Los pensadores, como es esperable, suelen achacar los grandes cambios sociales al progreso de las ideas. Aristóteles, Lutero, Marx… Sin embargo, los hechos hacen creer que son los avances tecnológicos y los descubrimientos científicos los que empujan las ideas de los pensadores a acomodarlas para darles un sentido. Tal y como sostiene Eudald Carbonell, es la técnica la que empezó a humanizarnos hace dos millones y medio de años.
Un caso ejemplar de este orden de cosas nos lo ofrece la “invención” de la imprenta de Gutenberg en 1440. Una novedad tecnológica, ahora de apariencia inocente, pero imprescindible para desencadenar la Reforma protestante, la Contrarreforma católica y doscientos años de guerras llamadas de religión. Y no sólo eso. Según Neil Postman en ‘La desaparición de la infancia’ (1982), sabiendo que una nueva tecnología de la comunicación cambia la estructura de nuestra mentalidad, «la imprenta nos dio nuestro yo, […] y este sentido intensificado del yo fue la semilla que llevó a la floración de la infancia». Dicho brevemente: es la imprenta la que al dar valor a la idea de una identidad personal, hizo posible la aparición de la infancia.
Y como el caso de la imprenta, se podría hablar del reloj, sin el que no habría sido posible la emergencia del capitalismo moderno y que según Lewis Mumford (‘Technics and civilisation’, 1943) fue aún más determinante que la misma máquina de vapor. O de cómo la radio y la televisión volvieron a cambiar los patrones epistemológicos de nuestra relación con el espacio y el tiempo en el siglo XX. Y desde 2009, el impacto de la disposición de la banda ancha en internet, que obliga a establecer, como sostiene James Altucher, un verdadero corte histórico entre un antes y un después de la banda ancha.
Es a través de esta banda ancha como se han ido desarrollando las nuevas formas de comunicación e interrelación personal que han revolucionado nuestra la manera de ver el mundo y de acomodarnos al mismo. Y la última invitada ha sido la inteligencia artificial, el alcance de la disrupción social que provocará todavía está por calibrar. Una IA de acceso popular con un impacto acelerado en las formas de conocer y pensar, de educarnos, curarnos, creer, divertirnos, trabajar y consumir, emocionarnos, redefinir el poder y la democracia, de amar y odiar, en definitiva, de vivir y morir.
La semana pasada tuve la fortuna de visitar el Mobile World Congress. Y de repente me vinieron estas reflexiones a la cabeza. No me cabe la menor duda de que estamos ante una nueva revolución que, sobre una condición humana permanente, cambiará radicalmente las formas de vivir. En un plano personal, me lo hizo ver con claridad el hecho de que con algunas de las nuevas aplicaciones accesibles con un simple móvil, más de un tercio de mis casi cincuenta años de trabajo –traducciones, transcripciones, notas de reuniones, resúmenes, traducción inmediata de voz a varios idiomas…– me los pude ahorrarme para dedicarlos a la dimensión creativa de mi trabajo.
La visita al MWC, más que proporcionarme una opinión precisa sobre la IA, y partiendo de que no sólo no soy un tecnofóbico sino todo lo contrario, me ha reafirmado en las siguientes tres intuiciones. Una, la IA es una tecnología que nos hará avanzar en nuestro proceso de humanización, siempre teniendo claro que el hecho de humanizarnos incluye tanto el desarrollo de las potencialidades evolutivas y éticas que, con los criterios actuales, calificaríamos de positivas como negativas. Dos, está claro que la IA hará inútiles muchos puestos de trabajo, pero como ha ocurrido en todas las revoluciones tecnológicas anteriores, creará aún muchos más nuevos. Naturalmente, la transición será dolorosa para quienes verán que sus capacidades se convierten en inútiles y que la acomodación a las nuevas está llena de dificultades. Y tres, la IA mejorará las condiciones de vida y aumentará el bienestar individual y colectivo general. Entre otras muchas, la salud, el acceso a la cultura o la mejora de las condiciones de trabajo. Tengo plena confianza. Ahora bien, como antes se ha hecho con cualquier otra tecnología, habrá que aprender a domesticarla. Al manual de uso deberá añadirse una dimensión ética, expresada en una “buena educación cívica” traducida en unas rutinas prácticas, que nunca estará escrita del todo pero que deberá guiar –también con nuevos ordenamientos jurídicos– la su aplicación.
Y si algo lamento es no haber nacido lo suficiente más tarde como para poder disfrutar plenamente y al mismo tiempo ser tan crítico como hará falta que se sea.
ARA