, en el dilema que enfrentaba ERC tras los resultados de las elecciones anticipadas convocadas por el president Aragonés el 12 mayo: O bien favorecer una investidura como presidente de la Generalitat del candidato del PSC, Salvador Illa, ganador en número de votos de unas elecciones autonómicas en las que, no hay que olvidarlo, uno de los principales adversarios independentistas tuvo que hacer campaña desde el exilio por culpa de la represión promovida y legitimada por el propio vencedor y por su partido; o bien, dado que la suma de Junts más ERC es insuficiente para investir a un presidente independentista sin la abstención del PSC, rechazada frontalmente por su candidato, abrir la puerta a una repetición electoral. El dilema ha sido ya resuelto, si bien con una división muy fuerte de la militancia republicana.
Este dilema se ha producido en un contexto concreto que muchos actores parecen haber normalizado pero que en ningún caso es normal. Desde 2017 hemos otorgado legitimidad automática a elecciones celebradas en Cataluña en condiciones que en ningún caso serían aceptables en condiciones de democracia plena, y no puramente nominal. La victoria del candidato Illa, en tanto que significa la reconquista estatal del poder en Cataluña, fue el objetivo principal de la política de represión, criminalización, cooptación, espionaje, ‘lawfare’ y chantaje que ha sido decisiva no sólo para dividir el movimiento independentista, sino para derrotarle de forma aparentemente legítima, una vez descabezados los liderazgos más potentes en el movimiento independentista por la vía represiva, vulnerando derechos civiles y políticos fundamentales en un sistema democrático. La promoción de un candidato gris al servicio del PSOE, que hace cuatro días justificaba abiertamente un 155 preventivo y se manifestaba junto a Societat Civil Catalana, nunca ha reconocido (ni siquiera después de decisiones como la del Comité de derechos humanos de la ONU) que en Cataluña ha habido una represión y vulneración de derechos. Ha demostrado absoluta dejadez a la hora de entender la situación de emergencia lingüística en Cataluña, lo que dice mucho sobre el proyecto del PSOE para Cataluña.
Ciertamente, la derrota electoral y el agravamiento de la crisis interna de ERC, sobre todo después de destaparse la existencia de una estructura paralela responsable de los carteles denigrantes con el Alzheimer de Pasqual Maragall (y otras acciones de acoso grosero que producen vergûenza) también forman parte del contexto en el que se enfrenta el dilema. En cualquier caso, las derrotas electorales deberían alertar al partido del error en la estrategia y de las consecuencias nefastas de la arrogancia política que ignora la crítica interna, favorece el tacticismo de mirada corta, y dificulta la cooperación efectiva. El estado de alienación, desafección y deserción de afiliados, activistas y exvotantes que, como yo misma, creímos en la autenticidad de los valores de izquierda, feministas e independentistas debería ser la principal preocupación de ERC. En cambio, los dirigentes actuales han persistido en un discurso disonante con los hechos, con pactos poco transparentes, hechos desde el elitismo, lo que favorece el ostracismo de quienes discrepan desde dentro y desde fuera del partido para fomentar tan sólo lealtades irreflexivas. Así, en el plano retórico, se ha mantenido el objetivo de la independencia y la legitimidad del 1-O —de hecho, el discurso de la secretaría general Marta Rovira durante el regreso del exilio afirma que aspiran a «acabar el trabajo iniciado»—, en coherencia con la promesa electoral categórica que se hizo de «no investir a Illa». Pero la contradicción entre discurso y acción política es tan evidente que negarlo sería un insulto a la inteligencia. Sólo desde el cinismo puro se puede asumir que ninguna promesa a la ciudadanía tiene valor intrínseco; e incluso desde el autointerés partidista, resulta elemental que la pérdida de confianza de los votantes es una de las principales razones de los sucesivos fracasos electorales.
En cualquier caso, tarde o temprano habrá que asumir que la «teoría de la realidad» que defiende ERC parte de que se interpreta que el 1-O fue una derrota, en vez de una victoria crucial en el transcurso de un proceso popular y complejo de ejercicio del derecho a la autodeterminación, que no ha conducido a «ampliar la base», sino a empequeñecer y dividir el movimiento, a frustrar la iniciativa popular, a no confrontar la represión adecuadamente y a romper los pactos con los socios de govern independentistas. Una cosa es no tener clara cuál debe ser ahora la estrategia en un contexto de represión —este es el nudo gordiano del conflicto con el Estado desde octubre del 17— y otra muy distinta es perder de vista que la violencia policial y política empleadas por España es la verdadera derrota. El Estado no ha podido desmantelar un movimiento autodeterminista pacífico y democrático en las urnas. Mandela, Gandhi y otros líderes revolucionarios entendieron esta idea esencial en la conquista de la libertad. Pierde la batalla la parte que actúa con violencia y vulnera derechos humanos. Y esto es lo que legitima aún más la lucha por la liberación. De ahí el acierto de exponer la violencia a los ojos de la comunidad internacional, confrontar al Estado de forma inteligente y activa, como ha hecho el president Puigdemont desde el exilio en litigaciones contra el Estado en diferentes instancias internacionales, y como hicieron (antes de los indultos) los presos políticos es crucial.
La cuestión central es si un pacto de esa naturaleza es, de por sí, un pacto envenenado en el contexto político descrito, un pacto que significará la renuncia definitiva a los valores y objetivos que históricamente han identificado a ERC. En mi opinión, lo es.
Hasta el pasado 12 de mayo, la misión estatal de reconquistar el poder político en Cataluña y eliminar a la mayoría independentista en Cataluña por la vía de la política de la represión y el ‘lawfare’ no había tenido un éxito tan rotundo. Una confluencia de factores -un gobierno en minoría de ERC desgastado, las divisiones internas del movimiento, la decapitación efectiva de los liderazgos, la desmovilización de la ciudadanía independentista dado el estado de decepción y la desconfianza generalizadas- han favorecido que el candidato estatal tenga posibilidades (ahora ya seguras) de ser investido president de la Generalitat y proceder al entierro definitivo del llamado (despectivamente) «proceso». Finalmente, podrán «pasar página», en el contexto de una «agenda del reencuentro», lo que implica el retorno al marco constitucional sin transformación profunda alguna. Pese a que el propio president Aragonés y otros líderes de ERC hablaron de pasar a la oposición y de la necesidad de renovar estrategia y liderazgos, ERC ha tenido la clave de la gobernabilidad de Cataluña y ha mantenido la iniciativa a la hora de concretar sus propuestas que —según insisten— priorizan el «eje social» y un pacto de las izquierdas, marginando el objetivo independentista. La concreción de este pacto implica investir al candidato del PSC, Salvador Illa, como president de la Generalitat a cambio, supuestamente, de un compromiso de la ejecutiva del PSOE para realizar una reforma estructural del sistema de financiación autonómica que comportaría según el acuerdo, el traspaso «gradual pero acelerado» de todos los impuestos (según la consejera republicana Natàlia Mas con una duración máxima de cinco años).
No quisiera entrar a valorar en detalle el contenido en sí del pacto. Una objeción recurrente a esta estrategia minimalista de negociación, que margina aspectos esenciales de la dimensión cultural, lingüística y de autodeterminación nacional (ni siquiera se exige el cumplimiento efectivo de la amnistía, ni el reclamo de derechos lingüísticos o de un modelo educativo que preserve la lengua propia de Cataluña), tiene que ver con la efectividad del cumplimiento de los pactos. Como jurista y doctora en derecho público, las afirmaciones grandilocuentes sobre el éxito que supondría un pacto de «financiación singular» me parecen un despropósito. El cumplimiento del pacto me parece imposible de garantizar porque depende de un proceso legislativo complejo en el que no sólo hay «grietas» y «flecos» a superar, sino dificultades constitucionales y legislativas, además de confluencias políticas que imposibilitan establecer garantías reales. Pese al historial lleno de incumplimientos que afectan a la credibilidad del pacto y certifican la baja estima o preocupación por los agravios y discriminaciones fiscales que sufrimos en Cataluña, las élites de ERC se «muestran confiadas» que el nuevo modelo de financiación sumará mayorías en el Congreso y se convertirá en realidad. El gobierno español no ha aclarado en ningún momento qué significa «singular». La ministra de Hacienda, en cambio, ha explicado claramente lo que es evidente a ojos de cualquier experto informado: que cualquier reforma de la financiación autonómica debería ser general (no particular, aplicable sólo a Cataluña como comunidad autónoma), y en ninguna caso podría dar la «llave de la caja» a la Generalitat. Y voces socialistas internas como la del presidente de Castilla-La Mancha, Emiliano García Page, ya han advertido que el pacto no saldrá adelante, y que «no se engañe a nadie».
A estas alturas, pedir confianza ciega —que confiemos en este pacto—, implica un nivel de amnesia y de irracionalidad difíciles de exigir a ciudadanos inteligentes mínimamente informados que ya hemos sufrido suficientes desengaños. Como sabemos, el término «singularidad» de Cataluña genera aversión en España, en una cultura política que confunde uniformidad con igualdad y no cuestiona el supremacismo histórico de la nación española, todo lo contrario de la idea que se promovió en los años ochenta sobre Quebec como «distinct society» en el marco de las diversas negociaciones con Canadá.
Pero la cuestión que deberían evaluar las bases y afiliados a ERC, y los ciudadanos independentistas en general, no es tanto el contenido del pacto o las probabilidades de garantizar su cumplimiento, como si un pacto de esta naturaleza es, en sí mismo, un pacto envenenado en el contexto político descrito. Un pacto que significará la renuncia definitiva a los valores y objetivos que históricamente han identificado a ERC. En mi opinión, lo es.
Un tripartito de izquierda sería un escenario asumible en una situación de verdadero reconocimiento y normalidad democrática, sin represión u otros costes inaceptables para el ejercicio pacífico del derecho a la autodeterminación. Pero el escenario no es el de «polítics as usual», sino de emergencia nacional a causa de una política estatal persistente y sostenida de vulneración de los derechos y de la democracia que ha sido amparada y promovida activamente por el partido del sr. Illa desde octubre de 2017. En este sentido, invistiendo como president de la Generalitat al candidato del gobierno estatal, cuando existía la posibilidad de impedirlo y de utilizar las nuevas elecciones para rearmarse y promover activamente una estrategia unitaria y rehacer complicidades en el movimiento independentista, implica renunciar a valores esenciales, que pasan a ser marginales. Implica no entender que hay que mantener una línea roja con aquél que te ha perseguido, espiado y vulnerado derechos humanos básicos. Que los oprimidos no pueden legitimar la violencia de los opresores -aún menos si los últimos ni siquiera han reconocido la violencia, no han pedido perdón o no han intentado repararla. Es una cuestión de dignidad, autoestima y decencia básicas.
Como sostienen influyentes politólogos y críticos poscolonials, desde Walker Connor a Frantz Fanon o Gayatri Chakravorty, el asimilacionismo cultural y el colonialismo son sobre todo estados mentales antes que proyectos políticos, y tienen más éxito cuando las élites de los grupos subordinados los internalizan y pasan a actuar, consciente o inconscientemente, como agentes del poder dominante. Este proceso de sometimiento mental implica, por norma general, racionalizar la cooptación sobre la base de ganancias marginales. Un ejemplo en clave de género que pongo a menudo a los estudiantes de mi curso sobre justicia política y derechos humanos es el de la mujer que cuida prioritariamente a los hijos y se ocupa del trabajo doméstico y se declara satisfecha porque el marido ha decidido darle «pocket money» para retribuir este trabajo cuando plantea la amenaza del divorcio. Esta concesión discrecional por parte de quien ostenta el poder dominante en la relación puede interpretarse como un progreso; pero en realidad no transforma la relación sino que legitima la posición de sumisión (no igualitaria) de la mujer que pasa a racionalizarse de acuerdo a una ganancia marginal. El acuerdo en realidad aumenta la dependencia de la mujer y perpetúa el poder discrecional para hacer efectivo su cumplimiento, en lugar de promover la verdadera libertad e igualdad. Las revoluciones, ya sean feministas, ya sean de liberación colonial, de los pueblos oprimidos o de los trabajadores, no se han hecho nunca desde el realismo, sino desde la creencia en la legitimidad de la afirmación de principios y derechos innegociables, desde la complicidad generosa en la lucha de actores distintos que creen en la viabilidad de la victoria. Es desde el coraje y la inteligencia en la confrontación con el opresor como se avanza y no estableciendo falsas complicidades o capitulando para obtener ganancias marginales.
En resumen, asumir la decencia como virtud y precondición de la justicia política impone límites a una evaluación exclusivamente utilitarista o particularista de ventajas y costes en decisiones que involucren compromisos constitutivos de la identidad moral o colectiva (de lo que somos y que queremos ser como comunidad política). La decisión de la militancia de ERC es crucial. Es un punto de inflexión. No sólo se trata de si se ratifica un acuerdo que implica otorgar el poder a los autores e instigadores de violencia política dirigida a la supresión del movimiento e ideales que representas, es mucho más que eso. Se trata de renunciar a los compromisos y valores que hasta ahora han definido el principal y más antiguo partido independentista en Cataluña. La propia identidad y la credibilidad de este partido histórico está en juego a partir del resultado de la consulta de este viernes 2 de agosto.
Cómo su sometimiento a Madrid a cambio de promesas puede favorecer «el objetivo final» es un misterio. Como en la alegoría política de la granja de animales de George Orwell, el derecho a la autodeterminación y el objetivo independentista pasarán a ser como los Siete Mandamientos del Animalismo una vez diluidos por la influencia corruptora del poder y la política del miedo. Pura retórica que ha dejado de influir efectivamente en el comportamiento y sirve como consigna propagandística para controlar y manipular las percepciones de la realidad. Sería bueno recordar la lección de Orwell sobre los peligros de la manipulación y la importancia del pensamiento crítico ante la posibilidad de pactos envenenados que conduzcan a renunciar a los objetivos de liberación e igualdad. En este sentido, como defiende la filósofa marxista Nancy Fraser, la elección entre reconocimiento y redistribución nos presenta un falso dilema [2]: la injusticia del no reconocimiento de nuestra identidad diferente, de la falta de respeto de las aspiraciones a ejercer la nuestra agencia individual o colectiva, o a eliminar la discriminación estructural, difícilmente se reparan con políticas sociales redistributivas. Las mujeres, como los catalanes, no queremos «pocket money», queremos decidir cómo queremos vivir y ejercer nuestra autonomía. Aceptar el pacto con el PSC es asumir un pacto envenenado, autodestructivo y humillante, no sólo por ERC, sino por todo el movimiento independentista. Una proporción no menospreciable de militantes de base ya se han rebelado para dejar claro que no todo está a la venta y no todos los costes son asumibles. Especialmente, cuando quienes han optado por la represión y violación de derechos humanos ni han pedido perdón, ni nos reconocen, ni han reparado los daños. Éste es, pues, un pacto en falso que se hace a expensas de grupos que también son miembros de la comunidad política, de todos aquellos ciudadanos y activistas que se han sacrificado y han luchado mucho por denunciar y resistir la represión, y que se encontrarán afectados y humillados por lo acordado. Muy probablemente, además, el pacto causará la detención y encarcelamiento del president de Cataluña en el exilio, cuando Carles Puigdemont cumpla la promesa hecha una vez aprobada la amnistía (que de momento se le deniega por parte de los jueces, pese al explícita voluntad del legislador y de la ley de incluir su caso), de regresar a Cataluña. Qué ironía: los autores del 155 en el Palau de la Generalitat, y el president destituido por el 155 en prisión.
* Este ensayo es una versión revisada del artículo publicado en El Mundo del 2 de agosto de 2024.
[1] Avishai Margalit expone su teoría en ‘On Compromise and Rotten Compromises’. Princeton University Press, 2009. La cita es de una versión resumida en el ensayo publicado por el CCCB en 2012. La principal preocupación de Margalit es, de hecho, justificar el compromiso en el contexto de discusiones sobre la paz y la paz justa. En su teoría, el compromiso es legítimo para garantizar la paz duradera y no sólo la paz justa. La noción de «pacto envenenado» se vincula a la advertencia atribuida a Albert Einstein: «Beware of rotten compromises». Margalit elabora a lo largo del libro una teoría del compromiso que excluye a estos compromisos políticos, que no son asumibles no sólo con el objetivo de alcanzar la paz.
[2] Nancy Fraser, «From redistribution to recognition? Dilemas de justicia en “Post-Socialist” Age». New Left Review. 3. Mayo/junio 2000.
Senior Research Fellow: Hirschman Centro on Democracy. Adjunct Profesor, International Law Department
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