En tiempos de crisis climática, la nueva reflexión del filósofo de moda, el coreano alemán Byung-Chul Han, es un elogio de la inactividad y el aburrimiento, de la vida contemplativa, con la reconciliación con la naturaleza como horizonte. En su línea habitual, critica la autoexplotación digital, el tiempo como mercancía, la ley de la eficiencia y el rendimiento. En ‘Vida contemplativa’ (1), propone una especie de retorno romántico a la naturaleza, un frenazo: contemplar el fuego, el mar y el vaivén de las nubes, celebrar la vida sin fines instrumentales, dejarse llevar por el aleteo de una mariposa, por los sueños, por el viento. Relajarnos, escuchar la Tierra, contemplarla. Cuando a Anaxágoras le preguntaron por qué había venido al mundo, respondió: «Para observar». Nacer significa ver la luz, ¿verdad?
Byung-Chul Han no entiende la inactividad como lo contrario de la actividad, sino como una actitud creativa vinculada a la ética del respeto heideggeriano. Ante la aceleración de la vida y la presión del capitalismo autoexplotador, cita a Benjamin: «El aburrimiento es el umbral de los grandes hechos». Y a Nietzsche: «Los hombres inventivos viven de una forma totalmente distinta que los hombres activos; necesitan tiempo para desplegar la actividad sin finalidad y sin reglas». Y a Catón: «Nadie es tan activo como cuando no hace nada; nadie está menos solo como cuando sólo está consigo mismo». Y aún Deleuze, para quien la dificultad hoy en día (lo escribió en 1995) consiste en «alcanzar espacios vacíos de soledad y silencio donde poder encontrar algo que decir». «El ruido de la comunicación destruye el silencio, desnuda el lenguaje de su capacidad contemplativa», poética, añade Han, quien, en un mundo en el que todo se mide en datos, aboga por «el resplandor de lo inútil y que no se deja calcular nunca».
¿Y qué tiene que ver esto con la crisis climática? Pues que sólo desde el silencio y la reflexión se puede pasar página al antropoceno, es decir, en el momento histórico en que la naturaleza ha quedado totalmente sometida a la acción humana. En lugar de seguir yendo hacia adelante (la idea de progreso), propone no ir atrás, sino volver «donde ya estamos desde siempre». Se trata de renunciar al reino de la novedad permanente y al hombre de acción de Hannah Arendt. De la mano de Kierkegaard, dice que «sólo nos hartamos de la novedad, nunca de las cosas antiguas». Y recuerda que Nietzsche también rechaza el énfasis ciego en la novedad. Cree que la mejor repetición son las fiestas, por lo que tienen tanto descanso como símbolo y realidad comunitaria.
Byung-Chul Han se desmarca, por tanto, de la constante apelación a la innovación, al sujeto como objeto de sí mismo para ser singular, diferente, único: «Cada uno se interpreta. La vida activa ahora es manifiesta como ‘vita performativa’ […] Hoy nos explotamos por propia voluntad y estamos convencidos de que nos realizamos […] Nos arrastra la embriaguez de la comunicación», que, pese al espejismo de conectividad, nos aboca a una «soledad primordial», lejos de la idea de comunidad.
«La digitalización y la informatización del mundo fragmentan el tiempo y hacen que la vida se vuelva radicalmente efímera. El ser tiene una dimensión temporal, crece lentamente y a largo plazo. La inmediatez actual lo destruye». Va aún más allá: «La histeria por la salud y la manía de la optimización son un reflejo de esta falta de ser que lo impregna todo». La vida contemplativa que propone Han no es una fuga del mundo, sino un reencuentro con la naturaleza, con la esencia del ser humano. Con san Gregorio, apunta que «la vida activa nos debe llevar a la contemplación, y la contemplación […] debe devolvernos a la actividad».
El libro termina con un vínculo entre este regreso a la naturaleza y el reencuentro de una espiritualidad sin Dios. «Hoy en día el alma ya no ruega. Más bien se produce a sí misma. Su hiperactividad se puede considerar responsable de la pérdida de la experiencia religiosa. La crisis de la religión es una crisis de la atención». Es más, «en la era de la autoproducción narcisista constante y la autoescenificación, la religión pierde su fundamento, puesto que desprenderse de uno mismo es esencial para la experiencia religiosa». Y termina con el romanticismo que aspira a la reconciliación entre el hombre y la naturaleza. «En el romanticismo, la libertad no se expresa como el énfasis de la acción, sino como la pasividad de la intuición», y no se entiende como el individualismo actual, sino como comunión con la naturaleza, con el entorno, en un afán de armonía universal. No hace falta destruir el mundo antiguo para crear uno nuevo. De la mano del romántico alemán Novalis, Byung-Chul Han aspira a un ser humano futuro como «conciudadano en una república de seres vivos, de la que también formarán parte plantas, animales, piedras, nubes y estrellas». Bienvenidos al nuevo paradigma del hombre tranquilo.
Las cosas que no contempla Byung-Chul Han
Joan Burdeos
Crítica de «Vida contemplativa. Elogio de la inactividad» de Byung-Chul Han (1)
En su último libro, Byung-Chul Han dice que la actual crisis de la religión no tiene que ver con que ya no creamos en Dios ni desconfiemos de los dogmas, sino con que “vamos perdiendo progresivamente la capacidad de contemplación”. Esto está bien. En el origen de la muerte de Dios, sí existe la ciencia y la técnica, el hecho tozudamente observable de que existe un conocimiento que los seres humanos extraemos del mundo sin el permiso de las escrituras, gracias al cual transformamos la realidad a nuestra imagen y semejanza. Pero después sí tiene razón Han y el deseo de la cultura, que es concretar el anhelo romántico de conexión con el cosmos en las condiciones de la modernidad, se vuelve básicamente un problema de cómo abrirse a la receptividad.
El filósofo más popular en las librerías desde hace bastantes años acaba de sacar ‘Vida contemplativa. Elogio de la inactividad’, que enseguida hace reír porque este señor no para de producir. Hace pensar en un amigo suyo, Slavoj Žižek, que el año que parió el eslogan «A veces no hacer nada es lo más revolucionario que se puede hacer», publicó tres tochos. Ocurre que a los filósofos continentales izquierdistas no les puedes decir que se contradicen, porque te responderán con alguna pirueta hegeliana del tipo “la negación de la negación” y no tendrás más remedio que aplaudir.
Repasemos el proyecto haniano que es, efectivamente, hegeliano. Han triunfado por saber poner nombre a un malestar que nace del giro cognitivo del capitalismo y del giro digital de la comunicación y la cultura. El malestar del trabajo en la fábrica y la cultura de papel tenía que ver con la negatividad y la represión: no te levantes de la silla, no te pintes el pelo de colores. En cambio, el malestar del trabajador creativo y de la cultura de las redes tiene que ver con la positividad y la expresión: sé el empresario de ti mismo, acumula experiencias performativas. Del corsé victoriano al filtro facial de Instagram, de la neurosis al ‘burnout’. El proyecto de Han propone la típica síntesis de las contradicciones de la figura de conciencia histórica, que en el mundo de hoy pediría restaurar las virtudes de la negatividad contra el exceso de positividad. Y todo ello sin caer en un retorno banal y reaccionario.
Y evidentemente, a veces Han puede sonar banal y reaccionario. Como todos sus otros libros, ‘Vida contemplativa’ está lleno de poetas alemanes, lamentaciones por la desnudez de las redes sociales, y Heidegger escuchando al ser. Al mismo tiempo, el proyecto sigue una lógica plausible y no tenemos más remedio que empatizar con ellos. Aunque Han es absolutamente incapaz de imaginar las mil y una formas en que la vida digital proporciona experiencias de narrativa, comunidad, reconocimiento, silencio, misterio, serendipitidad y el largo etcétera de formas de negatividad productiva que él atribuye en exclusiva a la naturaleza, al hierro oxidado y al papel polvoriento; es igual de cierto que existe una cierta Ley de Moore cultural, que, al igual que los chips duplican su capacidad de procesamiento cada dos años, la velocidad de circulación de los contenidos culturales crece de forma más exponencial que lineal.
Que “la verdadera felicidad existe gracias a la ausencia de objetivo y utilidad, a la complicación consciente, al rechazo de la productividad, a los rodeos, a las divagaciones, a las cosas superfluas, a la belleza de las formas y a los gestos”, como escribe Han, es una creencia tan antigua como la humanidad. Y el surcoreano es bueno diagnosticando la insuficiencia de la relación instrumental con el mundo y señalándolo tal y como se da en el capitalismo tardío digital. El error de Han consiste en limitar y esencializar los reinos en los que la contemplación ansiada puede darse. Yo le respondería con una anécdota espléndidamente mesiánica de una conversación entre Ernst Bloch y Walter Benjamin citada en el libro: “Un rabino, un verdadero cabalista, dijo una vez: para poder crear el reino de la paz, no es necesario destruir todas las cosas y empezar un mundo totalmente nuevo; tan sólo hay que mover un poquito esa taza o ese arbusto o la piedra de allí, y así con todas las cosas […] lo que llevemos en las entrañas en este mundo, también lo tendremos en el mundo que vendrá. Todo será como aquí, tan sólo algo diferente”. No se trata de apagar las pantallas, pasear por el bosque y cultivar el huerto, sino aprender a pasear por las redes y cultivar Internet, y así con todo.
ARA
NÚVOL