La tradición occidental está encarnada en una gran discusión interna permanente que empezó hace miles de años y continúa hasta hoy. Cuando se rompe la conversación, el diálogo y el respeto a las opiniones del otro peligran la convivencia y se entra en la confrontación. La civilización del diálogo conlleva a la vez que todo debe discutirse mediante la palabra argumentada en debates que nunca se acaban.
Ahora ya no se habla de dictaduras, sino de autocracias en contraposición a las democracias. No nos atrevemos a comparar un autócrata como Putin o como Xi Jinping con Stalin o Mao Zedong. Los relatos de los regímenes autoritarios han tenido siempre una aceptación en sectores activos dentro de las sociedades libres. Rusia o China apartan o eliminan un espíritu demócrata de su circuito político y social y, en cambio, un partidario de un régimen autoritario puede vivir, manifestarse, presentarse a unas elecciones en cualquier país de la Unión Europea o de los Estados Unidos. Puede haber excepciones, pero en ningún caso es perseguido o extraditado de su país por sus ideas siempre que no sean tipificadas como delitos.
Putin ha iniciado una guerra contra Ucrania sin otro motivo que no fuera anexionar un país con soberanía propia. Ha destruido ciudades, ha causado miles de muertos, se ha llevado a cientos de niños y niñas ucranianos hacia Rusia y ha roto el orden internacional. Las protestas dentro de Rusia han sido suprimidas y una crítica a la guerra ha sido castigada con años de cárcel. Los miles de muertos rusos en acciones de guerra son enterrados silenciosamente por los familiares, que no se atreven a protestar.
Un año de guerra nos muestra unas imágenes de destrucción y muerte. Putin no contaba con la resistencia de los ucranianos ni tampoco en la hasta ahora unidad de los gobiernos occidentales para pararle los pies. Países históricamente neutrales como Finlandia y Suecia han pedido formalmente el ingreso en la OTAN y los problemas internos de la Unión Europea han dejado de ser prioritarios frente al ataque ruso en Ucrania. El argumento de que la seguridad de Rusia fuese amenazada porque la frontera divisoria con Occidente estuviera dentro de su ámbito de influencia, o mejor dicho, que quedara en la línea que la separa de Ucrania, no es suficiente para invadir un país soberano. No existe el peligro, porque es imposible como se ha demostrado a lo largo de la historia, de una invasión europea o estadounidense de Rusia.
Pese a que la guerra parece que va para largo y que la carnicería humana seguirá causando bajas en ambos bandos, todo apunta a que ni Putin ni Zelenski están en condiciones de sentarse en una mesa para detener el conflicto. Mientras tanto, las grandes empresas armamentísticas –rusas, estadounidenses y europeas– aumentan exponencialmente la fabricación de tanques, aviones, fusiles y toda clase de explosivos mortíferos. Esto no puede durar indefinidamente repitiendo la desastrosa guerra de desgaste que causó más de diez millones de muertes en Europa en la Gran Guerra de 1914.
Occidente puede tener sus responsabilidades en la forma en que gestionó la caída del imperio soviético y en la incapacidad de acoger a la Rusia derrotada dentro de la esfera de la seguridad y los valores democráticos europeos. Pero quien ha atacado a Ucrania y ha roto el orden internacional de forma tan brutal ha sido Putin. Ya anexionó Crimea y dos provincias ucranianas en 2014. Ya es sorprendente que el mayor país del mundo tenga esta obsesión histórica con la seguridad de sus fronteras. Un general de Catalina II decía que Rusia no estaría tranquila hasta que en las dos bandas fronterizas no hubiera soldados rusos.
En esa guerra que ya es de desgaste, Occidente trabaja con la hipótesis de que Putin no resistirá las consecuencias económicas negativas de la guerra con un declive de su liderazgo y una posible destitución en un golpe interno en el Kremlin. Los autócratas carecen de un seguro de permanencia en el poder. Tampoco en Rusia. Putin puede pensar que Occidente tampoco podrá resistir las consecuencias económicas de una guerra que pone en riesgo el coste de la vida y puede crear un debate interno de agotamiento y despreocupación del conflicto. El cansancio, después de tantas desgracias que nos llegan directamente de los frentes abiertos en Ucrania, puede ser la excusa o el pretexto para llegar a un armisticio o alto el fuego. Aún es pronto para declarar vencedores o vencidos. Todos resultaremos perdedores y hay que trabajar ya para restaurar los destrozos humanos y materiales de una guerra que se planteó como una rápida incursión militar para anexionar Ucrania y se ha convertido en un conflicto global.
EL PUNT-AVUI