Que en las Cortes españolas se pueda hablar el catalán con normalidad –y aranés, vasco y gallego– es una buena noticia. Incluso, desde una perspectiva independentista, creo que hay que recibir con satisfacción que se haya logrado lo que hasta hace cuatro días era autoritariamente rechazado. Es cierto que todavía está por ver qué repercusión tendrá este reconocimiento en el conjunto de las relaciones entre la administración española y los ciudadanos que tenemos estas lenguas como propias, o en cuestiones tan relevantes y todavía no resueltas como la de la unidad del catalán. Pero que se reabran viejos debates no resueltos y se inicien otros nuevos es positivo.
Me doy cuenta perfectamente de que la presencia del catalán y el resto de lenguas en las instituciones políticas puede ser interpretada en dos claves contradictorias. Una, como un avance en el reconocimiento de la diversidad cultural del Estado para así rebajar las expectativas secesionistas y favorecer la sumisión. Es decir, que avale toda esta palabrería de la concordia y el reencuentro. La otra, como una victoria hacia el reconocimiento nacional y el derecho a la autodeterminación asociado al mismo.
Pero, más allá de las retóricas políticas que se empleen para justificar un cambio más forzado que querido, creo que el uso habitual de la diversidad de lenguas tendrá consecuencias indirectas que favorecerán, por la vía de los hechos, la comprensión de la actual diversidad nacional del Estado. Un reconocimiento que, de haberse facilitado desde el inicio de la Transición cuando había una mayor disposición al cambio de mentalidad política, habría ahorrado muchos conflictos.
A primera vista, se me ocurren cinco buenas consecuencias del uso de las diversas lenguas en Las Cortes. Una principal, hacer visible y naturalizar lo que se ha querido ocultar y hacer excepcional. Y haciendo visible la naturalidad de su uso, en segundo lugar, obligar a los españoles a ponerse frente al espejo de una realidad que desmentirá la imagen uniforme que se han hecho de sí mismos. Terceramente, trasladar el conflicto lingüístico que han fabricado a las naciones con lengua propia al espacio político de quienes le atizaban. Por eso hay quien reacciona con tanta irritación.
En cuarto lugar, si bien es cierto que este uso institucional en Madrid no resuelve el uso de las lenguas no castellanas en los patios de las escuelas, en el ocio juvenil o en los medios de comunicación, al convertir lo que se consideraba doméstico y privado en formal y público, le otorga un estatus que –sobre todo entre la población extranjera– cambia su percepción y le confiere prestigio. Y quinto, a pesar de las resistencias iniciales, las actitudes reactivas en contra de la diversidad lingüística decaerán. Aquella típica reacción del camarero o del taxista exigiendo el ‘hábleme en español’, que reflejaba lo que avalaban las instituciones públicas, se verá desacreditada y languidecerá.
Que con el tiempo, a causa de este reconocimiento formal, se imponga una relajación de la reivindicación de los derechos nacionales o que, por el contrario, se afiancen, dependerá de cómo se gestione políticamente el cambio. Las incógnitas son muchas. La más inmediata, la de cuál será la composición de un nuevo gobierno en España, que podría enviarlo todo a freir espárrragos.
Pero también hay oportunidades que no se pueden dejar pasar, sobre todo si tenemos en cuenta que hay un ‘mientras tanto’ que gestionar hasta que lleguen las nuevas circunstancias que permitan “volverlo a hacer”. Trabajar por la visibilidad y el prestigio del catalán y sobre todo por su uso, particularmente ahora que en el País Valenciano y las Islas Baleares se ha desatado una guerra abierta para hacerlo desaparecer, es una prioridad que hay que defender por solidaridad pero también por la propia supervivencia. Y si bien es necesario vincular la lengua a su utilidad práctica –tanto para respetar los derechos de los consumidores como, entre otras, para mejorar las oportunidades laborales–, sobre todo es necesario que se vea como vía para la conexión afectiva de todos con la nación y el compromiso con sus futuras aspiraciones.
Al fin y al cabo, si creemos que es la lengua la que hace principalmente la nación, quien la mantiene y quien le garantiza el futuro, es obvio que la diversidad de uso de lenguas en el Estado desmonta uno de los fundamentos sobre los que hasta ahora se había construido su forzada unidad nacional. Y cuando nos marchemos, le habremos endosado lo que más amamos: la libertad de aceptarse a sí mismos como diversos.
ARA