¿Qué significa terrorismo? De la histórica connotación positiva al abuso para acorralar la disidencia

La utilización descaradamente ideológica de la palabra “terrorismo” la ha convertido en inservible a la hora de realizar un análisis de la realidad. Brian Jenkins, uno de los analistas más serios del fenómeno, ya dejó bien claro hace años que “decir que alguien es terrorista depende sobre todo de nuestro punto de vista político” –si son de los nuestros nunca serán terroristas. Por esta razón el uso de esta palabra implica hoy en día un juicio moral. Lo que es importante entender porque quiere decir que si alguien te arrastra a hacerte creer que éste o aquel es un terrorista, indirectamente habrá conseguido que interiorices su punto de vista moral. Por eso, desde que la palabra se ha convertido en un arma propagandística contra cualquier tipo de disidencia, ha crecido la imposibilidad de tomarse en serio su uso por subjetivo. De ahí que muchos medios anglosajones, como Associated Press, eviten la palabra “terrorista” o “terrorismo”, en las noticias, práctica que VilaWeb también sigue.

Para entender hasta qué punto la expresión “terrorismo” ha sido manipulada, basta con repasar sus usos históricos. Todo el mundo sabe que la palabra fue inventada para definir el Reinado del Terror instaurado por la Revolución Francesa como instrumento de gobierno revolucionario. Y esto hizo que el terrorismo tuviera connotaciones muy positivas, progresistas, en el curso de siglos. Tanto que algunas de las proclamaciones de Robespierre resultan chocantes viendo la connotación que han hecho adquirir a la palabra hoy: “El terror sólo es la justicia, rápida, severa e inflexible; por tanto, la emanación de la virtud”. Por ejemplo.

Esta acepción positiva del término estuvo viva hasta la Primera Guerra Mundial. Naródnaia Vólia, el pequeño grupo de constitucionalistas rusos que se opusieron al zarismo, se definían abiertamente como terroristas y reclamaban la acción violenta como una forma de hacer “propaganda por la vía de los hechos”. El primero de marzo de 1881 consiguieron asesinar al zar Alejandro II y aquel atentado desató una ola de admiradores por toda Europa que utilizaban con orgullo la palabra “terrorista”. Algunos grupos anarquistas crearon incluso una internacional que fue responsable de un número impresionante de atentados contra dirigentes políticos de todo el mundo, y se teorizó el tiranicidio como una forma plenamente legítima de hacer avanzar la sociedad.

Hasta la Primera Guerra Mundial el significado de la palabra no empezó a cambiar. Tanto en el imperio otomano como en el de los Habsburgo fueron grupos nacionalistas los que adoptaron las teorías del terror –armenios, macedonios, serbios, bosnios como los de Mlada Bosna– y el asesinato en Sarajevo del archiduque desató la guerra. En aquella época el terrorismo aún era considerado más bien una técnica, pero –como una forma de combatir los procesos de liberación nacional– los nacionalismos opresores empezaron a utilizar “terrorismo” negativamente, por primera vez.

Esta actitud se reforzó mucho en la década de los años treinta, cuando “terrorismo” empezó a utilizarse para describir las prácticas de represión en masa y asesinatos colectivos de la Alemania nazi o la Unión Soviética de Stalin. Mussolini todavía hizo aquella famosa definición en la que dijo que el terrorismo era una cuestión de higiene. Entre unas cosas y otras, terminada la guerra, la palabra que pocos años antes todavía tenía una connotación progresista empezó a adquirir un tinte negativo.

Entonces llegó el proceso de descolonización de África y Asia, casi en todas partes con enfrentamientos armados, lo que consolidó el vuelco negativo en la acepción del término. Curiosamente, pasó en buena parte por el miedo de los ‘terroristas’ de ser etiquetados de terroristas. Por eso se empezaron a preferir expresiones como “combatientes por la libertad” o “guerrilleros” y se puso mucho énfasis en negar una etiqueta que hasta entonces había sido aceptada, incluso con orgullo.

El cambio fue cuando Yasser Arafat habló por primera vez ante la ONU en noviembre de 1974 y dijo, en medio de enormes aplausos de los delegados de los estados del tercer mundo: “La diferencia entre un revolucionario y un terrorista sólo radica en la razón de su lucha. Quien se ponga de pie por una causa justa y luche por la libertad de su tierra nunca podrá ser denunciado de terrorista”. La palabra había cambiado de significado. Pero, curiosamente, el último grupo que sé que se autocalificaba de terrorista es Lohamei Herut Yisrael, en los años cuarenta, pero –significativamente– la traducción de su nombre es “Luchadores por la libertad de Israel” y no “Terroristas por la libertad de Israel”.

Ya se podía esperar lo que llegó después de un vuelco tan grande. «Terrorismo» se ha convertido hoy en un vocablo que utiliza cualquier poder para etiquetar negativamente y acorralar cualquier resistencia -además, con el paso de los años y cada vez más, con independencia de los hechos, lo que es muy importante.

‘The Terror Network’, un libro alucinante de Claire Sterling publicado en 1981, sirvió para poner de relieve esta nueva era, la utilidad y el uso del término. Sterling se inventó que todos los fenómenos terroristas y revolucionarios del mundo en realidad eran coordinados en la sombra por el Kremlin y respondían a un plan global y cohesionado. Y esto hizo que se empezara a utilizar “terrorismo” no sólo en referencia a la comisión de atentados. Por primera vez alguien podía ser «terrorista» de pensamiento sin más. Y al mismo tiempo se ensució la etiqueta empezando a colgarla a todo tipo de delincuentes para esconder algo que hasta entonces estaba claro, que el terrorismo es una acción política. De esta forma y por esta razón, empezaron a aparecer en los medios palabras como ‘narcoterrorismo’, por ejemplo. Y todo ello se convirtió en una lucha por el relato.

Por último, a principios de este siglo los grandes atentados de al Qaeda y más grupos yihadistas a los que se asoció la expresión “terrorista” han suscitado un estado de opinión generalizado que cree que el terrorismo debe ser aplastado y es el principal enemigo de la humanidad. No fue porque sí que Estados Unidos bautizara propagandísticamente la segunda invasión de Irak con la denominación “Guerra contra el Terror”.

Con todo, estos últimos años han ido creciendo dos fenómenos. Uno es la frivolidad con la que cada vez la calificación de terrorista se lanza contra más gente. En Estados Unidos los antifascistas o los asaltantes del Capitolio, cada uno en un espectro distinto en la vida política, han sido calificados de terroristas. La expresión “ecoterroristas” se utiliza cada día más para atacar a militantes ecologistas. Y la fiscalía española califica al movimiento independentista catalán de terrorista y se queda tan tranquila. Ésta sería, en todo caso, una tendencia positiva en el sentido de que tanta exageración acabaría haciendo abrir los ojos a la gente.

Pero el problema es que esta tendencia va acompañada de un uso cada vez más frecuente y gratuito del término ‘terrorista’ por la policía y los tribunales. Hasta el punto de que da igual si los hechos encajan o no en lo que había sido la definición histórica de la palabra ni en el uso de la violencia. Y en nuestro país hemos visto a personas acusadas de terrorismo por el hecho de tener un silbato en casa; o ayer pudimos ver que unos ciudadanos, los encausados de la operación Judas, eran acusados de terrorismo, aunque resulta que se mueven por la calle en libertad –y la contradicción, pues, es obvia: si son tan peligrosos, ¿cómo caramba es que están en la calle?

La cosa es grave. Aprovechándose del relato creado estas últimas décadas, ahora se va combinando una definición enormemente amplia y vaga de lo que sería terrorismo, donde casi cabe cualquier actividad, con un umbral enormemente bajo para designar a cualquier persona de terrorista –ya no hace falta poner bombas ni llevar pistolas ni formar parte de grupo armado alguno para que te acusan de terrorista; los hechos han dejado de importar. Y contra eso está tan sólo el recurso de repudiar el uso de la palabra, como hacemos en este diario, y de desconfiar, por sistema, de cualquier intento del poder político, policial y judicial de calificar a alguien de terrorista.

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