La ANC, en perspectiva

Siempre he creído que la ANC es, fundamentalmente, una organización experta en grandes movilizaciones. Lo ha demostrado muchas veces. Y, de hecho, éste es su origen: las listas de correo electrónico de quienes hicieron posible las consultas populares que arrancaron en 2009 en Arenys de Munt. Ésta fue la base sobre la que se construyó la organización. Claro que hubo unas cabezas pensantes y actuantes –Strubell, Pugès, Sellarès…– que la impulsaron a partir de una discreta organización, el MxI, pero no fueron las ideas las que generaron la adhesión, sino una expectativa popular previa, inteligente y oportunamente intuida y conducida.

En cambio, creo que la ANC no es una organización apta para definir programas políticos consistentes, hojas de ruta plausibles o hacer política –o antipolítica– representativa. No porque no sean capaces quienes la gobiernan, sino porque no tiene la estructura adecuada para ello. Su organización asamblearia, bien distribuida territorialmente y constituida por un conjunto de admirables activistas tenaces, ha sido ideal para hacer posibles las movilizaciones más espléndidas de este siglo en Europa. Pero es una mala estructura para debatir y acordar ideas, y no digamos estrategias políticas. Una incapacidad que también se ha demostrado desde su nacimiento, y no sólo ahora. Y me refiero, entre otras, a ese discutible “President, ponga las urnas”, o a cómo imprudentemente contribuyó a precipitar un referéndum antes de tiempo.

Sin embargo, el problema de la ANC actual es que ya no cuenta con el clima de euforia que pudo liderar hasta el Primero de Octubre de 2017. Y aunque sigue sorprendiendo a la hora de convocar al independentismo –o, al menos, a mí me sorprende–, es también una evidencia que cada vez le es más difícil, que los participantes van menguando y que la percepción de éxito se consigue porque las expectativas iniciales suelen ser mucho menores que el resultado. En consecuencia, dado que ahora ya no tiene la capacidad de presión política que había tenido hasta 2017, se ve tentada a bajar a la arena partidista, bien sea encarándose a los actuales partidos independentistas, bien sea con su proyecto-amenaza de presentar una «lista cívica».

Ahora bien, y al margen de los buenos o malos argumentos, con independencia de si el actual estilo desafiante es útil, tal y como he dicho antes, creo que la ANC no tiene la estructura adecuada para realizar este viraje hacia la política institucional. Por un lado, porque las organizaciones asamblearias son demasiado horizontales para tomar decisiones consistentes y eficaces. Los miembros que forman parte de ella no están –no estamos– por la adhesión a un programa previo o a unos nombres que, cuando se precisen, inevitablemente provocarán desacuerdos y abandonos. Por otro lado, la ANC tampoco debe olvidar que la fortaleza del independentismo estriba en haber ido de abajo arriba, pero que ella no es ese “abajo”, sino que ya es consecuencia del mismo. Y, por tanto, que en la medida en que suba hacia arriba, perderá la conexión con sus propios orígenes.

Pero, sobre todo, creo que a la ANC le puede pasar lo mismo que a todas las organizaciones que han tenido que desarrollar su activismo en un duro marco represivo. Es decir, que puede que la ANC entre en una lógica de escisiones internas continuadas y muy dolorosas, y que la unidad que predica no se la sepa aplicar. La historia se ha repetido en muchas organizaciones antifranquistas, muy particularmente en el caso del PSAN de finales de los 60, y también en la CUP. Y, sobre todo, entre aquellos mismos organizadores de las consultas, precedente de la ANC, que terminaron a sangre y fuego. Lo digo porque, más allá de las razones que puedan explicar la toma de según qué decisiones, es muy conveniente prever sus posibles consecuencias no deseadas. Tales como llevar a la ANC al precipicio.

ARA