Desde hace al menos ciento cincuenta años se celebra en la ermita de San Urbano de Gaskue (Odieta) cada 25 de mayo una popular romería de la que voy a contar algunos datos de su historia y vicisitudes.
Partamos de la base de que Urbano I papa, fue muerto en Roma el 25 de mayo del año 230 por martirio y por tanto santo, aunque se trata de un santo muy poco venerado en el mundo. Es sabido que en algunas zonas vinícolas de Alemania se le venera en coincidencia con las celebraciones del solsticio de verano siendo patrono de los viticultores e incluso en algunas citas lo nombran como patrono de los consumidores de vino, literalmente de los borrachos. En Euskalherria también es relativamente poco conocido y apenas he encontrado la existencia de una ermita, ya desaparecida, en las cercanías de Elorrio y la basílica que nos ocupa en Navarra, sita en término de Gaskue, valle de Odieta, aunque pueda haber algún lugar más en donde se le venere. En el santoral hispano ni se le nombra ni tiene un día del año asignado. Es pues esta casi singularidad del culto y veneración a San Urbano lo que incita la curiosidad y motiva este trabajo.
La leyenda cuenta que en un claro del bosque en las cercanías de la localidad de Gaskue del valle de Odieta y junto a un elorri (espino) solitario a un joven pastor lisiado de una pierna se le apareció San Urbano y curó su maltrecha pierna, precisamente el 25 de mayo. Los señores de Gaskue, sus criados y el resto del vecindario decidieron levantar una ermita en el lugar para acudir a venerar al santo, en la fecha señalada, cada año. El lugar se encuentra en el paraje de Apezalabaki unos dos kilómetros al sur del conjunto urbano de Gaskue, entre los montes Txutxurro y Arranomendi. Este último separa los valles de Odieta y Xulapain encontrándose la ermita por escasos metros en término de Odieta. El camino más marcado y ancho es el que va desde Gaskue pero también existen caminos desde Ziaurritz o desde Usi en Xulapain. Muy cerca de la ermita entre hayas y robles existe una pequeña fuente natural.
La primera noticia escrita sobre la existencia de la ermita es de julio de 1813 cuando, las tropas napoleónicas, en su retroceso tras el fracaso del intento de “liberación” de Iruñea y la derrota en la batalla de Sorauren, saquearon la ermita y la propia iglesia parroquial de Gaskue. Algunas décadas después, en 1884, se publicó un Novenario con motivo de la concesión por parte de León XIII de “indulgencia plenaria” al que acudiera a venerar al santo a la ermita que estaba desde hacía “muchos siglos” en Gaskue. A San Urbano se le daba la consideración de abogado contra las afecciones reumáticas (mal de humores). Unos años antes, tenemos también la noticia de como el arzobispado de Iruña autorizaba al párroco de Gaskue a adquirir una cercana casa torre perteneciente al marqués de Casatorre que estaba deshabitada con el fin de reconstruir la ermita.
La construcción de la actual ermita se realizó entre 1903 y 1905. El gran templo, de planta en cruz latina y estilo románico, tiene una nave central de 28 por 7 metros y dos pequeñas naves laterales que albergan sendas capillas. Preside el altar la imagen de San Urbano en una hornacina. Además, los días de romería se expone en la capilla un pequeño relicario de plata conteniendo un huesecillo poroso supuestamente del santo, que el resto del año se guarda celosamente en una de las casas de Gaskue.
En la parte del ábside tiene tres pequeñas construcciones aledañas, la sacristía, una cocina y el despacho del ermitaño. Hoy en día una de ellas esta abierta y habilitada con un pequeño fogón para refugio y comedor de visitantes. Ya desde finales del siglo XIX se había arraigado la costumbre de acudir en romería cada 25 de mayo no solo los vecinos del valle de Odieta, también los de Xulapain, Atez e incluso de la capital Iruñea y localidades cercanas.
Importante es la figura del ermitaño, habitualmente de alguna de las localidades cercanas y encargado del mantenimiento de la ermita. De la misma forma que la imagen de San Miguel de Aralar, también era costumbre que el ermitaño recorriera gran parte del norte de Navarra, durante el otoño e invierno pueblo a pueblo montado en su yegüa con una pequeña capilla de madera con la imagen del santo solicitando limosna para el mantenimiento de la ermita. Aunque quizás haya resultado más conocida la visita del ángel de Aralar, la cantidad de pueblos visitados por San Urbano es mayor y su recorrido más largo, más de cuatrocientas localidades, el 56% de todas las de la actual Alta Navarra. La mitad de las limosnas recaudadas eran para el propio ermitaño y en muchas de las localidades visitadas existía la figura del Hermano privilegiado, encargado de dar cobijo y comida al ermitaño. En contrapartida el día de San Urbano éste debía invitar a comer a todos los Hermanos Privilegiados. Esta costumbre se perdió en el último tercio del siglo XX. Así mismo los pueblos de Odieta acudían la víspera de San Urbano en procesión rogativa con sus cruces parroquiales a celebrar las vísperas, costumbre también desaparecida.
La propia romería de cada 25 de mayo se celebra a caballo entre lo sagrado y lo profano como era habitual en cada una de las diversas celebradas en tiempos pretéritos. El trascurso del tiempo y la progresiva secularización de la sociedad, además cada vez más libre de expresiones de enfermedad o marginación social, ha ido en detrimento de los elementos religiosos y a favor de los lúdicos profanos. Y aunque todavía quedan restos es evidente que hoy día es difícil alcanzar aquel clímax festivo de las romerías de antaño. Llegado este momento, invito al lector al exhaustivo y fantástico trabajo realizado por el antropólogo José Ignacio Homobono Martínez publicado en 1989 y de lectura obligada para quien quiera conocer bien y en profundidad la historia y vicisitudes de esta romería, de cuyas páginas han salido muchos de estos datos. La asistencia de romeros, como decíamos, en busca de remedios para los males de humores (afecciones reumáticas) procedía fundamentalmente de los valles cercanos Odieta, Atez, Basaburúa, Imotz o Ultzama pero también desde lugares mas alejados como la Sakana o la propia Iruñerria. El punto de reunión era habitualmente el pueblo de Gaskue. Dejo un poco a parte las extraordinarias y extensas celebraciones religiosas para centrarme un poco en aspectos más profanos y sociales de la romería.
La amplia concurrencia de gentes del mundo rural hizo que de forma espontánea la romería tomara forma de mercadillo. Ya en 1824 esta documentada la presencia de cuchareros de Urrotz de Santesteban o en 1830 cuando un zapatero de Arraitz hizo allí un sorteo de guantes de piel. Distintos artesanos rurales acudían a vender sus productos, cencerros, collares para vacas u ovejas, piedras de afilar, arreos para caballerías, kaikus etc. El ermitaño habilitaba entre quince y treinta chocicas, o puestos improvisados con tableros y cubiertos de hojas de haya destinados a los vendedores de chucherías, que abonaban un canon al ermitaño por sus servicios. La mayor parte vendían caramelos y almendras garrapiñadas a título exclusivo, pero también se contaban medallas del santo, cigarros puros, relojes, etc., y algunos de ellos efectuaban rifas diversas.
Hubo chocheras (así se llamaba a las vendedoras de chucherías) de las inmediaciones, por ejemplo, de Latasa, pero también de puntos tan alejados como Lizarra, aunque la mayoría procedían de la capital como la popular Ramona Beorlegui Lacunza que desde 1917 con 14 años hasta 1999 con 96 nunca faltó a la romería. Ramona nacida en la calle Estafeta de Iruña era habitual en todas las ferias y romerías de Navarra, desde Luzaide o Santesteban hasta la capital donde era la más popular y habitual vendedora el día de San Blas en los porches de San Nicolas. Elaboraba sus roscos, tortas de txantxigorri, figuras de caramelo y turrón del “royo” en su propia casa de la calle Descalzos.
Nunca faltaban un par de fotógrafos ambulantes, cuyos decorados o photocalls representando diversos paisajes a veces muy diferentes a los locales ponían una nota exótica en el escenario festivo. También acudía algún fotógrafo privado como el médico uhartearra Carmelo Butini que en los años 20 hizo un bonito reportaje de la romería que ilustra este escrito. También se instalaban media docena de improvisadas tascas que, además de vino, licores y café, vendían corderos asados por ellos mismos sirviéndose del gerren.
Atraídos por este efímero mercadillo festivo, toda una turba de mendigos, lisiados y ciegos se apostaban a ambos lados del camino para implorar la caridad de los romeros. Llegada la hora de comer algunos de los asistentes lo hacían en la propia campa, pero otros muchos volvían al pueblo de Gaskue a hacerlo y otros ya de vuelta a sus localidades de origen lo hacían en las ventas del entorno, siendo especialmente conocida por su gran asistencia la venta de Burutain. Las autoridades asistentes y los curas que habían celebrado las misas comían en una de las estancias de la propia ermita, así como los Hermanos privilegiados a los que el ermitaño invitaba a coste de las limosnas recibidas.
Tras la sobremesa se iniciaba en la campa el baile, primero al suelto, porrusaldas y ariñ ariñ interpretadas por el acordeón o el txistu. Tras un par de bailes de introducción se continuaba con el baile al agarrao. En los oscuros años de la postguerra el obispado terminó prohibiendo en 1945 todo el baile, incluso el suelto. Habrían de pasar casi treinta años para recuperar la costumbre.
No podemos olvidar la función de las romerías, y de esta en concreto, como lugar de encuentro, de intercambio de informaciones, establecimiento de relaciones personales que a veces terminarían en bodas, negocios, compra ventas etc. entre gentes de localidades cercanas o más alejadas de las del propio entorno. A veces también las peleas entre mozos o grupos de ellos aparecían en el contexto del exceso en la bebida, a veces con inusitada violencia. Fue llamativa en 1830 una gran pelea entre los mozos de Iraizotz y Larraintzar por un contencioso pasado en otra romería, la de Sta. Lucía en Arañotz.
En el camino de regreso a casa la fiesta continuaba, especialmente en el propio Gaskue en donde en la era se celebraba un gran baile con acordeonista. También en otras ventas del entorno, Ziaurritz, Usi o Burutain se celebraban bailes en el atardecer festivo del 25 de mayo, festejos que fueron poco a poco desapareciendo en los duros y represivos años cuarenta.
En junio de 1896 el periódico El Eco de Navarra publicaba la crónica de la romería hecha en forma de carta al director por un llamado José, seguramente el seudónimo de algún periodista de la publicación, que habitualmente escribía sus andanzas con el título Carta de José. El escrito tiene un tono humorístico y es muy descriptivo, pero es importante señalar como remarca la popularidad, ya a finales del XIX, de la romería a San Urbano a la que según el mismo cronista acudieron ese año unas tres mil personas.
A tres kilómetros de Gascue, en una pequeña hondonada que forman varios montes poblados de vetustas hayas, seculares encinas y trasmochados fresnos, se eleva, mejor dicho, se cae, el modesto santuario del milagroso San Urbano. Al pie, en la pequeña y desigual pradera se instala la feria. Allí se venden dulces finos y confites ordinarios que pintan los dedos, hachas para cortar leña, caicus para ordeñar vacas, bizcochos pintados, al parecer con sangre de toro, estampas del santo, vino peleón a la menuda, escapularios, collares de madera para reses mayores, cerezas negras del tamaño de píldoras, largos asadores de boj, hojalatería en todas sus manifestaciones, café a lo que dicen con leche, cencerros de cobre sin badajo, rosquillas fósiles, pañuelos de seda, corderos lachos, todo revuelto, todo mezclado, todo por el suelo. Las tabernas son la excepción. Catorce había. Estas se hallan instaladas afectando la forma de nichos o garitas de dos metros de altura. Se construyen con ramas y abundante follaje y allí en el fondo se oculta el botarrón para que los rayos de sol no calienten el vino y protesten los bebedores.
Tampoco faltaba el orador de feria. Por la pradera andaba uno bien trajeado con altas polainas que había recorrido, vamos, al decir, Francia, Portugal y acababa de llegar de las ciudades de Sangüesa y Tafalla; llevaba parches compuestos de 24 resinas que lo mismo curaban los dolores, que la fatiga, según se aplicaran en una u otra parte del cuerpo. En fin, 24 resinas revueltas que lo mismo servían para a un barrido que para un fregado.
Las tres mil personas que en aquel pequeño espacio despejado de árboles estaban apiñadas eran en su mayor parte montañeses, y en torno de ellas, en las vertientes de los montes unos dos mil machos uniformados, vestidos de gala con la tradicional manta a rayas encarnadas. Aquello resultaba un cuadro completo, al que servía de marco caballerías mayores que relinchaban sin interrupción y casi siempre en coro. En fin, que los concurrentes de dos piernas y de cuatro patas eran muchos y grande el barullo.
¿Y los quemaderos? – Imposible contar el número de fogones. Lagos de fuego se veían por doquier. Tropezábame con los troncos, pisaba las brasas y me manchaba de ceniza. El humo nos cegaba y llorábamos como Magdalenas, en lugar de reír como descosidos. Estaba ardiendo el suelo de la pradera por todas partes. Aquello era el infierno reducido a escala. Las gentes a empellones se abrían `paso y compraban asadores de boj, y en ellos ensartaban con las manazas, dos y tres corderos en cada uno, a la manera y con la misma rapidez, como se ensartan cientos de azabaches con las agujas de coser manejadas por los delicados dedos de las señoras. Se corría después a la cocina, se clavaban en el suelo horquillas hechas con rama, y en ellas se colocaban los largos palos al amor de la lumbre. Se iban aumentando los pedidos a las vestales encargadas de conservar y avivar el fuego sacro de raíz de encina, y aquellas posaderas silvestres sonreían haciendo sitio al nuevo asador.
Cráter hubo donde conté seis lanzas con quince corderos arrimados a la erupción. Aquel auto de fe gastronómica, repetido cada dos pasos y aquellos hombres dando vueltas a los pinchos y clavando las horquillas, vistos entre el fuego y las llamas, a no estar en la católica montaña de Navarra, habrían traído a la memoria, demonios con boina martirizando la carne de los condenados. Sin embargo, nada de ¡ayes! En las mismas piras se quemaban tandas de 10 y 12 víctimas y ninguna queja. Para las once y media estaba convertido en apetitoso tostón todo el rebaño. Yo he leído, no sé dónde ni cuándo, que el cocinero de Marco Antonio, de hora en hora colocaba un jabalí en el asador a fin de que entre los cinco o seis que al mismo tiempo se asaban hubiese siempre uno en sazón para el instante preciso en que Marco Antonio se sentara a la mesa. Pues bien, allí, en San Urbano, tenía el cocinero de la historia muchos fogones a propósito no sólo seis sino ocho jabalíes enteros. Hay que ver aquello.
La hora ha llegado; la Iglesia es pequeña; en la pared exterior hay un altar y más arriba un balcón del edificio convertido en púlpito. Sale el sacerdote y empieza la misa. El ilustrado presbítero Don Pedro Santa Cruz pronuncia con poderosa voz un oportuno sermón ensalzando al Santo Mártir. Era de ver como entre la multitud se hizo el silencio en cuanto dio comienzo el santo sacrificio: como se apiñaban las gentes para oír de cerca y no perder una sílaba de la palabra divina y con qué fervor estuvieron todos durante se celebró el acto religioso. San Urbano, abogado de los reumas, es uno de los muchos santos al que se le tiene extraordinaria devoción por los moradores de aquellas montañas. Muchos fueron los que dejaron ofrendas y pocos, casi ninguno, los que se marcharon sin adorar la reliquia.
Concluyó la Misa y aunque no se dio la voz de “La señora está servida” como se da en las casas aristocráticas donde se convida a personajes a veces hambrientos, todos corrieron a tomar puesto sobre la verde hierba formando grandes corros, sentándose alternados guizones y damas, teniendo la cazuela en el centro y la cuchara o el tenedor en la mano y… dio principio la comida. No seré yo, señor director, quien se atreva a describir el apetito, ni las tiernas miradas que desde lejos echaban al asador aquellas honradas gentes mientras comían la ensalada, la sopa y los garbanzos, vigilando para que algún distraído no les cambiase llevándose su asador; ni diré tampoco lo a menudo que aquellos montañeses viviendo alejados de las cepas, obligados entonces por la sed, miraban a los astros apuntando con la bota. Mientras tanto el chum chum ejecutaba diversas piezas de su extraño repertorio; agradable música del pasado que en cinco minutos y con pocas palabras cuenta más cosas que Wagner en cuatro horas con su música del porvenir. Como que el chum chum ayudado por el tamboril contando historias llega al alma y el alemán compositor con toda una orquesta de cien profesores, solo aturde los sentidos. Digo, me parece a mí.
Como yo también tengo la mala costumbre de comer y la comida estaba preparada en el pueblo, emprendí, hecho un valiente, el viaje de retroceso a pie y por el sendero… me horroriza recordarlo. ¿Se acuerda Vd. señor director, de aquellas fiestas de San Fermín en que a Pamplona venían lisiados? Pues aquellos que venían eran muy pocos si los comparamos con los que había en el camino a Gascue. Unos sin piernas, otro sin brazo, otro en la cama mostrando descarnados huesos, otro sin nariz, sin ojos, sin más agujero en la cara que uno por donde salían oblicuos dientes y voces cavernosas que no se entendían. ¡Cuando llegará el tiempo en que los municipios respectivos recojan a esos infelices para que no vean en el caso de explotar la caridad valiéndose de repugnantes llagas!
A pesar de que la anterior ensalada era mala, como el apetito era bueno, hicimos los honores a la suculenta e interminable comida que nos sirvieron con buen Jerez, sabroso café, excelente coñac y magníficos habanos, en la casa de los Guelbenzu. Dios le pague a don Simón Guerendiain y doña Cleta Azcobereta los muchos obsequios que nos hicieron. También a don Antonio Irurita, párroco de Maquirriain, que tuvo la atención de regalarme una gran estampa de San Urbano, le debo gratitud. El médico de Gascue, cuyo nombre ignoro, es una buena persona, que nos dispensó igualmente atenciones. Conste así.
Salimos a la era a presenciar los bailes al son del chum chum. ¡Qué agilidad en las piernas! ¡Mentira parece que, con aquellos borceguíes, llenos de clavos de herrar, puedan levantar tanto los pies! Como yo ya sé que el que juega con vino a borrachera se expone, no me extrañó ver en aquel sitio gente alegre, muy alegre. Después vistamos la Iglesia y Argun Cachcu y luego… al coche, para emprender la vuelta.
Metido en el ómnibus de Carlos Maisonnave guardé profundo silencio. Un trago de petróleo servido en una botella que había tenido coñac, con que un pamplonés me obsequió, me produjo ese efecto.
Al llegar aquí me parece, señor director, que le oigo preguntar _ “¿Y el salmón?”. Pues muy sencillo. Registré el monte mata por mata y la pradera hoja por hoja, y no encontré el salmón en ninguna parte. Me aseguraron que aquello era un fenómeno y bien a pesar mío tuve que conformarme. (* Nota: en uno de sus dos relatos el autor, comenta que le habían hablado mucho de esta romería en donde se degustaba el mejor salmón del mundo. Sin duda era una broma)
Como recuerdo de la excursión compré un oporra para tomar leche de burra que es la única que yo gasto en mis malos tiempos de tos, y cogí un grillo Rey en aquellos campos para la jaula de los hijos de mi amigo Ciganda. Yo sé que, en esta carta, como en los asadores de la romería, podrán ensartarse media docena de corderos, pero había prometido contarle a Vd. todo y por eso ha salido tan larga. No lo haré más. Su afectísimo S.S. José
A partir de los años ochenta del pasado siglo, la romería se trasladó al último domingo del mes de mayo para obviar los problemas de asistencia si la festividad tocaba en laborable. En 1961 el gaskuetarra Simón Ilarregi plantó un roble junto a la basílica con la idea de recordar y sustituir al elorri, ya seco, que sustentaba la leyenda, haritz ederra que hoy se yergue en las cercanías de la puerta de la misma. La asistencia y la importancia de la romería ha ido disminuyendo con los años, aunque todavía en 1987 la asistencia se cifró en 1.600 personas, con media docena de puestos de venta y una sola taberna.
Además de ese día, se hizo habitual la visita al lugar de otro tipo de entidades o actividades, en sus actos festivos, como la escuela de tiempo libre Haritz Berri de Burlada, la finalista del grupo de montaña Donibane, algunas bodas etc. Así mismo ese año de 1987 se comenzó a celebrar en el lugar el Odietako Eguna, día del valle, el domingo más cercano a la festividad de Santiago en el mes de julio, fiesta que poco a poco ha ido a competir en asistencia con el día de la romería.
Entre 1981 y 1983 ocurrieron varios ataques vandálicos a la ermita, actos de claro tinte político, por grupos contrarios a la evidente ideología vasquista del párroco de la localidad y de la mayor parte de los asistentes a las romerías. En 1984 hubo de repararse el tejado, los cristales rotos de las ventanas etc. gastándose 170.000 pesetas recaudadas por suscripción popular, arreglos que se realizaron en auzolan. Además, se arregló el camino desde Gaskue hasta la ermita, habilitándose un pequeño parking en las cercanías. Muchos años después, en 2015 y ante el deterioro manifiesto que volvía a presentar la basílica, el consistorio de Odieta trasladó la situación al Arzobispado. Este, rompiendo su línea habitual de actuación, donó el edificio al valle que es quien tuvo que asumir el nuevo arreglo, especialmente del tejado del templo y la rehabilitación de las dependencias anexas, la sacristía, la antigua cocina y el refugio abierto destinado a almuerzos y comidas populares. Con este último arreglo desapareció la pequeña espadaña con su campana que culminaba la fachada y que de esta forma ha cambiado un poco su fisonomía. Además de los días de festividad, por su fácil acceso y atractivo natural, hoy en día es un lugar muy visitado por paseantes y excursionistas.
Para saber mucho más:
HOMOBONO MARTÍNEZ José Ignacio (1989) “San Urbano de Gascue: ermita, romería y otras expresiones de religiosidad popular”. Cuadernos de Etnología y Etnografía de Navarra Año 21, Nº 54 págs.407-502.