El mes pasado se estrenó una de las películas más interesantes de la temporada, ‘Argentina, 1985’. El filme, dirigido por Santiago Mitre y protagonizado por un estelar Ricardo Darín interpretando al fiscal Strassera, recrea el proceso judicial por el que se pudo condenar a la Junta Militar protagonista del golpe de estado de 1976. Una vez que dio paso a una dictadura militar se cometieron infinidad de violaciones de derechos humanos, incluida la desaparición forzada de 30.000 personas. La película, que con sus aciertos y errores sabe mantener la tensión narrativa, reproduce la forma en que se logró juzgar y poner entre rejas a los protagonistas de la cruenta represión en el país austral. Pese a una ley de punto final, elaborada por la propia dictadura para exonerarse de toda responsabilidad, una presión política asfixiante no exenta de sabotajes y boicots a la investigación judicial, y amenazas de muerte en el equipo de jóvenes fiscales, se pudo poner al descubierto de forma oficial las torturas, asesinatos y crímenes diversos practicados por los militares y la policía en aras de la lucha contra la subversión. El proceso -y las condenas, con varias cadenas perpetuas- permitió proseguir con otros procedimientos judiciales que lograron encerrar entre rejas a más de un millar de torturadores y asesinos que pensaban que podrían actuar con la impunidad que otorgaba la cobertura de aparato del Estado. Es más, probablemente éstos constituyeron los juicios más relevantes en materia de defensa de los derechos humanos y de lucha contra los crímenes de lesa humanidad tras los juicios de Nuremberg.
Ante estos hechos, resulta muy feo que precisamente durante la década de 1980, mientras la mayoría de países sudamericanos iban dejando atrás una retahíla de dictaduras militares establecidas en la década anterior (con la indisimulada participación de Estados Unidos, en el contexto de la guerra fría), España se paseaba por el continente tratando de vender su “modelo de transición a la democracia”. Ya sabemos que el nacionalismo español tiende al exhibicionismo orgulloso y posee un limitado sentido del ridículo. Sin embargo, las élites políticas, las mismas que procedían del bando de los torturadores, consideraban que debían dar lecciones a sus antiguos súbditos, cuando más bien era Argentina, un país que hasta el golpe de estado de Videla había mostrado una más larga y profunda tradición democrática y unos niveles de bienestar social y económico por encima de los estándares españoles, la que verdaderamente, con los juicios a la junta, debían dar (y dan todavía) una lección a una España que ni siquiera ha sido capaz de sacudirse la inutilidad, incompetencia y autoritarismo corrupto de la estirpe reinante. España optó por una ley de punto final (Ley de Amnistía de 1977) que, literalmente servía para blindar de responsabilidades a todos los crímenes y criminales que se habían apropiado ilegítimamente del Estado, y que aún disponen de ellos, especialmente en sus ámbitos estratégicos.
La Constitución española no es otra cosa que la continuidad del franquismo por otros medios. Y esto se puede comprobar en la misma simbología (bandera, himno, monarquía), y en la imposibilidad de someterse a la legislación internacional que obliga a esclarecer todos los crímenes de lesa humanidad, y en la que España ha jugado en la Champions de ese siniestro campeonato de estados delincuentes. Podríamos hablar de los 140.000 desaparecidos (que, como todavía no han sido identificados, como crimen no pueden prescribir), los 300.000 bebés robados (crimen aún perdurable), los cientos de miles de esclavos de las empresas privadas y estatales cercanas al régimen (que no han indemnizado de forma sistemática y justa a las víctimas y sus descendientes) o el robo y expolio a escala industrial cometido por afines al régimen y que conforman buena parte de las grandes fortunas españolas y el poder social y económico vigente. De hecho, pese a las evidencias, ni un solo franquista ha sido llevado a juicio, y en los mínimos procedimientos iniciados, por poner algunos ejemplos, de responsables de bebés robados (hay casos hasta la década de 1990), la justicia ha esperado a que los acusados se mueran de viejos para cerrar el caso y así evitar tener que dar explicaciones sobre la complicidad del aparato del Estado y de poderes fácticos como la Iglesia. Por cierto, que tampoco la iglesia, uno de los pilares franquistas, a diferencia de lo que ha sucedido en todas partes, ha visto a ninguno de sus religiosos encarcelados en los miles de casos de abusos a menores. Incluso cuando el propio y poco ejemplar juez Garzón al intentar hurgar en estas cuestiones, fue catapultado de la carrera judicial. Incluso elementos que escapan a lo que sería la propia protección de los franquistas y de la propia ley de amnistía, como la negativa sistemática a extraditar a criminales de guerra nazis que tenían en la Costa del Sol o la Costa Dorada su seguro y dorado refugio. Aquí, a diferencia de Argentina, lo que ocurre es que el poder profundo impide sea como sea que la justicia objetiva indague sobre el franquismo, porque esto implica el descrédito del actual orden constitucional (empezando por la propia monarquía, vinculada vía testamento de Franco), y pone en peligro los intereses sociales y materiales de quienes viven acampados sobre el Estado, con todos sus medios de coerción policiales, judiciales y mediáticos. En otras palabras, mientras en España no se ha tocado ni un pelo a ningún asesino, torturador o ladrón de niños, cuenta con el mayor número europeo de artistas o raperos exiliados o en prisión. Mientras los Borbones continúan en la Zarzuela por voluntad póstuma de Franco, Hassel está en prisión de Lleida y Valtónic en el exilio belga por exponer hechos incómodos en rima asonante.
La virulencia del Estado contra el independentismo catalán, y, de hecho, la violencia desatada antes, durante y después del primero de octubre, tiene que ver con un hecho objetivo del que nadie se atreve a hablar. La única forma de hacer justicia ante tantos crímenes es mediante la independencia. La única fórmula de sacudirse el franquismo (en expresión de Lluc Salellas) que no se va, es cuando nos decidamos a hacer efectiva la declaración del 27 de Octubre de 2017. ¿Alguien cree que una tramposa ley de amnistía puede servir para otorgar inmunidad a torturadores del régimen?, ¿a crímenes poco aclarados durante la Transición?, ¿a la represión ilegal contra más de 4.000 personas?, ¿a las dudas sobre determinadas actuaciones durante los atentados del 17 de agosto de 2017?, ¿a las denuncias falsas contra maestros?, ¿a los niños, hoy ya adultos, robados a sus familias biológicas? De hecho, durante estos últimos años ya hemos visto cómo actuaban determinadas fuerzas políticas cada vez que el Parlamento se dedicaba a condenar al franquismo. Es normal que te vayas cuando tu posición social y económica depende de lo que hicieron en el pasado en un régimen criminal. Quien escribe esto siempre ha defendido que la independencia de Cataluña no es esencialmente una cuestión nacional, sino la única forma de poder deshacernos del franquismo y sus herederos de forma radical, de hacer justicia con el pasado para empezar un futuro digno.
Los procesos judiciales de Argentina tuvieron sus limitaciones. Las terribles consecuencias de la dictadura acabaron polarizando a la sociedad y no impidieron una deriva de corrupción y resentimientos mutuos. Naomi Klein, en el capítulo dedicado a este país en su libro ‘La Doctrina del Choque’ expone que, si bien se hizo pagar a los responsables de la violencia política, no se hizo lo mismo contra quienes propiciaron la violencia económica que representó la imposición, vía militar, del neoliberalismo tan admirado por personajes como Mauricio Macri o Isabel Ayuso. Ahora bien, los procesos de 1985 ejercieron de una catarsis necesaria para encarar el futuro. Y hoy, a pesar de las múltiples dificultades a las que hace frente ese gran país, pueden mirar hacia adelante por haber superado las asignaturas pendientes de las tragedias del pasado.
Por el contrario, aquí estamos lejos de hacer limpieza. En España, no es posible. En Cataluña sí disponemos de una oportunidad. El independentismo debe introducir necesariamente esta cuestión para ampliar la base. Cabe recordar que buena parte de los catalanes incorporados fueron todo un ejército de personas que huyeron de la represión especialmente salvaje de la España profunda. Todos necesitamos actos de reparación que sólo unos grandes procesos contra el franquismo y su continuidad en el Régimen del 78 pueden ofrecer también como necesaria catarsis.
EL MÓN