Votar en referéndum divide a la sociedad y defender la independencia de los pueblos, en pleno siglo XXI, es algo anticuado. He aquí la síntesis del argumentario socialista, repetido, ahora y antes, por algunas ‘capos’ del puño y la rosa, a diestro y siniestro. A veces sospecho que hay quien toma a la gente por corta, cabezota o tonta del bote. En una democracia, precisamente, la esencia del voto es reflejar en las urnas la diversidad de opiniones que se producen en el seno de una sociedad, de cualquier sociedad, que ya está dividida en diferentes opciones de pensamiento porque, felizmente, no todo el mundo piensa igual.
Sólo cuando se quiere impedir el ejercicio de la pluralidad ideológica es cuando se prohíbe votar, recurso empleado por todos los regímenes dictatoriales y autoritarios. Justamente canalizar adecuadamente las diferentes visiones de cómo organizar, gobernar y desarrollar una sociedad o un territorio concreto, sea un municipio, una región, una nación, un estado o una federación de estados, requiere que la gente vote.
Y, en todo el mundo, en los cinco continentes, siempre que hay unas elecciones, da igual a qué instituciones sean, los votantes acuden divididos a las urnas, porque piensan de manera diferente sobre un mismo tema, y lo hacen, tradicionalmente, en o a través de partidos, es decir, de instrumentos que representan sólo una parte del todo, de todo el conjunto.
Siempre que votamos no es, propiamente, que dividamos, sino que manifestamos democráticamente la posición de una sociedad plural, ya dividida, pues, previamente, en función de la diversidad de opciones presentes. Y esto ocurre cada vez que hay elecciones, tanto para votar alcaldes y concejales, como diputados, senadores o eurodiputados, porque hay división de opiniones, puntos de vista y preferencias políticas y personales. Y gana quien tiene más votos. A esto se llama “democracia”…
Si la división es sólo en los referendos, pero no en el caso de elecciones, ¿el referéndum sobre la OTAN dividió a la sociedad y hubiera sido más sensato de no hacerlo? ¿O es que sólo se divide la sociedad cuando se pregunta al pueblo de Cataluña, en referéndum, si quiere convertirse en un Estado independiente? No deja de ser curioso que se blande el espantajo de la división, de manera exclusiva, tan sólo en el caso de los referendos de autodeterminación, al menos en nuestro caso.
Estaría bien que fueran a Argelia, que, además de una guerra, hicieron un referendo de autodeterminación para separarse de Francia, en Noruega que lo hicieron para desconectarse de Suecia o en Timor Oriental para liberarse de Indonesia, por decirles que lo hicieron mal hecho, que votar divide y que deben volver a la etapa previa de dependencia nacional. Hace sospechar que los socialistas, después de haber defendido, durante décadas, el derecho de autodeterminación, ahora lo rechacen, justo cuando existe la posibilidad de que gane en las urnas la opción independentista.
La frivolidad con la que se expresan algunos dirigentes políticos provoca escalofríos y no, precisamente, de placer. Decir, por ejemplo, que defender la independencia nacional, en el siglo XXI, es algo anticuado, es una afirmación de una estupidez de la altura de un campanario. Porque, si así fuera, comportaría que todas las naciones que ya son independientes, deberían renunciar a su independencia, de forma coherente, para no ser anticuados y sí, en cambio, modernos.
Y, en consecuencia, la renuncia a la independencia debería significar la aceptación de la dependencia de un pueblo en relación con otro pueblo. Por dar ejemplo, pongamos por caso, España debería renunciar a su independencia, porque es algo anticuado, y pasar a ser totalmente dependiente de otro Estado, por ejemplo, Andorra, la Federación Rusa, Malta o el Gran Ducado de Luxemburgo, y entonces se convertiría en la expresión máxima de la modernez universal.
El día que lo hagan, nos lo creeremos. Salvo que sea que los autodenominados «socialistas» sean unos clasistas y establezcan dos categorías, dos clases de pueblos, los que ya son independientes y tienen Estado, que no deben renunciar a lo que tienen, y los que son dependientes y no disponen de un Estado propio, los únicos a los que se pide, paradójicamente, que renuncien a lo que no tienen, mientras no lo hacen los que sí lo tienen.
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