El panorama actual del independentismo, tanto político como cívico, se caracteriza por dosis elevadas de desorientación, en el seno de la sociedad, entre los muchos miles de personas que siguen simpatizando con esta causa, es decir, con el horizonte de una nación catalana libre, soberana e independiente. El desconcierto innegable se traduce con una disminución evidente en la exteriorización del fervor público, cierto escepticismo en cuanto a la capacidad de los dirigentes actuales de conducir la situación a buen puerto, prácticas conscientes de abstencionismo electoral e incomprensión por cómo avanzar sin disponer de una estrategia clara y compartida por los actores políticos, con capacidad de generar complicidad social y lograr así la hegemonía cultural que haga posible la victoria.
La fatiga civil, pues, no es de extrañar teniendo en cuenta la situación, pero no parece muy sensato que a una realidad adversa añadamos, aún, más elementos nocivos. A veces, da la impresión de que algunos compatriotas encuentran placer en la negatividad, en un continuo ejercicio de masoquismo nacional, mediante el cual se regodean señalando, exclusivamente, todo lo que no funciona, sin entrar nunca a valorar los aspectos positivos de la propia realidad social. Basta con que alguien proponga blanco para que, a toda prisa, alguien que hasta ese momento no había abierto boca ni planteado nada, le salte a la yugular advirtiéndole de que no hay más camino que el negro, sin más ánimo aparente que tocar lo que no suena.
Existe, sin embargo, una masa crítica lo suficientemente importante para no estar siempre a punto de tirar la toalla; cientos de miles de personas que votan fuerzas políticas que, formalmente, se reclaman independentistas; miles de ciudadanos que son miembros de entidades cívicas y culturales en todo el país, y que contribuyen con una cuota regular a su funcionamiento; catalanes que dedican una parte de su tiempo personal a dirigir el tejido asociativo y que lo hacen no como una salida profesional, que nunca ha estado fuera de la política, sino como un verdadero compromiso cívico, nacional, sobre todo si se tiene en cuenta que todos ellos tendrían una vida más tranquila si se dedicaran a su trabajo o aficiones. Se implican, pues, y es de agradecer, sólo por conciencia nacional y compromiso cívico.
Aun así, nunca faltan quienes lo encuentran todo mal y dedican sus energías no a combatir a los adversarios del país, sino a criticar, insultar o menospreciar los esfuerzos de aquellos que, con mayor o menor acierto, están activos intentando sacar adelante su idea de país. “No todo lo catalán es bueno” nos decía Jordi Carbonell, de quien este año conmemoramos el centenario, pero tampoco es siempre malo todo lo catalán. La facilidad que tienen algunos para la descalificación ajena es extraordinaria, inmensa, colosal. La capacidad de autodestrucción del independentismo catalán es de gigantescas dimensiones. A poco que observemos, al final resultará que seremos todos un grupo de cobardes, ‘botiflers’ y traidores, adjetivos que se emplean con una facilidad calificadora que hace estremecer.
Es cierto que, en la política, siempre se ha encontrado gente cuya profesión no es fácil de establecer, sobre todo porque nunca ha hecho nada fuera de este ámbito, pero es por completo injusta, por falsa, la generalización de este estatus a todo el mundo que hace política, con la cantinela injuriosa de recurrir a los tópicos de «la paguita», «las poltronas», etc., sobre todo cuando hay gente que no tiene ninguna necesidad de dedicar su tiempo personal, puesto que vivirían mucho mejor de su trabajo, en el que no son pocos los que han destacado con éxito profesional y consideración pública. Llama la atención, además, que, con frecuencia, los que reparten leña patriótica a diestro y siniestro, denostando lo que hacen los demás del modo como sumos sacerdotes de la catalanidad, son incapaces por completo de presentar alguna alternativa creíble, ni un solo camino apto para ser recorrido con posibilidades de éxito.
Desgraciadamente, esto ya nos viene de lejos. El propio presidente Macià, a quien hoy nadie cuestiona, fue calificado de “traidor” en 1931, y, al año siguiente, el futuro jefe del Comisariado de Propaganda de la Generalitat, Jaume Miravitlles, publicaba el libro ‘¿Ha traicionado a Macià?’, mientras los catalanes de América, representantes del catalanismo más irreductible, le reclamaron la bandera con la que le habían obsequiado unos años antes, bordada por damas catalanas de diferentes entidades establecidas en el nuevo continente. Parece poder librarse del mal fario de la alevosía…
En 1935, el iniciador de la demografía catalana, el economista figuerense Josep Antoni Vandellòs, publicaba ‘Cataluña, pueblo decadente’. Dos años antes, el sastre vendrellense Josep Casals i Freixes, junto con el activista de Borges Ramon Arrufat i Arrufat, ambos miembros de Estat Català, editaban la obra ‘Catalunya, pueblo desdichado’. El tema de la desdicha es un recurso frecuentado en otros autores, como el tarraconense A. Rovira i Virgili, quien, en 1939, afirma: “De la máxima desdicha, saldrá el definitivo enderezamiento de nuestra historia, si los catalanes sabemos aprovechar las durísimas lecciones que hemos recibido”. Y Salvador Espriu, en 1954, escribía: “Pues soy también muy cobarde y salvaje/ y amo además con un/ desesperado dolor/ esa mi pobre,/ sucia, triste, desdichada patria”. Aún hace cuatro días, en 2017, el economista Josep Vergés ha publicado una visión de los años duros del franquismo, con el título ‘Un país tan desgraciado’.
No es cuestión de que abracemos un optimismo sin fundamento, ignorantes de la realidad, porque esto sólo conduce al desastre colectivo. Pero también nos aboca a ello, quizá de forma imperceptible, no movernos de la frustración permanente, del pesimismo crónico y de la falta de esperanzas. La botella medio vacía es la expresión científica de que la otra mitad está llena. Un país desdichado, donde quien no es ‘botifler’ es porque es traidor, es un país que da pena y al que nadie quiere apuntarse, porque a nadie complace pertenecer al bando de los perdedores y donde todo el mundo se pelea con todo el mundo.
Dejar la negatividad y abandonar el derrotismo son imprescindibles para empezar a rehacernos. Y, al mismo tiempo, aumentar el sentido crítico en tono positivo, con ánimo constructivo y espíritu colaborador con otros que tienen, como horizonte final, el mismo sueño nacional: salir al mapa de los pueblos libres, con su propio color, y no camuflados con los colores de otros. El espíritu constructivo es, por último, una decisión personal.
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