Es casi universal que la libertad se reclame cuando exista privación de ella. Durante siglos a las masas de vasallos les han faltado fundamentalmente dos cosas: libertad y los medios de producción. “Tierra y libertad” era el lema de una organización anarquista rusa de los años sesenta y setenta del siglo XIX, de donde tomaron nombre el diario anarquista fundado en Gràcia en 1888 y el que se publicó al año siguiente en Madrid, antes de trasladarse a Barcelona en 1906 y pasar a ser editado por la FAI en 1930. Aquel lema, que también fue adoptado por Emiliano Zapata durante la revolución mexicana, carecía de tradición en Cataluña. «Libertad, igualdad, fraternidad» era la palabra de orden de la Revolución Francesa, pero en Cataluña la revuelta se había hecho al grito de «¡Viva la tierra!» ¡Mira el mal gobierno!” La idea de dar un vuelco al mundo no catalizó el Corpus de Sangre (1); ni inició ninguna revolución anarquista contra el gobierno como tal. Era una explosión social contra la alteración de una legitimidad anterior por imposición de la política centralizadora de Felipe IV de Castilla y su privado el conde-duque de Olivares. Los segadores clamaban contra el mal gobierno y contra los traidores, es decir, contra los catalanes que ejecutaban los abusos de la corona.
Para no perderse en el laberinto de las abstracciones y las disputas estériles que aparecen como forúnculos, conviene tener presente la advertencia de Isaiah Berlin: “Las palabras, ideas y acciones políticas sólo son inteligibles en el contexto de los asuntos que dividen a las personas que las utilizan”. Si no entendemos la naturaleza de los problemas, difícilmente entenderemos el sentido de las palabras que vertemos, y si no entendemos el uso que hacemos de las palabras tampoco entenderemos nuestra actitud ante los problemas.
De los muchos problemas que afectan a los catalanes, como catalanes –y no sólo como españoles, europeos, occidentales o, en la vertiente más particular, como campesinos, urbanitas, consumidores, padres o hijos, mujeres y hombres, estudiantes o jubilados. Entre los problemas que les afectan como catalanes, es decir, como personas con un sistema de identificaciones sociales que incluye la identidad nacional, está la falta de libertad. Así se desprende de las pancartas exhibidas en las manifestaciones antes y después del referéndum de 2017 con eslóganes como ‘Freedom for Catalonia’, ‘Libertad presos políticos’ o simplemente ‘Libertad’. Y no cabe duda de que la mayoría de catalanes, si les hubieran preguntado para qué querían un referéndum de independencia, habría respondido que para gozar de más libertad. El eufemismo “derecho a decidir”, que Artur Mas invocó para satisfacer la demanda social de un referéndum, reclamaba la libertad de empezar un procedimiento de autodeterminación sin coacciones del Estado, que ya había intervenido de forma muy grosera cuando revocó una parte esencial del estatuto de autonomía.
Aparte los encarcelamientos por razones políticas, que no ofrecen ningún problema de interpretación filosófica o moral, vale la pena profundizar en el carácter de la libertad que reclama el independentismo, una libertad que no es evidente a todos, si juzgamos por la dificultad que el independentismo encuentra para imponer su relato. En un famoso ensayo, (Isaiah) Berlin analizó dos de los principales sentidos de la palabra “libertad”. El primer sentido, que llamó libertad negativa, concierne a todo lo que se puede hacer sin interferencias de nadie. Dicho a la manera popular: es la potestad de hacer lo que nos apetece, lo que nos da la gana de hacer. El sentido negativo parece cubrir bien la reivindicación catalana, que supone la interferencia del Estado en áreas en las que los catalanes querrían poder actuar de una manera diferente a cómo lo hacen. Si alguien pone en duda la interferencia estatal acusando la reivindicación de victimista, los catalanes siempre podrán remitirse a la evidencia señalando, por ejemplo, que el Estado impide institucionalizar el idioma en todos los espacios de la vida pública. O que priva al gobierno autonómico de aplicar las competencias transferidas, bloqueándolas con leyes de armonización de las autonomías o recurriendo sistemáticamente contra la legislación del parlamento catalán ante el Tribunal Constitucional. Todo esto y más es incontestable, pero no puede descartarse que la causa última de la dependencia sea la incapacidad política –una posibilidad para la que también hay evidencia abundante.
La experiencia reiterada de mal gobierno e incluso de desgobierno en diversas épocas no puede atribuirse exclusiva ni principalmente a la falta de libertad política. Xavier Rubert de Ventós rebautizó los Países Catalanes con la sigla PPP, Países Políticamente Pobres. Repasando la historia del país o países hasta la actualidad, diría que les corresponde más el acrónimo PPE, Países Políticamente Estúpidos. No porque, a la manera del capitalismo más darwinista, considere la pobreza correlativa de la deficiencia mental, sino porque en política la pobreza de recursos no es una descripción de una carencia ingénita, sino una metáfora de la incapacidad demostrada para captar las oportunidades. En camino de construir una de las naciones más potentes de Europa entre la Baja Edad Media y el Renacimiento, los catalanes lo perdieron todo, trozo a trozo, como herederos de una familia opulenta en otro tiempo que derrochan su herencia. Y en la etapa moderna, cuando Cataluña concentraba la riqueza peninsular y era pionera en modernizar la sociedad, derrochó la ventaja en orgías autodestructivas astutamente aprovechadas por el Estado. Aquí habría que recordar las cinco reglas de la estupidez del profesor Carlo Cipolla, alterando la tercera, la regla de oro, para adaptarla a nuestra especificidad. El estúpido –dice Cipolla– es quien perjudica a los demás sin beneficiarse o incluso con perjuicio para él. Nuestra variante sería: el estúpido es quien se perjudica a sí mismo pensando perjudicar a otros que acaban beneficiándose.
El sentido positivo de libertad deriva del deseo de ser el propio dueño, expresado en el lema «los catalanes no tenemos rey». Este sentido se diferencia del anterior, en el que el acento se pone en el propio albedrío y racionalidad, en la voluntad de autodeterminación y de responsabilidad, mientras que la libertad en sentido negativo consiste en no ser privado por otros de actuar de acuerdo con su propia voluntad. La diferencia parece muy pequeña, pero históricamente ha tenido consecuencias importantes, explica Berlin, debido a la fuerza inercial, del ‘momentum’, que tomó la metáfora de autodominio.
No dispongo de espacio para seguir la argumentación de Berlín, y me limito pues a apuntar las consecuencias del deseo de autodeterminación cuando se predica de un sujeto dividido entre un yo verdadero, racional o juicioso –la Cataluña real de algunos políticos, pongamos por caso– y un yo pasional, ignorante de su interés, ofuscado, recalcitrante. Con esta bifurcación del sujeto de la libertad, se pueden desterrar las preferencias y sentimientos de las personas empíricas, coaccionarlas y oprimirlas en nombre de su verdadero ser. Y hacerlo con convencimiento de que los objetivos superiores coinciden con la libertad del yo real, aunque el yo empírico ignore su auténtico interés. La libertad en sentido positivo puede derivar en la idea de que hay que hacer triunfar la forma de vida correcta, arrastrando a los tercos por todos los medios necesarios. La forma de vida correcta es sinónimo de corrección política, una idea que no es de derechas ni de izquierdas, puesto que enlaza la tiranía de los tradicionalistas –la Inquisición o el maccarthismo– con la de los revolucionarios –la guillotina y el Gulag. Tenía razón Pilar Rahola criticando el pasado domingo el relato de la izquierda catalana –ella llamaba “determinada izquierda”, pero lo cierto es que cuesta mucho discernir alguna otra– como un “problema de libertades”. Denunciaba «el acoso, coerción, amenazas y censura ideológica» en nombre de la corrección política. Es decir, en nombre de la libertad entendida en el sentido positivo de Berlín de dominio ajeno sobre la base de creerse en posesión de la verdad. Rahola lo remachaba aludiendo a la experiencia histórica antes mencionada al hablar de orgías autodestructivas: “Por decirlo claro y catalán: estamos sufriendo una izquierda con tics totalitarios que no es nueva en Cataluña, como bien nos recuerda la memoria trágica”. Durante décadas la experiencia del franquismo indujo a confundir totalitarismo con fascismo, que en España es básicamente de raíz castellana, disimulando que el totalitarismo tenía otros ascendientes ideológicos en tierras catalanas.
Berlin creía que las nacionalidades oprimidas no buscan libertad de acción sin trabas sino algo más simple: ser reconocidas como entidades colectivas con voluntad propia y decididas a actuar de acuerdo con esa voluntad. Porque se puede sentir privado de libertad por no ser reconocido como una persona capaz de autogobernarse, pero también como miembro de un grupo no reconocido o no suficientemente respetado, y este sentimiento suele traducirse en deseo emancipación del grupo o nacionalidad en cuestión.
(1) https://es.wikipedia.org/wiki/Corpus_de_Sangre
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