La entrevista a Agustí Colomines que publicamos el sábado ha movido un intenso e interesante debate, que incluso ha tomado la forma de comentarios intercambiados en X entre él mismo y Josep Costa, básicamente en torno a la expresión «perdimos».
En la entrevista, Colomines, a quien agradezco la generosidad y el rigor a la hora de responder, en un momento determinado dice esto: “Partimos de algo que no entendemos: perdimos. A ver si nos lo metemos en la cabeza. No vivimos en una república catalana independiente. Perdimos y estamos intentando recuperar la iniciativa. La historia, para nuestra suerte, no nos ha abandonado y todavía tenemos capacidad de combatir. Es sólo eso.”.
Leyendo el conjunto de la entrevista –y el final de la misma respuesta ya va por ahí–, este “perdimos” no tiene la entonación ni quiere las consecuencias del relato que ERC empezó a vender inmediatamente después de octubre de 2017. Pero, dado que ha sido pronunciado en un momento particularmente importante del proceso y con mi respeto al profesor Colomines, me gustaría aportar algún elemento a este debate.
En primer lugar, está precisamente el hecho de que vivimos un proceso –como él explica magníficamente cuando describe las consecuencias de cada paso que se ha dado por el mundo que era convergente. Y en un proceso los hechos no se pueden individualizar y romper su secuencia. O deja de ser un proceso.
Pero está sobre todo la existencia de hechos irrefutables. Y esto marca la diferencia. No es sólo la realización del referéndum, sino sobre todo la declaración de independencia proclamada en el Parlament de Catalunya el 27 de octubre, e incluso –a los efectos de lo que hablamos ya sería suficiente– la declaración firmada por los parlamentarios el 10 de octubre mismo y la proclamación de diez segundos hecha por el president Puigdemont.
En torno a todo esto, hemos dado muchas vueltas estos años: si se publicó o no, si es válida o no… Desde el punto de vista de la ley internacional –que es lo único que debería importarnos–, es una declaración clara y perfectamente válida. Y, si puedo decirlo así, todos deberíamos saber que las declaraciones no se publican en el BOE del Estado del que te separas –la Generalitat es Estado español– , sino que se ponen después en una vitrina del museo y las visitan los niños de las escuelas.
Evidentemente, el parlament puede anularla en cualquier momento –con la ley internacional en la mano, nuevamente, esta declaración no puede ser anulada por un órgano de un “Estado extranjero”, como lo es el Constitucional español. Pero lo cierto es que no la ha anulado. Y la importancia de esto se entiende rápidamente si pensamos en la hipótesis de que finalmente no se hubiera proclamado. Entonces sí que no tendríamos ningún elemento al que acogernos y sería necesaria una proclamación más o menos formal.
Se dirá que todo esto que explico no es más que retórica, palabras vacías a la vista de la realidad. Que la república no existe. Y entiendo que se pueda interpretar así. Pero ocurre que la experiencia personal e histórica me ha llevado a entender que, en un proceso de emancipación, la proclamación de independencia y que sea un hecho indiscutible no van necesariamente encadenados. Y hace años que esto me hace ser muy prudente a la hora de afirmar que perdimos.
En Cataluña hay un exceso de formalismo al respecto. La independencia es una cuestión puramente de poder, de ejercicio del poder, y esto lo sabe todo el mundo. Ahora mismo parece increíble, pero existe un parlamento donde la mayoría parlamentaria, que representa al 52% de la población, ha sido votada para hacer la independencia. ¿No la hacen? Es evidente que no. ¿No la harán? A mí me parece evidente que no. ¿No quieren hacerla? A mí me parece claro que unos más que otros, pero nadie quiere asumir los riesgos penales de hacerla en el Estado español en 2023. ¿La podrían hacer? Mañana mismo. Al igual que en 2017: exponiendo abiertamente el conflicto y forzando a la comunidad internacional y muy particularmente a la Unión Europea a tomar parte –un “tomar parte” que hoy sería muy diferente al de 2017, después de todo lo que ha pasado en la justicia española y después de la evidencia de seis años resistiendo la represión que deja muy claro a la comunidad internacional que la independencia no era una reacción extemporánea ni un proyecto de un momento.
Pero imaginemos que ocurriera. Imaginemos que hay un segundo envite y esta vez se lucha por el control del territorio y se alcanza una situación internacional que origina cambios reales. ¿Qué significaría entonces el Primero de Octubre? Los catalanes, por estética, somos capaces de hacer cualquier burrada, pero pienso que acierto si digo que la nueva constitución republicana reconocida internacionalmente empezaría con una frase más o menos como esta: “El pueblo de Cataluña, nación europea de raíces milenarias, votó el primero de octubre de 2017 su autodeterminación y se proclamó república independiente como una consecuencia legítima del ejercicio de este voto y de acuerdo con la ley internacional y la voluntad de su pueblo. ”.
¿Ciencia-ficción? Yo sólo puedo aportar hechos comparables. La actual constitución de Estonia comienza con este párrafo: “Con una fe inquebrantable y una voluntad firme de reforzar y desarrollar el Estado que encarna el derecho inextinguible del pueblo de Estonia a la autodeterminación nacional y que fue proclamado el 24 de febrero de 1918, que se fundamenta en la libertad, la justicia y el estado de derecho, que se crea para proteger la paz y defender al pueblo contra la agresión desde el exterior, y que constituye un compromiso con las generaciones presentes y futuras para su progreso y bienestar social, que debe garantizar la preservación del pueblo estonio, de la lengua estonia y de la cultura estonia en el curso de los tiempos, el pueblo de Estonia, sobre la base del artículo 1 de la Constitución que entró en vigor en 1938, y en el referéndum realizado el 28 de junio de 1992, ha adoptado la siguiente Constitución.”.
Fíjese en las fechas. 1918, 1938 y 1992. Precisamente entre febrero y noviembre de 1918 Estonia fue ocupada por el imperio alemán; entre junio de 1940 y junio de 1941, entre julio de 1941 y septiembre de 1944 y entre agosto de 1944 y agosto de 1991 fue ocupada por la Unión Soviética; y entre julio de 1941 y septiembre de 1944 fue ocupada por el régimen nazi alemán.
¿Qué quiero decir con esto? Que cuando Estonia proclamó –unas cuantas veces, y algunas fallidas– la independencia, en 1991, simplemente decidió que el hecho creador que le daba consistencia como nación había pasado en 1918. Y lo utilizó para justificar su estatidad. Pasó por alto, porque cuando te haces independiente puedes pasar por alto casi cualquier cosa, que en todo aquel período el Estado estonio sólo había tenido una existencia real en los primeros veintiún años, mientras que ya hacía cincuenta y uno que formaba parte de la Unión Soviética, a consecuencia «de la expulsión del poder de los capitalistas y terratenientes» -palabras textuales de la constitución de la República Soviética de Estonia adoptada en 1940 y que, ésta sí, había anulado formalmente la declaración de independencia y la constitución previa.
Podría poner docenas de ejemplos similares. Alfabéticamente, podríamos recorrer el mundo de Albania, que hoy se proclama ella misma independiente desde el 28 de noviembre de 1912 a pesar de ser ocupada aún después durante más de un año, hasta Zimbabue, que lo hace al revés y proclama como a fecha de independencia el 18 de abril de 1980, a pesar de haber existido como Estado independiente, racista, desde 1965. Pero creo que no es necesario, y que el lector habrá entendido con creces lo que quiero decir. Y por qué digo, por tanto, que ahora mismo creo que es un juicio de valor muy arriesgado afirmar que en 2017 perdimos.
VILAWEB