El boomerang de Llarena: el vuelco constitucional de la decisión del TJUE

Cuando el Tribunal de Justicia de la Unión Europea (TJUE) tuvo que afrontar una serie de cuestiones prejudiciales a petición del juez Pablo Llarena, con efectos cruciales para el caso de los exiliados catalanes y el sistema de orden de detención europea, tuvo que tomar una decisión fundamental. Podía ponerse el sombrero de la integración europea, un sombrero que ha llevado durante la mayor parte de su existencia, en el que se ha esforzado por promover este objetivo común, eliminando fronteras y obstáculos injustificados entre los estados miembros de la UE para fomentar la cooperación judicial, armonizar las normas del mercado y facilitar el comercio y circulación de personas. Si se hubiera puesto este sombrero, habría insistido en que los tribunales de los distintos Estados miembros confiaran unos en otros y ejecutaran automáticamente las órdenes de detención europeas sin ningún escrutinio ni revisión sustancial más. Al fin y al cabo, ésta era la finalidad del mecanismo de la orden de detención europea (ODE) creado en 2002: avanzar hacia un espacio integrado de justicia centrado en la cooperación judicial basada en el reconocimiento mutuo y la confianza, distinto a las formas clásicas de extradición a discreción (política) del gobierno de cada país. La presunción subyacente en este modelo es que todos los estados miembros de la UE son democracias plenas y se toman en serio los derechos fundamentales consagrados en el Convenio Europeo de Derechos Humanos y en la Carta de los Derechos Fundamentales de la UE.

En su lugar, el TJUE eligió otro sombrero: el sombrero constitucional. Es un sombrero más reciente, reforzado por la Carta de los Derechos Fundamentales y el Tratado de Lisboa de principios del siglo XXI. Es el sombrero de un tribunal que erige controles sobre las acciones de los gobiernos y de los tribunales ordinarios, de un tribunal que defiende los derechos individuales frente a la «raison d’etat», de un tribunal que interpreta la ley de forma que permita la protección de minorías y grupos vulnerables frente a los riesgos objetivos para los derechos de sus miembros fruto de derivas autoritarias o de impulsos represores de mayorías más poderosas. Es esta función protectora la que justifica el papel central que tienen hoy los tribunales constitucionales en muchos países. En 1938, el Tribunal Supremo de EE.UU. lo expresó de forma muy lúcida en la célebre cuarta nota a pie de página del caso de Estados Unidos contra Carolene Products Company: “El prejuicio contra minorías discretas e insulares […] tiende a restringir en serio el funcionamiento de los procesos políticos en los que normalmente se confía para proteger a las minorías […] y puede requerir una investigación judicial más minuciosa”.

Los tribunales constitucionales aquí tienen un papel especial, el de intensificar el escrutinio en los casos que afectan a minorías o “grupos objetivamente identificables” (GOI), en el concepto empleado por el TJUE para apuntar elementos identitarios compartidos –como la nacionalidad, la etnia y la defensa de una ideología política considerada subversiva-, que sitúan a estos grupos en riesgo de discriminación estructural. Y esto no es porque los tribunales constitucionales sean necesariamente más sabios que el resto de gente, sino porque tienen la misión ‘específica’ el defender los derechos fundamentales, que son los pilares de la arquitectura constitucional europea. Los derechos son triunfos, en la célebre expresión del filósofo del derecho y teórico constitucionalista Ronald Dworkin: prevalecen incluso sobre los actos legislativos en una comunidad democrática liberal formada por individuos libres e iguales. Este papel especial puede ser menos necesario en contextos homogéneos en los que los grupos minoritarios son contingentes, por así decirlo, y tienen la perspectiva de convertirse algún día en mayorías –en una democracia que funciona, es el potencial de cambio constante el que limita los desmanes-. Pero este potencial no existe para las minorías estructurales de los países multinacionales, multiétnicos o multilingües: grupos étnicos, raciales, lingüísticos, nacionales u otros grupos sociales diferenciados que pueden ser demasiado pequeños, vulnerables o desfavorecidos sistemáticamente por mayorías más poderosas. Son estos grupos los que, según el Tribunal Supremo de EE.UU. y la opinión de gran parte de la teoría constitucional posterior, requieren una protección especial por parte de los tribunales, y especialmente de los más altos tribunales constitucionales. El nivel de escrutinio más elevado está justificado cuando es necesario sospechar de decisiones discriminatorias o tendenciosas por parte de instituciones controladas por grupos dominantes más poderosos. Tal y como sostuvo elocuentemente John Stuart Mill en el ensayo ‘Sobre la libertad’, el riesgo de una tiranía de la mayoría es una debilidad inherente al gobierno de la mayoría. En otras palabras, el riesgo de la democracia es la posible opresión de facciones minoritarias o disidentes políticos, salvo que el núcleo de ese sistema político apele a una dimensión más amplia e inclusiva de la política. Por eso, una concepción sustancial –no sólo procesal– de la democracia, que otorgue un papel fundamental a los derechos humanos, es clave para permitir que los tribunales actúen como protectores “contramayoritarios” de los grupos vulnerables, un objetivo central de la revisión judicial, tal y como argumenta John Hart Ely, otro teórico constitucionalista estadounidense reconocido.

Con su decisión respecto al asunto formulado por el Tribunal Supremo español, el TJUE se sitúa firmemente en esta tradición constitucional. Evidentemente, hay guiños en la dirección del enfoque europeo e integracionista. El tribunal trata claramente de mantener un núcleo de la ODE y de la cooperación judicial cuando rechaza el intento, hecho por el tribunal belga en el rechazo de la entrega de Lluís Puig, de cuestionar la competencia del Tribunal Supremo español en este caso sobre la base del derecho español. También rechaza de forma contundente cualquier intento de los tribunales nacionales de denegar la ejecución de las órdenes de detención basándose exclusivamenteen el derecho del país en cuestión. Son estos aspectos los que han llevado a los comentaristas españoles a ver la decisión del TJUE como una victoria del Tribunal Supremo. Pero esto malinterpreta completamente la sentencia porque el núcleo es el énfasis en los límites de los derechos humanos y en las excepciones a la regla. Esto se hace más evidente si se va más allá de los titulares simplistas y se analiza detalladamente el razonamiento del tribunal. Aquí es donde el enfoque constitucionalista encuentra su más estricta expresión.

El punto más importante es que el TJUE no sólo pone controles en la ODE cuando existen “deficiencias sistémicas o generalizadas” en el sistema judicial del país que ha emitido el orden. Éste había sido el núcleo de los casos anteriores, muchos de ellos relativos a Polonia, Rumanía y Hungría, en los que la cuestión central era si las deficiencias generales que afectaban al sistema judicial y la separación de poderes representaban un riesgo concreto para el individuo reclamado. Cuando abordó el asunto catalán, el abogado general –que desempeña un papel clave en la preparación de las sentencias del TJUE– quiso seguir el planteamiento establecido. Pero el Tribunal de Justicia de la UE considera que ese enfoque es demasiado restrictivo. Exigir deficiencias sistémicas o generalizadas habría permitido potencialmente una amplia gama de amenazas a los derechos humanos de los miembros de grupos vulnerables o minorizados a pesar de un sistema judicial aparentemente bien ordenado.

Ahora, el TJUE también quiere evitar que los tribunales nacionales examinen los riesgos para los derechos humanos en cada caso individual, lo que socavaría demasiado el sistema de la ODE. Así pues, opta por una vía intermedia, en la que las personas corren peligro debido a deficiencias o sesgos del sistema judicial que afectan al GOI al que pertenecen. Esto refleja precisamente la cuestión de los tribunales constitucionales: que su objetivo primordial debe ser proteger a los grupos estructuralmente desfavorecidos en el acceso al poder –o infrarrepresentados en las instituciones principales– y que, por tanto, corren un riesgo alto de ser discriminados. Cabe recordar que las dos decisiones del Grupo de Trabajo sobre las Detenciones Arbitrarias de la ONU (GTDA) ya consideraron arbitrarias las detenciones de los presos políticos con el argumento de que eran reprimidos como ‘miembros de grupos políticos concretos’ a fin de silenciar sus demandas de autodeterminación, tal y como había alegado su defensa.

Por esta vía, el tribunal vuelve también a la cuestión de las competencias –que, como hemos mencionado antes, no podían ser en sí mismas la razón para rechazar una orden de detención. Pero subraya de forma fundamental que, en situaciones en las que se han demostrado deficiencias del sistema judicial respecto del GOI, la falta de competencia puede ser motivo suficiente para rechazar el orden de detención si es “manifiesta” y si el tribunal que la rechaza ha pedido previamente al tribunal que emitió la orden que aclare la situación de acuerdo con su ley. Contrariamente a lo que sugieren los titulares sobre la sentencia, el TJUE se cuida mucho de no cerrar definitivamente la puerta a esta cuestión.

El TJUE hace algo similar en la respuesta sobre si un tribunal nacional puede dictar órdenes de detención repetidamente. El sumario sugiere que sí puede, y eso parece favorecer al juez Llarena. Pero la letra pequeña nos dice todo lo contrario. Porque el TJUE dice que, en principio, un tribunal no puede volver a dictar una orden así como así si ha sido rechazada por otro tribunal. Sólo puede hacerlo si las circunstancias han cambiado, e incluso en este caso, una nueva orden está prohibida si vulnera derechos fundamentales del acusado y es desproporcionada. Esto significa que el Tribunal Supremo español se enfrenta ahora a unos límites claros: si emite una nueva orden de detención y es rechazada, por ejemplo, por los tribunales belgas, no puede emitir otra cuando el demandado esté en otro país, con la esperanza de que los tribunales de ese país sean más favorables a la posición española. También en este caso, el TJUE ha impuesto importantes restricciones al uso de la ODE, muy al contrario de lo que el Tribunal Supremo esperaba obtener en respuesta a su pregunta.

Sin embargo, el hecho de que el TJUE siga el enfoque constitucional en este caso no es tan sólo una cuestión de voluntad propia. Desde que se introdujo la ODE, los tribunales constitucionales de varios Estados miembros han cuestionado que sea compatible con los principios de los derechos fundamentales. Algunos, como por ejemplo el tribunal alemán, se han mostrado especialmente críticos con la idea de que sus tribunales no puedan ejercer el control de los derechos humanos cuando decidan sobre la entrega de un sospechoso, un punto, en cambio, muy impulsado por España con vista a obtener la entrega automática de sospechosos de ser miembros de ETA. El TJUE ha tenido que acomodar la posición de algunos tribunales constitucionales estatales y crear un mayor espacio para las excepciones. De lo contrario, correría el riesgo de que la orden de detención europea fuera invalidada en distintos estados miembros y de minar su posición de legitimidad en la arquitectura institucional de la UE. Esto se ha hecho aún más virulento desde los ataques a la independencia judicial en varios estados miembros, especialmente Polonia, lo que ha deteriorado aún más la confianza mutua entre los tribunales de toda la UE. Sin embargo, esta confianza está en el corazón de todo el sistema y, cuando falta, los tribunales insisten en que necesitan “confiar, pero verificar”, es decir: verificar si los derechos realmente son protegidos antes de extraditar a los acusados. El planteamiento del TJUE es también una manera de desviar los desafíos de los tribunales nacionales (constitucionales).

La confianza, obviamente, no puede equipararse a una fe ciega, dado que esto puede causar abusos en los derechos humanos. Este punto se ha convertido en central en la situación actual de populismo creciente y de riesgo para la democracia y los derechos humanos, que a menudo son amenazados no tanto por golpes de estado autoritarios, sino por autócratas que subvierten el sistema desde dentro, atacan la disidencia política y criminalizan a los grupos minoritarios desde un paradigma legitimador perverso de “seguridad nacional”. El papel de los tribunales internacionales de derechos humanos para contrarrestar esa reacción es fundamental. En el contexto de la disputa política que enfrenta a Cataluña con España, donde la toma de decisiones judiciales en la esfera estatal acaba reproduciendo los prejuicios sociales dominantes y criminalizando las demandas políticas legítimas de autodeterminación, los tribunales internacionales son clave para evitar el abuso y tiranía de la mayoría.

La atención prestada a los riesgos por el GOI tiene sentido dentro de este enfoque “constitucional”, y también crea vínculos con puntos de vista más amplios en la comunidad jurídica internacional. El TJUE deja en manos de cada órgano jurisdiccional nacional la evaluación de la existencia de estas deficiencias para un grupo concreto, pero esta evaluación debe basarse en “elementos objetivos, fiables, precisos y debidamente actualizados”. Tal y como subraya la decisión, estos elementos pueden ser sentencias del Tribunal Europeo de Derechos Humanos, documentos del Consejo de Europa o conclusiones de órganos de Naciones Unidas. En consecuencia, la decisión del Grupo de Trabajo de la ONU sobre las Detenciones Arbitrarias (GTDA) puede no ser decisiva en sí misma, pero puede tenerse en cuenta en esta evaluación.

Esto demuestra claramente lo importante que es buscar vías internacionales para confirmar y objetivar las quejas de los actores catalanes sobre la represión y las vulneraciones de derechos humanos cometidas por España, vulneraciones que no sólo son contra personas individuales –no relacionadas entre sí–, sino contra individuos que son dirigentes o miembros activos en ese grupo específico. En otoño de 2017, cuando nosotros sugerimos un modelo de litigio estratégico de derechos humanos en diferentes foros y llevamos casos al Comité de Derechos Humanos de Naciones Unidas y al GTDA, además de redactar informes serios por los relatores especiales, muchos de los actores implicados en la defensa de los presos políticos catalanes lo subestimaron. Fueron necesarios esfuerzos considerables para convencer incluso a las víctimas de la necesidad de denunciarlo internacionalmente de forma conjunta, de la importancia del compromiso en una estrategia jurídica común y unificada que pusiera en primer plano los derechos humanos vulnerados individualmente por razón de pertenencia a un grupo específico: catalanes que defendemos el derecho colectivo de la autodeterminación recogido en el artículo 1 del Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos de 1966. La finalidad de esta estrategia era precisamente desvelar la política de miedo y de represión, criminalización de los derechos políticos, por parte de los poderes ejecutivo y judicial de España. Su objetivo no es sólo conseguir la liberación de los presos y la vuelta de los exiliados catalanes, sino sacar a la luz el conflicto y las vulneraciones de derechos, conseguir un compromiso activo y una condena por parte de las organizaciones internacionales que pueda llevar a poner fin a la impunidad del Estado y a reivindicar la naturaleza política del conflicto. Los dirigentes políticos y de la sociedad civil, así como los miembros del movimiento, deben ser declarados inocentes y su libertad y derechos políticos, restablecidos –no sólo excarcelados o indultados por los supuestos delitos–, y la lucha por la autodeterminación y la independencia debe ser reconocida como una causa política legítima.

Sin embargo, la respuesta habitual durante gran parte de este tiempo ha sido la típica de la abogacía formal estándar centrada en clientes individuales: nos dijeron que las decisiones de estos organismos no serían vinculantes y que una defensa «política» en contraposición con una “técnica”– era arriesgada. Incluso si consiguiéramos una sentencia positiva, seguramente no conduciría al cumplimiento por parte de España, y estos intentos no merecerían el coste y el esfuerzo. Incluso cuando se ganó el caso, no se reivindicó en serio, ni política ni legalmente, su valor. Como resultado de esta visión miope, muchos casos que podrían haberse llevado ante la ONU –y también ante el Tribunal Europeo de Derechos Humanos– no se han presentado. En algunos casos, hubo menos demandantes de los que podría haber habido, lo que debilitó la impresión de que eran casos ‘colectivos’: casos que demuestran problemas sistémicos y opresión de grupo dirigidos por tribunales nominalmente democráticos, en lugar de vulneraciones aisladas de derechos individuales.

En la sentencia del TJUE podemos ver lo erróneo que ha sido esta reticencia a seguir una estrategia internacional de litigio en materia de derechos humanos por parte de algunos actores. Porque son precisamente las conclusiones de los organismos independientes e imparciales de derechos humanos en lo que se fijan los tribunales extranjeros e internacionales cuando les piden que dejen de lado su interpretación general de que España es una democracia que funciona. El tribunal belga también tuvo en cuenta las conclusiones del GTDA en su decisión de no entregar al conseller Lluís Puig al Tribunal Supremo español. Y la sentencia sobre las cuestiones prejudiciales dice expresamente que no basta con haber denunciado la vulneración de derechos fundamentales en el ámbito interno para rechazar la ODE. Los derechos humanos no son políticos, son jurídicamente vinculantes y su interpretación y ámbito de aplicación son cada vez más técnicos: en el ámbito europeo, las reclamaciones de derechos fundamentales se insertan en un entramado complejo normativo y de jurisprudencia de tribunales internacionales que están en diálogo permanente.

Sin duda, se ha empezado a tejer una red de condena internacional –a través del GTDA, el tribunal de Slesvig-Holstein en los procedimientos relativos al presidente Puigdemont, y el Comité de Derechos Humanos de la ONU con la condena en España por la suspensión de los derechos parlamentarios de los dirigentes independentistas. Pero necesitaríamos muchos más hallazgos de este tipo –y una defensa pública más amplia– para quebrar la confianza de muchos en el estado de derecho en España.

De eso trata la lucha fundamental desde el exilio en Bruselas, encabezada por el president Carles Puigdemont. De ahí su determinación de no rendirse a una “solución feliz” que tan sólo lo sería –así como los indultos– desde una perspectiva individual, pero nunca colectiva. Exponer la naturaleza de las violaciones de los derechos asociadas al enfoque no democrático y represivo de los catalanes que defendemos a una Cataluña independiente requiere no claudicar en la confrontación con el Estado sobre los derechos humanos y exigir la plena libertad y reparaciones. Con el tiempo, esta vía podría obligar a más tribunales europeos y organismos internacionales a reconocer que el movimiento independentista catalán es, de hecho, un GOI que necesita protección externa. Tan sólo si generamos un consenso amplio fuera de España podremos, con el tiempo, generar más soportes a la causa de la autodeterminación de Cataluña.

La opresión y la discriminación, como procesos sociales, afectan habitualmente a grupos y son producto de una desventaja sistémica relacionada con injusticias más amplias irreductibles a la agencia y la responsabilidad individuales. Cuando señala esta lógica de grupo relacional de la discriminación, el TJUE permite un mayor grado de escrutinio para revelar las formas polifacéticas de opresión que sufren los catalanes como grupo. Es un primer paso: ahora los tribunales nacionales deben aprovechar el espacio que les brinda Luxemburgo. Pero es un paso importante, y, naturalmente, no es el que Pablo Llarena esperaba.

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