El gran periodista polaco Ryszard Kapuściński (1932-2007) visitó la República Popular China en otoño de 1957. Lo que ocurría en aquel país era casi desconocido en el resto del mundo. Como todavía ocurre ahora, la dictadura comunista controlaba el flujo informativo, tanto lo que entraba como lo que salía, con una actitud a menudo paranoica. Súbdito de otra república popular, la de Polonia, Kapuściński conocía bien esa manera de hacer. El gobierno chino le asignó un guía e intérprete llamado Li que era, en realidad, el guardián de todos y cada uno de sus pasos. En ‘Viajes con Heródoto’ (2004), donde explica esta historia, el inexpresivo camarada Li es retratado como una especie de muro viviente. Un muro impenetrable. Muchos chinos, según Kapuściński, perciben los muros como solución polivalente, más allá de la solución maximalista de la Gran Muralla. De hecho, las viejas ciudades chinas eran una infinita sucesión de muros de adobe que separaban las casas; en 1957, cuando el periodista polaco visitó Pekín, todavía existían. Cuidado: estamos hablando de un país inmenso donde de muchas posibles generalizaciones cuelgan considerables excepciones que también hay que tener presentes. Mei Huang y Jaume Suau hablaron recientemente en ‘China hoy. Minorías, cultura y sociedad’ (Leonard Muntaner Editor, 2021).
Kapuściński habla del muro de la lengua, y en ese punto me gustaría contar una breve anécdota ocurrida poco antes de la pandemia. Mi mujer y un servidor entramos en un bazar ubicado en el paseo Maragall de Barcelona con la intención de comprar no recuerdo qué. Había dos señoras trabajando y una niña de cuatro o cinco años al borde del mostrador, con la que mi mujer interactuó en chino. Una de ellas se acercó entonces a la otra y le dijo en voz baja, pero no lo suficiente para que la aludida no la oyera: «¡Vigila, que ‘la española’ sabe chino!» (esta rotunda identificación nacional me sorprendió). La lengua puede servir de apertura o bien de barrera. La expresión facial también; Kapuściński la contrapone con la de los hindúes que acababa de visitar antes de ir a China Y aún hay más cosas que no hay que perder de vista. ”El confucianismo –escribe el periodista polaco– es una filosofía del poder, de los funcionarios, de una estructura [burocrática], del orden y de la posición marcial; el taoísmo es una filosofía de aquellos sabios que se han negado a participar en este juego y sólo pretenden ser parte de la indiferente naturaleza». En el XX congreso del Partido Comunista Chino que se está celebrando estos días, más o menos en paralelo a la conmemoración del centenario de la formación totalitaria, parece claro cuál de las dos mentalidades ha terminado triunfando. Bueno, más que claro es clarísimo…
Xi Jinping quiere transformar su particular visión del mundo en un conjunto de artículos constitucionales: ser una especie de Luis XIV con hoz y martillo tiene sus prestaciones, sin duda alguna. El objetivo de fondo es continuar la tradición y levantar más y más muros, aunque simulando que los derriba. El muro que a partir de ahora separará a la gente normal y corriente de los funcionarios del partido que controlan todos y cada uno de sus movimientos gracias a la obligatoriedad del teléfono móvil y a los cientos de miles de cámaras de reconocimiento facial distribuidas por las calles será imponente. Vivirán en mundos literalmente aislados. La pared que se está levantando entre la mayoría ‘han’ y los pueblos semiesclavizados de Tíbet y Xinjiang ya no tiene nada que envidiar a la milenaria Gran Muralla. El gran proyecto fallido de Xi Jinping, la llamada ‘Nueva Ruta de la Seda’, era, en realidad, un muro de contención camuflado contra las más que previsibles políticas arancelarias que, tarde o temprano, tendrán que aplicar los países occidentales que no quieran derrumbar su tejido industrial. La solución para Hong Kong ha sido la construcción de una gran barrera política y administrativa invisible que impide que la antigua colonia británica no pueda llevar a cabo lo acordado en la declaración conjunta de 1984, la que hacía efectiva la cesión en 1997. Etcétera.
No me parece exagerado afirmar que el XX congreso del Partido Comunista Chino será más decisivo en la política mundial a corto, medio y largo plazo que una guerra o gran catástrofe natural. Tan ambicioso y determinado como Mao pero seguramente más inteligente y desatado de las múltiples bajas pasiones que aquél atesoraba, Xi Jinping piensa en clave mundial. No tiene prisa. Sabe que ahora no van a nacer cien flores, sino mil muros de autoritarismo y control totalitario de la población. ¿Haremos ver que no los vemos?
ARA