En las redes se ha organizado una pequeña polémica a resultas de un agudo comentario del periodista y escritor de Campanet Pere Antoni Pons. La cosa es que Gabriel Rufián había entrevistado a Pablo Iglesias y el fundador de Podemos lo había agradecido con un comentario bastante elogioso en el que comparaba al candidato a la alcaldía de Santa Coloma con Jordi Évole. Pons respondió: “El político que debía transformar España –pero no lo ha hecho– dice que el político que debía hacer la independencia –pero no la ha hecho– sería el sustituto ideal del periodista que debía renovar el periodismo –pero no lo ha hecho–. Todo ello más español, imposible.”
Iglesias se ha sentido ofendido porque entiende que Pons utiliza la palabra «español» como insulto y le ha pedido que se disculpase, algo que éste, coherentemente, no ha hecho. Su respuesta es, en cambio, impecable: “No es culpa mía, Pablo, si las dinámicas de poder y los valores hegemónicos que definen a España –y que ustedes han contribuido a reforzar y naturalizar– son los que son. Además, eso que te quites de encima mi comentario como un insulto dice más de ti que de mí, eh. Abrazo”.
La reacción de Pablo Iglesias no me ha sorprendido lo más mínimo. Le reconozco que es uno de los políticos españoles menos nacionalistas, pero eso no le ha ahorrado episodios furibundamente españolistas que todos tenemos en la memoria. De los insultos a David Fernàndez por haberse abrazado con Artur Mas la noche del 9-N a aquella delirante, y denigrante, exaltación de los “nietos de andaluces y extremeños” que él veía como los destinados a frenar a Junts pel Sí en la campaña de las elecciones de 2015.
Y no le ha ahorrado estos episodios porque, por mucho que le sorprenda, en el fondo y por definición todos los españoles son nacionalistas, banalmente nacionalistas –con la excepción de los castellanistas comuneros, aquellos que reconocen a Castilla como su nación y asumen que el proyecto nacional de España les ha robado la identidad, y los independentistas andaluces.
Y esto es así porque los españoles, como ocurre en la mayoría de las naciones-estado, son nacionalistas, funcionan como unos perfectos nacionalistas, pero lo hacen gracias al hecho de tener un Estado propio sin necesidad de afirmarse como tales. De modo que si les conviene pueden prescindir aparentemente de sus necesidades nacionalistas y presentarse como neutrales, o incluso como “no nacionalistas”.
Ésta es, de hecho, la tesis central de Michael Billig en su aclamado libro ‘Nacionalismo banal’. Billig explica magníficamente que una de las consecuencias de tener un Estado es que el nacionalismo (el nacionalismo propio de ese Estado) “deja de aparecer como un nacionalismo y desaparece en el entorno ‘natural’ de las ‘sociedades’”. La bandera cuelga en los edificios, nadie discute la lengua de los rótulos, las instituciones piensan y actúan de forma inconsciente aplicando un marco que aparenta ser el natural, neutral. Y fundamentándose en esto es como ellos pueden permitirse el lujo de no reconocerse como nacionalistas, pero lo son. Es más: Billig también explica bien un mecanismo mucho más perverso cuando dice: “Complejos hábitos mentales naturalizan, y de este modo omiten, ‘nuestro’ nacionalismo, al tiempo que proyectan el ‘nacionalismo’ como un todo irracional sobre los demás”. Es decir, que el poderoso y omnipresente nacionalismo de Estado no se concibe como nacionalismo, por eso lo llamamos banal, pero, protegidos por el nacionalismo de Estado, ellos pueden ser nacionalistas y a la vez decir que el nacionalismo es irracional.
La paradoja del mapa puede servir para aclararnos. En los Països Catalans podemos discutir, si alguien así lo quiere y tiene ganas, sobre nuestros límites: si el mapa llega a Oriola o se acaba en Guardamar, si termina en Alcanar y ya no baja a Vinaròs, si incluye Catalunya Nord, Andorra y la Franja o no, si Alguer sí o Alguer no. Los vascos prácticamente no discuten en nada, pero podrían debatir si su nación abarca o no Navarra, si incluye Treviño o no. Los portugueses, como mucho, discutirán el traza fronterizo en Olivença. Y los gallegos pueden dudar si Galicia equivale a la actual comunidad autónoma y nada más o si se alarga en la Galicia ‘estremeira’, el Bierzo, el Valle de Xàlima, el Eo-Navia… Pero, en cualquier caso, en cuatro de las naciones de la península es fácil hacer la cartografía. Sabemos dónde empiezan y dónde acaban. En cambio, ¿cuál es el mapa de la quinta? ¿Cuál es el mapa de España? ¿Lo han visto alguna vez?
Y cuando digo el mapa de España quiero decir un mapa de España sola, uno que no fagocite los territorios de las demás naciones. ¿Dónde hay un mapa de la nación española que se vea y se viva a sí misma igual y no superior a las naciones catalana, vasca o gallega –y a la asturiana, aragonesa, andaluza y todos los matices que deseen–? ¿De dónde va a la España-nación?
No encontrarán ninguna respuesta a la pregunta. Ni encontrarán en ningún sitio un mapa así, no un mapa hecho desde España y hecho y pensado por los españoles. Por tanto, no existe ese mapa de la España-nación en la cabeza de Pablo Iglesias ni en la de nadie más –y ya me perdonarán, sobre todo, los andalucistas la provocación que pueden ver aquí debajo. ¿Y qué significa esto? Pues es evidente. Quiere decir que para ellos su nación, natural, banalmente, va de Portbou a Algeciras y de la Estaca de Bares a Mahón. Es decir, que ocupa siempre, siempre, una parte o todo el territorio de las demás naciones peninsulares. Y que, por tanto, su nacionalismo –banal y no reconocido, pero como una casa de payés– se basa en esta ocupación. Pero ellos ni lo piensan. Ellos, incluso los más izquierdistas, simplemente se dejan llevar por la comodidad del nacionalismo de Estado. Y entonces se sorprenden cuando les recuerdas que son españoles. Y se sorprenden muy especialmente si tú –que vives en su idea de España– les hablas desde fuera y haces evidente, pues, que no lo eres.
Un apunte final, sólo. Me habrán oído hablar en otras ocasiones del deber de la descortesía, este concepto desarrollado por Malcolm X como instrumento para poner de relieve el conflicto racial en Norteamérica. Dicho de forma rápida, la cosa consiste en ponerlos ante el espejo. A dejar de ser respetuosos con el poder. A dejar de reverenciar sus decisiones banales. Y de repasarles por la cara, por tanto, y siempre, que son unos privilegiados que viven cómodamente en su privilegio, incluso cuando parecen ser sensibles al oprimido. Esto es lo que ha hecho, en este caso desde Mallorca, Pere Antoni Pons. Y ésta es la forma de combatir el nacionalismo banal.
VILAWEB