La democracia portuguesa se la juega en los próximos años. André Ventura, el líder de Chega, el partido de la extrema derecha que acaba de obtener impactantes resultados en las elecciones del 10 de marzo, tiene un proyecto para el país: se trata de llegar a la jefatura del gobierno y, después, no soltar ese bocado durante décadas. A eso le llama “el gobierno de una generación”. El objetivo es, según Ventura, legar en herencia “un país igual al que nuestros antepasados un día nos dejaron”.
Cuando se cumple medio siglo de la revolución de los claveles, Portugal corre el riesgo de derivar hacia una democracia mitigada, eso que hoy se suele llamar régimen iliberal. A Ventura le bastará con proseguir su camino hasta ganar unas generales y, después, ir controlando los resortes del sistema político luso. En la reciente noche electoral, cuando celebraba la obtención del 18,1% de los votos, el líder de Chega anunció que este era “el último peldaño” de su ascensión al poder.
Ventura ya tiene una gran influencia en las fuerzas de seguridad del Estado, a las que mima con esmero. Cuando el representante de un cuerpo policial, donde cunde el descontento por motivos salariales, amenazó en una entrevista con sabotear el acto electoral no garantizando la participación de la policía en las elecciones, algo necesario para la mecánica de transporte de urnas y votos, fue Ventura quien aseguró, con suficiencia, que “eso no iba a pasar”. Lo dijo con aplomo, casi como si fuera él quien mandaba en las fuerzas de seguridad.
Después del 25 de abril de 1974, también el Partido Comunista Portugués intentó adueñarse de la revolución, una vez fracasado el contragolpe conservador del 11 de marzo de 1975. El escenario internacional de aquel entonces lo permitía. Aún estábamos en la guerra fría y media Europa pertenecía al Pacto de Varsovia. Lo de que Portugal diera origen a una Cuba europea no era un dislate. El proyecto comunista fracasó por tres motivos principales: Primero, la sociedad portuguesa había paladeado un suave desarrollismo en la fase final del Estado Novo, a inicios de los setenta, y estaba más interesada en bienestar y consumismo que en colectivismos redentores. Segundo, el comunismo surgía en la cultura lusa como un cuerpo extraño, algo así como un ovni soviético personificado en la enigmática figura de Álvaro Cunhal, fabricada con acero de Moscú. Tercero, el otro gran partido de izquierda, el socialista, se encaró con las pretensiones comunistas y su líder, Mário Soares, se transformó en un abanderado de la democracia y la libertad.
El Partido Comunista, que en su mejor hora llegó al 19% en unas generales, terminó arrinconado. Ha realizado, cierto, un gran trabajo en algunos ayuntamientos y en los sindicatos, ha influenciado los rumbos de la política portuguesa, sobre todo durante los primeros gabinetes de António Costa, pero, después de los años de fuego de la revolución, no volvió a gobernar el país. Permanece aún hoy en su rincón, desde donde se resiste a condenar claramente la invasión rusa de Ucrania por considerar que Putin tenía motivos para esta operación militar.
Ha pasado medio siglo de la revolución, y la democracia lusa se la juega con Chega. De nuevo, el panorama internacional es favorable: tenemos a Trump, a Orbán, a Meloni, a Milei y compañía. Existe un oleaje de derechas radicales que intenta imponer su marea en todo el mundo occidental. No obstante, en este momento el combate para salvar la libertad portuguesa será mucho más duro que en los setenta, también por tres razones.
Primera, el país no acaba de levantar cabeza de una endémica modestia económica. Mucha gente tiene vidas duras. Si no hubiera subsidios sociales, 4,4 millones de portugueses estarían en riesgo de pobreza, en una nación de 10 millones. Segunda, Chega no es, como el comunismo de inspiración soviética, un cuerpo extraño en la cultura lusa. Sus raíces se hunden en el humus de un añejo tradicionalismo nacionalista que ya ha tenido muchas caras a lo largo de nuestra historia, entre ellas las del rey Sebastián y Salazar. Tercera, su líder, André Ventura, un populista eficaz que, en realidad, fue un alumno de matrícula de honor y un universitario con una ilustre carrera, ya ha logrado conectar con una parte considerable de la ciudadanía. A su alrededor está brotando una auténtica veneración. Además, a sus 41 años, posee una enorme capacidad de trabajo. Ventura no es una broma.
Un pueblo cansado de sufrir debido a las estrecheces de la vida portuguesa, gente, por otra parte, consciente de los peligros del mundo actual, otea en Chega y en Ventura una esperanza y un refugio. Así nacieron muchos autoritarismos. A lo largo de lo que queda de este año, Portugal será uno de los tableros en que se juega la gran partida entre verdadera libertad y democracia atenuada que marcará el futuro de Occidente.
Evitar la ascensión de Chega conlleva, por una parte, trabajar por solucionar de una vez las cuestiones económicas y sociales que alimentan a la extrema derecha, escuchando el sufrimiento que resuena en sus votos; y, por otra parte, es necesario que la derecha democrática se enfrente valientemente con Chega. A Montenegro, el líder de Alianza Democrática (AD), le cabe el papel que Mário Soares tuvo ante Cunhal en el verano caliente de 1975. De momento, las distancias de AD con el partido de Ventura parecen más un ejercicio de táctica política que fruto de una verdadera convicción. Ha llegado la hora de esa convicción.
En la historia portuguesa, los tiempos de libertad, si los contabilizamos, han sido menores que los siglos de opresión. Nuestro pasado juega contra nosotros y a favor de Ventura. Tenemos que ganarnos a pulso otro medio siglo de democracia.
LA VANGUARDIA