Algunos de los que leen artículos como el que escribí sobre Xavier Trias me preguntan a quién deben votar los independentistas en Barcelona. Más allá de que yo no soy nadie para decir a la gente qué debe votar –porque yo intento explicar la realidad tal y como la veo para que la gente a la que le interesa lo que digo tome decisiones con un punto de vista más–, no tengo una respuesta. Básicamente porque, en el contexto en el que estamos, pienso que la pregunta no es correcta.
Como decía en aquel artículo, yo entiendo perfectamente a los barceloneses que votarían a un pingüino si sólo hubiera la opción de elegir entre el pingüino y Ada Colau. Pero precisamente la gestión de la actual alcaldesa, ineptitud aparte, es un escenario buscado para ponernos ante este dilema: el de volver a las cosas que interesan a la gente, como si el conflicto nacional no impregnara todo lo que está en debate en la ciudad, como el turismo, el transporte, la ecología, el urbanismo o el acceso a la vivienda. Es la misma lógica que siendo independentista votar a Salvador Illa para acabar con las políticas de Pere Aragonès, sobre todo teniendo en cuenta que, al igual que el PSC es socio de gobierno de Esquerra en la sombra, también Junts y Esquerra lo han sido de Ada Colau, votando favorablemente (incluso más en el caso de Junts) la gran mayoría de iniciativas del gobierno municipal.
Sin poner este conflicto en el centro del debate –sea a la hora forjar alianzas (que Trias, como en Esquerra, ya ha decidido que pueden ser con los partidos que garantizan la persecución de los independentistas) o sea para boicotear al Estado en su uso del puerto, por ejemplo– todos los candidatos son el mismo candidato. Da igual a quién votemos: para lo que utilizarán nuestro voto es para consolidar las estructuras locales de partido mediante subvenciones por representación y miles y miles cargos y sueldos a ayuntamientos, consejos comarcales, diputaciones, etc., que son las mismas que después tienen todos los incentivos del mundo por perpetuar liderazgos sometidos a España. De hecho, los partidos son los que nos ponen a la persona más adecuada porque saben que en las municipales “se vota a la persona”.
Y como todos los candidatos a las municipales están bajo la tutela de España –como era evidente que ocurriría desde el mismo momento en que se decidió obedecer las razones de las porras y no de los votos, del juez Llarena y no del Parlament–, yo no me siento llamada a las elecciones: ni para votar en blanco, ni para votar nulo con la papeleta del 1-O, ni mucho menos para votar al mal menor. No porque no votar tenga una gran relevancia política (que quizá la tenga más de lo que pensamos, porque los partidos independentistas han salido desesperados a intentar quitarnos la abstención de la cabeza), sino porque el mayor ejercicio de libertad que puedo imaginar en un país ocupado es rechazar ese simulacro de democracia que ofrece el ocupante para después poder decir que somos los que más participamos de la farsa. Todo ello, con la ayuda inestimable de quienes dicen ser de los nuestros.
La lectura que hagan después unos u otros me da igual, porque liberar la mente del argumentario colonial es precisamente eso. Y una abstención masiva sería una buena noticia. No porque dejar sin cargos a mucha gente que hace de tapón para que aquí no se mueva ni una mosca, fuerce al independentismo institucional a una reflexión, cosa que dudo mucho, sino porque quisiera decir que empezamos a pensar al margen de la prensa, al margen de los partidos, al margen de las élites, y que cuando surja una alternativa real, que escape al control de todos ellos, no nos tragaremos tan fácilmente lo de la división del voto independentista, ni elegiremos entre los que salen en el debate de Jordi Basté, sino que volveremos a estar atentos a Twitter, a Telegram y al mundo libre para decidir. Querrá decir que volvemos a la mentalidad del otoño de 2017, en la que creímos (y demostramos) que el país es más fuerte que sus instituciones.
EL MÓN