Al menos 13 pilotos de caza italianos participaron en el bombardeo de Gernika
EL 2 de julio de 2019 entrevisté a Andoni Perez Cuadrado. Nació en 1926 en Gasteiz y vivió en la calle San Prudencio 5, junto al Hotel Frontón que en la primavera de 1937 se convirtió en el cuartel general de los pilotos de la aviación rebelde. “Recuerdo al general Mola en el balcón del hotel acusando que en Álava no se había hecho nada aún, cuando en Navarra ya se habían enrojecido los campos…” me dijo, señalando el lugar donde había estado el balcón.
“Mi aita y mi tío eran de Juventud Vasca, por lo que nos obligaron a alojar durante algún tiempo a uno de los pilotos de la Aviazione Legionaria. Un cierto día, me dijo que saliera a primera hora a la calle porque iba a hacer un vuelo rasante con su Chirri (Fiat Cr.32) y me haría señales con un pañuelo amarillo. La mañana del 27 de abril supimos que habían bombardeado Gernika. Le habían ordenado no decir nada, pero nos dijo ayer les dimos un palo a los de Gernika, los hemos machacado… Nos lo contó él, varias veces, orgulloso de lo que había hecho”.
En el bombardeo de Gernika participaron al menos 24 bombarderos y unos 19 cazas alemanes y 3 bombarderos y al menos 13 cazas italianos. El registro de vuelo de la escuadrilla de caza No.26 registra 16 operaciones de vuelo efectuadas por 13 pilotos italianos el 26 de abril. Esto es, participaron un mínimo de trece cazas Fiat Cr.32 (algunos de los cuales realizaron varios servicios) pilotados por Corrado Ricci, Vincezo Vanni, Bruno Montegnacco, Aldo Romagnoli, Aldo Galadini, Giuseppe Moglio, Guido Presel, Eugenio Salvi, Romeo Bolesari, Italo de Berbardis, Viotti, Pongiluppi y Constantini.
El bombardeo se llevó a cabo en cinco fases de 1) bombardeo ligero, 2) bombardeo pesado, 3) ametrallamiento y bombardeo ligero, 4) bombardeo pesado y 5) ametrallamiento y bombardeo ligero. La labor de los cazas italianos en Gernika fue la de crear un círculo de fuego alrededor de la villa en las fases 3 y 5. Mediante el ametrallamiento aéreo debían retener a los civiles dentro del núcleo urbano entre las diversas oleadas de bombardeo a fin de que murieran abrasados en el fuego causado por las bombas incendiarias lanzadas desde los aviones de bombardeo pesado. Tal como explicó Antón Foruria, “durante los intervalos, cuando los bombarderos no volaban, los cazas se abatían sobre nosotros y ametrallaban todo lo que se movía. Casi volaban con las ruedas rozando la hierba. Se movían en ondas, hacia arriba y hacia abajo, y parecía que estaban jugando entre ellos”.
El “juego” al que se refería Foruria era el vuelo de los cazas en “cadenas” o hileras compuestas por tres aviones en formación de pattuglia in fila. Cuando el primer piloto de la cadena veía civiles al descubierto o tratando de buscar cobijo en algún lugar, descendía en picado y ametrallaba aleatoriamente a muy baja altura, por debajo de los 40 metros. La reacción de las víctimas era correr, ya que la mayoría no sabía que detrás de aquél venían dos aviones más. El segundo avión de la cadena descendía en picado y simplemente elegía el objetivo; a 250 km/h y disparando 20 balas por segundo, nadie escapaba. Como anotó en su diario de vuelo uno de estos pilotos, “cuando estos idiotas comienzan a correr no saben que están perdidos”. Finalmente, si aún quedaba alguien con vida, el tercer avión de la cadena descendía de nuevo y además de ametrallar lanzaba una o varias de las seis bombas de 10 kilos de las que disponían algunos de estos cazas.
Así lo vivió José Ramón Segues: “Hubo varios intervalos en los que no se produjeron bombardeos. En esos momentos podíamos ver a la gente correr y tratar de escapar de la villa. Era como ver a la gente corriendo hacia su muerte sin poder advertirles. Había aviones de caza dando vueltas a las afueras de la villa esperando que la gente saliera a campo abierto. Entonces se lanzaban en picado hacia ellos y las ametrallaban”.
Esta técnica de ametrallamiento aéreo demostró ser muy efectiva. Según contó un piloto, ametrallar civiles desde el aire le costó el primer día, pero “al tercer día me resultaba indiferente, y al cuarto día hasta me apetecía. Era un gusto que nos dábamos antes de desayunar: (…) Atacábamos a las columnas [de civiles] que iban por la calle. Yo iba en la cadena. El aparato guía la emprendía con la calle… El avión se tambalea, uno detrás del otro, y luego se toma curva hacia la izquierda, con todas las metralletas y todo lo que pudieras hacer allí. Entonces vimos a los caballos volando por ahí. (…) Los caballos me daban pena, la gente, no. Pero lo de los caballos siempre me dio pena, hasta el último día”.
Cuando su compañero le preguntó cómo reaccionaba la gente cuando los ametrallaban, éste respondió: “Se vuelven locos. La mayoría se quedan tumbados con las manos así (haciendo el signo alemán). Rata-ta-tatá: ¡Bum, tumbados! En sí mismo, bestial. Directo a la cara, recibían todos los tiros en la parte baja de la espalda y corrían como locos, en zigzag, en cualquier dirección. Tres tiros de munición incendiaria y, cuando les daban en la espalda, ¡bum!, caían de cara. Y yo seguía disparando”.
Las víctimas lo veían desde otra perspectiva. Tal como escribió el gudari Joxe Iturria, “se podía ver a los pilotos de los cazas biplanos de lo bajo que volaban. Ametrallaban a la gente, tanto dentro de Gernika como en las afueras de la villa. Aquellos pilotos ametrallaban a todos por igual, militares y civiles. Ametrallaban también a aquellos que se tumbaban boca abajo, haciéndose los muertos. La única solución, a falta de un refugio, era tumbarse solo, boca arriba. Así permanecí durante todo el tiempo que duró el bombardeo, cerca de la fábrica de armas de Astra. Todo era destrucción y pánico, todos huyendo hostigados por los cazas, que atacaban de improviso, formando una fila de tres cazas a la que llamábamos cadena. Miles de personas perdieron la vida aquel día en Gernika pero la fábrica de armas Astra no fue tocada por las bombas”.
Otros no sobrevivieron. María Olabarria contó así su historia: “Los aviones daban vueltas y vueltas por encima de nosotras. Parecía que nos buscaban. Y era verdad: buscaban a cuatro mujeres. Había allí cerca un caserío. Corrimos hacia la entrada. Estaba cerrada. Entonces nos pegamos materialmente al quicio de la puerta queriendo protegernos unas con otras. Yo quedé en medio. Un avión dio la vuelta al caserío, tirando con la ametralladora. Saltaba la tierra delante de nosotras. De pronto oímos un crujido espantoso: sobre el caserío cayó una bomba. La trepidación me lanzó al suelo en medio de piedras y ladrillos. Mi hija mayor, que tenía veintisiete años, murió instantáneamente, aplastada. La otra, la más joven, que se iba a casar, tuvo tiempo de cogerme la mano, apretarla un poco y exclamar: “¡Ay!”. Dio un suspiro, y con los ojos clavados en mí, murió. No sé cuánto tiempo estuve allí entre mis dos hijas muertas. La sangre me corría por el cuello. Al cabo de un rato me recogieron”.
El general Corrado Ricci y otros pilotos omitieron estos detalles en sus memorias. Le fue concedida la Medaglia d’argento al valor militare por presentarse “voluntario en una misión de guerra guiada por un ideal supremo, y afrontar con audacia las pruebas más arduas dando constante ejemplo de sereno desprecio por el peligro y gran valor”… en abril de 1937. Así hicieron la guerra y así escribieron la historia.
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