Hace unos veinticinco años, en el transcurso de una estancia profesional en Valencia, aproveché la ocasión para saludar a Eliseu Climent en su librería Tres-i-Quatre. Como no podía ser de otra forma, la conversación derivó hacia la situación política de aquellos momentos. De repente, después de hacerle algunas consideraciones respecto del ‘Cap i Casal’ (Capital de Catalunya), y con un ademán grave, afirmó: “Si cae Barcelona, cae todo”. La sentencia de este insigne valenciano demuestra un afinado sentido político e histórico de lo que significa nuestra capital para la pervivencia de Cataluña. ¿Tan determinante es Barcelona?
No es casualidad que el general fascista José Solchaga, cuando vio la majestuosidad de la ciudad desde lo alto del Tibidabo en enero de 1939, exclamara: “¡Dios mío! ¿Quién ha permitido esto?”. Pese a su pensamiento primario, no había perdido el criterio del colonizador. Sabía lo que representa la proyección y la fuerza de la capital. Por eso, nada mejor que aniquilarla, degradarla o envilecerla para debilitar definitivamente toda la Nación. Desde 1714, ésta siempre ha sido una constante histórica del conflicto con España.
Han pasado los años y las bombas ya no caen en la Rambla, en Sants o en Gràcia, afortunadamente. Ahora la metralla es amable y se disfraza de una supuesta bonanza económica en forma de un turismo desorbitado, eventos internacionales que benefician a unas élites determinadas y unos precios de la vivienda cada día sólo al alcance de los llamados “expats” (1).
La capital avanza sin cesar hacia un escenario económico con un empleo de poco nivel profesional. Claro, para atender a turistas, altos ejecutivos de grandes compañías y servir el “brunch” a los europeos o estadounidenses que se han instalado aquí porque hace buen tiempo y todo lo compran a precio de saldo con sus sueldos estratosféricos, no es necesaria investigación, desarrollo o innovación. Basta con taxistas y camareros.
Sobre este escenario, hablaba hace un mes el empresario y profesor de la Universidad de Girona, Joan Vila, en uno de sus artículos: “La llegada de tantos turistas, muchos de bajo coste, lleva a que se desarrollen muchas actividades de bajo nivel y poco retribuidas. Es una llamada directa a la inmigración”. ¿El resultado? Los jóvenes barceloneses (y catalanes) más formados se marchan fuera a trabajar y los trabajos se cubren con inmigrantes. Las nuevas generaciones comienzan a asumir que no podrán vivir en la capital de Cataluña sin tener que hacer de criada de los turistas alquilando una triste habitación por casi 700 euros al mes. Un ciclo funesto para el mañana del ‘Cap i Casal’.
Digámoslo claro y sin tapujos: los barceloneses cada día más nos sentimos como una especie de indígenas. Se va apoderando de nosotros la sensación de que nuestro porvenir se reducirá a asistir (hasta el día de nuestra extinción) al espectáculo de unos ricos caprichosos atendidos por una gente recién llegada que debe sobrevivir a base de su limosna.
Así se mata el futuro de la capital de Cataluña y crece imparablemente la sensación de degradación y despersonalización de la ciudad, siempre con la condescendencia de los grupos políticos del Ayuntamiento. Todos lo ven, pero todos se callan porque los artífices del negocio son poderosos y mantienen el rebaño en el redil mientras se llenan los bolsillos. Les viene bien que caiga Barcelona, porque así también cae la Nación.
EL MÓN