Cada nuevo aniversario refuerza, con más argumentos si cabe, la misma conclusión: la guerra en Irak, como las de Afganistán, Libia, y Mali no contribuyó a mejorar la situación del país sino todo lo contrario.
Ninguno de los tres objetivos anunciados por la administración Bush para justificar la Operación Libertad Iraquí se ha cumplido. No se ha desarmado el país del supuesto arsenal de destrucción masiva, puesto que el argumento era falso. Tampoco se acabó con la presunta connivencia entre el dictador iraquí y Al Qaeda –vinculando Sadam Husein al 11-S– ya que no hubo evidencias que pudieran acreditar la existencia de dicha cooperación. En cuanto al tercer objetivo, que consistía en hacer de Irak un modelo de Estado democrático, transparente y soberano para toda la región, nunca hemos estado tan lejos de este escenario. Dos falsedades y un fracaso rotundo. La herencia de aquella guerra ilegal es un país hundido en interminables ciclos de inestabilidad política y económica, mientras la violencia sectaria, las injerencias extranjeras y la corrupción generalizada imposibilitan el cambio.
En términos políticos, el sistema confesional establecido en la Constitución del 2005 convirtió a Irak en un país literalmente ingobernable. Además de crear una inestabilidad política permanente, este sistema –que pretende repartir el poder en función del peso demográfico de las comunidades chiitas, sunitas y kurdas– marginalizó a los sunitas, permitió el enraizamiento de la insurgencia iraquí (2003-2011) en la sociedad, y abrió un ciclo infernal de violencia sectaria en el país. Los grupos yihadistas supieron aprovechar extensamente esta marginalización de las poblaciones sunitas hasta el punto que, sin la invasión de Irak, es probable que Estado Islámico –subproducto de Al Qaeda en este país, nunca hubiera existido, ni hubiera tenido la capacidad de convertirse en un proto-Estado entre 2014 y 2017.
Por otro lado, como refleja la actual crisis gubernamental en la que se encuentra el país desde el 2021, el sectarismo ha arraigado en la política y en las instituciones. Incitando a los cargos políticos a dar prioridad al grupo étnico o religioso que representan, el sectarismo acabó creando alianzas gubernamentales frágiles e incapaces de responder a las demandas de la población. De allí que las principales reivindicaciones, que se manifestaron en las protestas de 2019, fueran poner fin a la sectarización de la política y a las interferencias extranjeras.
Veinte años después, otras dos consecuencias indirectas de la Operación Libertad Iraquí alejan todavía más el sueño de un país políticamente estable: la creciente influencia de Irán y de milicias fuertemente armadas y entrenadas sobre el Estado iraquí. Por una parte, Irán aprovechó el proceso de sectarización de Irak –donde la mayoría de la población es chiita– para expandir su influencia política y militar e injerir en asuntos internos. Por otra parte, el vacío de poder tras del derrumbamiento del régimen iraquí y la posterior insurgencia permitieron la irrupción de unas 80 milicias cuyo poder es superior al del ejército iraquí, como lo demostraron los enfrentamientos entre las milicias chiitas y las fuerzas armadas el verano pasado.
En el plano regional, la intervención de marzo de 2003, contraria a los principios de la Carta de las Naciones Unidas, parece haber normalizado el uso de la fuerza militar como modo de resolución de determinados conflictos. La OTAN intervino militarmente en Libia (2011) para liberar al pueblo libio del dictador Muamar el Gadafi. Esta intervención, basada en una interpretación discutible del derecho de proteger, hundió el país en dos guerras civiles y creó focos de desestabilización en todo el Sahel. El último ejemplo es Mali y el fracaso militar de una Francia en retirada (2013-2022). Es una sorprendente paradoja: aunque las intervenciones militares en Afganistán, Irak y Libia hayan empeorado la situación de estos países y la seguridad de los estados involucrados (terrorismo yihadista), se sigue recurriendo a la fuerza militar para conseguir cambios políticos. Estos precedentes también permiten que otras potencias regionales como Arabia Saudí ¬–sumida en una interminable guerra en Yemen, Turquía, Egipto o los Emiratos Árabes Unidos utilicen Irak, Libia y Siria como en un espacio de confrontación directa o indirecta.
Mientras los responsables de estas guerras internacionales quedan impunes, las poblaciones sufren las consecuencias de este círculo vicioso. Los civiles que murieron en la región se cuentan por millones, mientras que la cifra de refugiados y desplazados internos supera la decena de millones de personas. El descrédito de Occidente, al que se acusa de usar la promoción de la democracia como pretexto para defender sus intereses económicos y estratégicos a expensas de las poblaciones, no ha dejado de crecer en la región. En este contexto, es cuanto menos incomprensible que, de nuevo, haya voces que se alcen en Washington o Tel Aviv alentando una intervención militar en Irán. Como si estos veinte años continuados de inestabilidad regional y de erosión constante en la capacidad de influencia de Estados Unidos no hayan dejado suficientes evidencias del fracaso de la doctrina neoconservadora que llevó a aquella guerra.
LA VANGUARDIA