Miedo a las palabras

Quien quiere modificar la conducta comienza por chapucear el lenguaje. El filólogo Victor Klemperer, fedatario de la represión nacional-socialista en sus diarios, escribió un ensayo sobre la manipulación de las palabras bajo aquel régimen. Los nazis no fueron los primeros ni los últimos en deformar el lenguaje para alterar la realidad. Esto ya lo habían hecho los comunistas en la Unión Soviética y lo hicieron otros gobiernos interesados en cambiar el sentido de las cosas. Basta recordar algunas palabras surgidas durante la primera guerra del Golfo: “daños colaterales” para referirse a las víctimas circunstanciales, “bombas inteligentes” para los explosivos guiados con sistemas remotos, y “operación” para disimular la brutalidad de la guerra, eufemismo que Putin ha reciclado, acorazándole penalmente para que nadie se atreva a llamar vino al vino.

Pero no es sólo en las guerras donde se desbarata el lenguaje. En el día a día, la ingeniería lingüística se aplica a optimizar los significados manipulando los significantes. Las empresas “sueltan” a los trabajadores en lugar de despedirlos; alguien está “entre trabajos” o “considerando las opciones” en lugar de no tenerlos; «económicamente desaventajado» hace que un pobre parezca menos pelado, e «ingeniero de sanidad» parece ennoblecer un ‘pringado’ de la limpieza. Si bien muchos eufemismos tecnifican conceptos ordinarios a fin de subsanar su connotación, los hay malditos y sepultados bajo la censura. Hoy en Estados Unidos la palabra ‘negro’ (un préstamo lingüístico del español) equivale a transgredir no ya la buena educación sino todo un tabú. Y como toda violación de un tabú, vocalizar esta palabra conlleva un castigo fulminante. En inglés ‘Black’, la palabra autorizada, significa literalmente lo mismo, circunstancia que revela que la interdicción no afecta al orden semántico sino a un sistema muy delicado de reflejos inducidos mediante el lenguaje. Por eso la gente pulida se sirve del circunloquio “la palabra n” para decir lo que no se puede decir con todas las letras. Ahora bien, no hace tanto que la palabra prohibida era la habitual –la variante despectiva era ‘nigger’– y con este valor referencial se encuentra en la literatura anterior en los años 60, incluida la de los escritores afroamericanos, que con el cambio de marco mental se convirtieron en políticamente incorrectas y quizás llegará un día que serán expurgadas.

Actualmente hay pocas palabras tan tergiversadas como “racista”. Aunque de reciente origen, en pocos años ha cambiado de piel, ha perdido el significado primordial de adepto a una teoría biológica y ha acabado reducido a un expletivo de uso habitual en las luchas sociales contemporáneas. La gente acostumbra a emplearlo a lo tonto, no como elemento de un análisis racional, sino para remachar una diferencia axiomática y hacer inviable su resolución. Un ejemplo entre miles: en marzo de 2016 el manifiesto Koiné daba la alarma por la inminente extinción del catalán y señalaba las causas, entre ellas la complicidad de muchos inmigrantes con el objetivo español de sustituir el idioma autóctono por el de Castilla. Lluís Rabell, portavoz de la coalición ‘Catalunya Sí Que Es Pot’ en el parlamento, salió al atril revestido de furia justiciera y tildó de racista el manifiesto sin que nadie abriera la boca. Interpelado por Rabell, el presidente Puigdemont se desembarazó de la cuestión relativizando el valor del manifiesto. Cuando vuela la palabra “racista” la mayoría agacha la cabeza y este sometimiento explica la eficacia de una palabra al servicio de las ganas de hacer daño.

Ocurre algo parecido con los locativos. Hace tiempo que critico la arbitrariedad de fijar –los marxistas lo llamaban “reificar”– las afinidades políticas con un sistema tan primitivo como la orientación “derecha e izquierda”, que, puesto que se necesitan una a otra como la cara y la nuca, son fácilmente intercambiables. Esta categorización patentemente reduccionista viene de la ubicación de los diputados en la Asamblea Nacional francesa durante la revolución. Los realistas se sentaban a la derecha del presidente y los revolucionarios a la izquierda. Desde entonces las doctrinas han cambiado y la distribución parlamentaria no es la misma en ninguna parte. De hecho, los papeles se han invertido a menudo, los revolucionarios de ayer se convirtieron en defensores del ‘status quo’, y los supuestos conservadores pusieron en marcha verdaderas revoluciones. Cuando alguien quiere sembrar el pánico con el auge de la derecha, pasa por alto que algunas de las grandes catástrofes del siglo XX están en la cuenta de la izquierda, entendiendo por izquierda todas las formas del socialismo, incluidos los fascismos y el nazismo, primos hermanos del «socialismo en un país» de Stalin y Bujarin. En España, falangismo y anarquismo, aparte de los colores de la bandera y un sistema de referencias similar (la hostilidad contra la burguesía, la sindicación del trabajo y la regulación de la economía), compartían suficientes principios de “renovación” radical de la sociedad como para facilitar el trasvase de afiliados entre las organizaciones respectivas. Al fin y al cabo, la Falange y la FAI bebían de la misma fuente: la doctrina de Sorel sobre el uso revolucionario de la violencia.

El uso mecánico de esta terminología no sólo no orienta sobre los objetivos y acciones de las agrupaciones políticas, sino que desorienta. ¿Qué referente al mundo real tiene el eslogan «somos la izquierda» del PSOE (tal como si dijeran «somos los más guapos»)? ¿Qué es actualmente la sigla inicial de los republicanos sino el cuento de una época destruida? ¿Qué conclusiones acreditan la expresión “extrema izquierda” referida a unas formaciones que oscilan entre el fantasma de la utopía, la fascinación por la reglamentación represiva y una doctrina económica creadora de miseria donde se ha puesto en práctica? Quizás una definición útil de los extremos es la apelación al ejercicio de la violencia, tanto si se trata de la violencia de los fiscales que piden años de cárcel para un manifestante que desplaza una valla como si se celebra la que mueve a los grupos de oposición cuando se enfrentan al “sistema.” De lo contrario, el recurso al concepto de extremo es él mismo extremista cuando no es más que un atajo verbal para rehuir el debate sobre cuestiones incómodas.

Estos días la taquigrafía verbal ha vuelto a raíz del triunfo de Aliança Catalana en Ripoll, con los medios etiquetando de extrema derecha la formación de Sílvia Orriols. Como es habitual con las categorías moralizantes, el calificativo es una descalificación más que una descripción. No dice casi nada sobre el programa de la persona o personas que son su objeto ni del contexto que explica su emergencia en el horizonte político. En este caso, un problema sobre el que los medios suelen pasar de puntillas hasta que les sorprende porque no entraba en el guion. Es evidente que el problema no es la victoria electoral de Orriols, sino la situación que le ha ayudado a ganar la alcaldía, siempre que no se pretenda bautizar también de extrema derecha a la mayoría de la gente de Ripoll. Porque si la solución es un cordón sanitario para neutralizar a los representantes elegidos, me temo que harán falta muchos metros de cuerda para aislar a la gente.

Para debatir racionalmente un principio es ponerse de acuerdo en el significado de las palabras. Por extrema derecha solía entenderse la organización política del autoritarismo con una clara propensión a la violencia. No es una definición demasiado precisa, pero diría que ha sido la más corriente. Esta definición tanto sirve para el régimen de Pinochet, la Junta argentina, Fuerza Nueva, los ‘Proud Boys’ de Trump y los “proud chicos y chicas” de Santiago Abascal, como para los jemeres rojos, los sandinistas, el régimen de Sadam Husein y los actuales regímenes de Putin, Ebraim Raisi, Xi Jinping y Kim Jong-un, entre otros. Se mire por donde se mire, Silvia Orriols y Aliança Catalana no tienen nada que ver con ningún doctrinario autócrata ni hay evidencia alguna de que promuevan la violencia. Por el contrario, la campaña electoral la han centrado en valores clásicos del liberalismo como promover la reindustrialización del país con una política favorable a la inversión y la productividad, la seguridad y el control de la inmigración. Una tríada de sentido común para cualquier sociedad constituida y estable. Si uno sigue sus intervenciones en los plenos del Ayuntamiento de Ripoll, encuentra interpelaciones en el consistorio por inconsistencias en el reglamento y dejadez en la aplicación, así como alarma por la inseguridad a raíz de la conducta de una parte del colectivo de inmigrantes de cultura islámica. Ésta es, pues, la yesca del pecado: dar la alarma a raíz de un fenómeno de alcance europeo y de singularidad catalana dentro del Estado español, ante el que los partidos del arco parlamentario catalán y los medios de comunicación han optado por el silencio o el anatema sobre quien ponga en cuestión su bondad. Pero esto significa, simplemente, que la palabra «extrema derecha» ha mutado a un significado ajeno al tradicional de la palabra. Y, como siempre en política, no es ocioso preguntarse ‘qui prodet’

Regular la inmigración es la incumbencia de las sociedades democráticas y una de las razones de ser de las fronteras. La idea de eliminarlas es un desatino de intelectuales subidos al espejismo de una paz muy larga y una bonanza económica sin precedentes. En Estados Unidos, el control de la inmigración preocupa igualmente a los demócratas y los republicanos; sólo difieren en la forma de abordar el problema. Nadie con dos dedos de frente calificaría de extrema derecha la preocupación por un fenómeno con un gran potencial desestabilizador. Y todavía hay que tener en cuenta que la inmigración irregular en Estados Unidos no presenta el desafío que implican la extensión y empoderamiento del Islam en Europa. Negarse a abordar sus consecuencias en Cataluña sin medios ni voluntad institucional para integrar una inmigración culturalmente refractaria es suicida. Es no querer aprender de la experiencia de países que, pese a disponer de medios, de instituciones propias de gobierno y de mayorías autóctonas, han sido incapaces de incorporar a la cultura general los núcleos de inmigración islámica incluso en segunda y tercera generación. No sólo no han sido capaces de integrarlos; ni siquiera son capaces de proteger a los apóstatas, como Ayaan Hirsi Ali, o a los críticos como Salman Rushdie y una larga lista de víctimas de una cultura que demasiado a menudo esparce el terror por una dignidad mal entendida. En Cataluña los políticos y los medios esconden la cabeza bajo el ala ante el goteo de este tipo de eventos. Valga como ejemplo de encogimiento la disputa por el gag de la Virgen del Rocío en Polonia. Cuando alguien le criticó por irreverente con un icono católico pero cuidadoso de no ofender religiones más vengativas, el productor Toni Soler emitió otro con un personaje que representaba a un musulmán. La hipocresía estaba pues servida. Todo el mundo podía ver la diferencia entre hacer burla de un creyente anónimo y desacralizar una imagen reverenciada. En vista de lo que pasó con las caricaturas de Mahoma en el diario danés Jyllands-Posten y en Charlie Hebdo, Soler se guardó mucho de repetir la broma, atrincherándose tras el equivalente de un señor que volviera de misa de once con el roscón en la mano.

Matar al mensajero no resuelve los problemas. Negarlos aún menos. Así como la pasividad de Companys ante la ola anarquista facilitó la victoria de Franco –dando argumentos a quienes se oponían a levantar el embargo de armas–, la apatía ante el crecimiento del Islam en Cataluña y la obstrucción de medidas para limitar su alcance y encauzarlo democráticamente acabará llevando a Vox al poder como solución de urgencia. Sólo que, como en otras ocasiones, el remedio se aplicará en clave española y puede ser peor que la enfermedad.

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