Detalle de La petita texidora, de Joan Planella i Rodríguez, 1885. Imagen: DP.
Verano de 1793. En el taller textil de La Canya, situado en la villa catalana de Berga, el carpintero Ramón Farguell, conocido como el Maixerí —el Machine, el Máquina en francés—, está dando los últimos retoques a un nuevo invento: su nueva máquina de hilar algodón. Desde pequeño trabaja en el taller algodonero que antes había sido de su abuelo y de su padre, conoce a la perfección las glorias y miserias de su oficio, y especialmente conoce la maquinaria, de la cual es el mayor experto de la zona. Pero tiene un problema: la última máquina que adquirió para hilar el algodón, la inglesa Spinning Jenny —la más moderna, cuarenta husos trabajando a la vez— todavía hila demasiado despacio como para que el transporte de algodón hasta Berga y posterior hilado sea rentable. Farguell se ve obligado a importar el algodón ya hilado desde Inglaterra. Hasta ese momento. Si el invento en el que ha trabajado durante un año funciona, esto es, si el aumento de los husos de la Spinning Jenny de cuarenta a ciento veinte funciona correctamente, se habrá terminado la importación de algodón ya tratado e hilado. La mayor velocidad de la máquina hará que a partir de entonces todo el proceso del algodón se pueda hacer en su taller a muy bajo coste. La máquina se llama la berguedana, y funciona. Funciona tan bien que en menos de diez años ya hay ciento veinte berguedanas en las cuencas textiles del Llobregat y el Ter, y en 1845, más de dos mil quinietas repartidas por toda Cataluña. Él no lo sabe, pero está dando el pistoletazo de salida a la revolución industrial en España.
Lo que Farguell el Maixerí tampoco podía sospechar es que dos siglos después Alejandro García le quitaría méritos y se los daría a un impuesto de los Borbones: el catastro. Siempre ha existido un gran interés por explicar la revolución industrial catalana, por desentrañar de dónde venía la riqueza de la zona, encontrar las causas de la fortuna de los catalanes, señalar a los culpables. Muchas veces se ha hecho con mala leche política, para quitarle medallas a unos y ponérselas a otros. Entre las hipótesis destacan las que ven en la creación de la riqueza catalana la buena mano de España, de sus gobernantes y sus leyes. Cuentos mitológicos en su mayoría, como el que habla de la influencia del comercio americano —comercio que se abrió para toda España en 1778 y para toda Europa en 1797 y que podría haber beneficiado a todos—, o la de proteccionismo —proteccionismo que también ayudaba al grano castellano, mucho más caro que el ruso—. Algunas de las hipótesis propuestas son más acertadas que otras, algunas están más elaboradas, o tienen más gracia; otras menos, claro, pero la mayoría, aun cuando están equivocadas, mantienen el principio de verosimilitud. Cosa que no ocurre con la hipótesis impositiva del catastro de Alejandro García.
En el artículo «Precapitalismo involuntario: la fortuna de los catalanes» aquí publicado, el historiador Alejandro García nos cuenta que el catastro —el impuesto creado por Patiño y Felipe V a principios del XVIII aplicado a los vencidos de la Guerra de Sucesión— fue lo que dio a los catalanes que lo pagaban un capital que otros pueblos no tuvieron, y que con este capital se originó la revolución industrial catalana y su posterior riqueza. Ya es casualidad. Pero no corramos, ¿qué era exactamente el catastro? El catastro borbónico fue un impuesto directo —esto es, un impuesto que grava lo que tienes, no lo que compras o haces— aplicado a los habitantes de los territorios que perdieron la Guerra de Sucesión Española. Lo que vendría a ser un impuesto de conquistador dedicado a que los vencidos paguen los costes de la victoria, al más puro estilo de las indemnizaciones que sufrieron los alemanes por el Tratado de Versalles. Sobre este impuesto García desarrolla dos hipótesis. La primera es que el impuesto se aplicó mal y el fraude estaba asegurado por la misma ley. Según él los que pagaban podían ahorrarse el 84% de lo que deberían haber pagado, ya que las tasaciones de los suelos y la recaudación estaban mal planteadas, cosa que permitía una acumulación de capital. Aparentemente esto tiene lógica, o la tendría si el impuesto hubiera existido en toda España y solo se hubiera producido este fraude en Cataluña. Pero no, los catalanes podían acumular el 84% de este impuesto, pero los castellanos, al no tenerlo, ahorraban y acumulaban el 100% de dicho impuesto. Los castellanos deberían haber tenido más capital acumulado y mejores industrias si seguimos el planteamiento de García.
La segunda hipótesis es que las tierras más pobres pagaban menos que las ricas —cierto—, y que por tanto la gente compraba y conreaba más las pobres, aguzando el ingenio para sacarle más rendimiento. Y a más ingenio, mayor desarrollo tecnológico. Lástima que el sistema agrario catalán no funcionara de esta manera, ni por asomo. En el agro catalán a un lado estaban los suelos eclesiásticos y señoriales, que en su mayoría estaban arrendados a largo plazo —normalmente estos plazos eran intergeneracionales y estaban vinculados a la supervivencia del cultivo, por ejemplo de las vides— a pequeños agricultores. En estos arrendamientos se usaba el sistema enfitéutico, un sistema que mayoritariamente podía llegar a ser de carácter vitalicio y hereditario aplicado en el siglo XVIII solo en Cataluña siguiendo el derecho civil catalán. Del otro lado, estaban las propiedades agrícolas estrictamente privadas, lo que serían las masías. El patrimonio pasaba de padre a heredero —la figura del hereu catalán— de forma íntegra, sin repartirse entre hermanos (por norma general). El mantenimiento intergeneracional e íntegro del patrimonio era una parte fundamental de la mentalidad payesa de la época, fruto de los incentivos del derecho civil catalán, que tenía como propósito preservar las familias y sus patrimonios; preservar la tierra. Este era un derecho civil derivado del derecho romano y aplicado en todos los territorios de la Corona de Aragón desde sus inicios, y que después del 1714 solo continuó vigente en Cataluña.
A no ser que uno vea en el derecho la fragancia de los pueblos, el derecho civil es una de las cosas, tangibles, sin esencialismos, que más diferenciaba el Principado de los demás territorios peninsulares. Por lo tanto, el agricultor, el payés, no elegía sus tierras como quien va al mercado según eran más o menos buenas. Eran las tierras de su familia, las de siempre, las de sus padres, las de sus abuelos. Seguramente, el que tenía malas tierras aplicaba el máximo ingenio para sacarle el máximo beneficio, pero no más ni menos que antes o después del catastro. Por otro lado, ni Farguell, ni nadie de su familia, ya que estamos, pagó nunca el catastro agrícola. Eran carpinteros, menestrales, como la mayoría de los primeros industriales y capitalistas del país. No, el catastro no afectó para bien al resurgir de la economía catalana y la creación de la revolución industrial que se vivió allí. Ya es casualidad que, de todas las cosas que pudieron influir en la fortuna de los catalanes, la clave sea el derecho de conquista y la represión. Gràsias, bwana.
Página del catastro de Patiño con el impuesto de Josep Aran Bayle. Fotografía cortesía del Arxiu Històric de Lleida.
Si el impuesto de conquista no fue el causante del resurgir, ¿de dónde salió la revolución industrial de Cataluña? No se lo van a creer: de antes de la guerra. Cuando se inició la revolución industrial, Cataluña estaba en plena recuperación económica después de haber pasado por unos siglos de decadencia. Esta decadencia ciertamente existió, y fue muy dura, pero no fue causada por el bandolerismo como se cuenta en el artículo mencionado —fue un efecto de la decadencia, no una causa— ni por las leyes vigentes, ya que bajo las mismas leyes hubo pujanza económica tanto en los siglos XII y XIII como a principios del XVI o finales del XVII. Las causas fueron variadas y extendidas en el tiempo, un cúmulo de circunstancias que adormecieron a Cataluña económicamente durante tres siglos. Empezando por causas epidémicas, como la peste negra, que segó la vida a un tercio de sus habitantes. O las guerras civiles que estallaron en el siglo XV con la llegada de la dinastía castellana de los Trastámara, o las revueltas campesinas de los remensas, o las últimas luchas en los condados de Pallars… Sin olvidar los trastornos que propició la religión, desde la expulsión de los judíos a los moriscos, que afectó a Tarragona y Lleida y arruinó completamente a Aragón y Valencia —por entonces, los principales socios comerciales de los catalanes—. Por no insistir en el retroceso que supuso para la ciencia y la cultura la instauración del Santo Oficio o la prohibición de estudiar en las universidades de países herejes, como Inglaterra, Alemania o incluso Francia, atrapados en la autarquía intelectual —¡por nuestro bien, para no contagiarnos de cualquier pestilencia luterana! ¡Que no sabemos apreciar nada!—. Añadan la prohibición de la usura, que obligó a España a buscar banqueros en el exterior, especialmente en Génova, máxima rival comercial de Cataluña durante siglos, ahora financiada con el oro americano. ¿Y las razones climáticas? Toda Europa vivió una pequeña edad del hielo durante los siglos XVI y XVII, que en Cataluña causó fenómenos tan extraordinarios como ver el Ebro o el Llobregat congelados. Se perdieron grandes cosechas durante varios años seguidos. Miseria, hambruna.
Y qué decir de la situación internacional. El sur de Francia hervía con las guerras de religión y eso afectaba al comercio catalán, como también le afectó muy gravemente la piratería berberisca o el cierre del mercado de Levante por parte del turco. El Mediterráneo ya no era un mar apto para el comercio, y eso sí fue clave para la decadencia de un pueblo habituado al comercio, como le pasó al pueblo veneciano.
Los Borbones. El catastro. Ya.
Lo cierto es que los pocos datos macroeconómicos que nos han llegado de la época demuestran que el resurgir se produjo ya bajo el reinado de Carlos II, en la década de los sesenta del siglo XVII. La prueba es que si no, no se hubiera podido pagar el esfuerzo bélico contra Francia y España en el periodo 1713-1715, cuando Cataluña dejó de contar con aliados extranjeros.
Los grandes movimientos, los de fondo, siempre son lentos y con orígenes múltiples. La decadencia se alargó a lo largo de tres siglos y la recuperación a lo largo de otros dos. La recuperación se produjo por el alejamiento de los turcos y piratas de la costa catalana y de sus rutas de comercio más cercanas, por la pacificación interna de Francia, por el aumento del liberalismo en el comercio mundial, la relajación en las leyes religiosas, el avance técnico, la mejora del clima y el aumento de las temperaturas con la consiguiente mejora en las cosechas… Cada punto de los enumerados anteriormente, tanto para la decadencia como para el resurgir, daría para estudios enteros. Ni se puede despachar en una sola pieza, ni se puede hablar de una sola causa. Pero para resumir: cualquier otra nación sometida a las mismas circunstancias internas y externas hubiera reaccionado igual.
¿Pero por qué los catalanes tuvieron su revolución industrial, su riqueza, y otros pueblos de España no? No por ser más listos y guapos, lamentablemente. Esto solo lo piensan los hombres de paja contra los que pelea el citado artículo. Todas las diferencias son las obvias: la geografía, la naturaleza, la geopolítica, el derecho… En el caso de Cataluña, por ejemplo, sus cursos de agua, propicios para la industria, o su buena comunicación con el resto Europa —está cerca, no sé si lo habrán notado; de ahí que su elogiado europeísmo sea pura ósmosis de frontera, de puerto, de comercio—, o el buen aprovechamiento de su escaso hierro y carbón, o la mano de obra basada en los segundones de las familias que se quedaban sin herencia por culpa del hereu, el buen clima para la agricultura, el retorno a la centralidad en las rutas hacia el oriente gracias a la apertura del canal de Suez a finales del XIX… No hay nada esencialista ni metafísico en todo esto. Cataluña estaba en el sitio y en la hora indicada para sufrir las condiciones de la decadencia y para aprovechar luego las circunstancias de la recuperación: contexto, capital humano, transmisión cultural.
España necesita estudios serios y amplios sobre la materia, pero antes la historiografía debe abrirse a otros campos como ya ha ocurrido en otros países. Para estudiar adecuadamente la historia se debe contar con la ayuda de economistas, estudiosos del derecho, climatólogos, biólogos, geólogos, ingenieros… Debe haber una compenetración entre diversos actores que actualmente trabajan en compartimentos estancos. Empieza a ocurrir, pero poco. ¿Será por el clima o será por la política? ¿Y si ponemos un impuesto? A lo mejor funciona. Hasta que no sea normal, el estudio sobre la riqueza de las naciones será cojo y hemipléjico. Visto lo visto, quizás sería más interesante buscar el origen de la pobreza de los que lo pudieron tener todo y al final no tuvieron nada —quizá si hubieran perdido la guerra y se les hubiera impuesto un catastro…—. Pero la represión les tocó a los catalanes, y se hicieron ricos. Ya es casualidad.
Máquina de hilar maixerina o berguedana. Fotografía: Friviere (CC).