Pese a que los resultados electorales del domingo en Italia no sorprendieron a nadie, no por eso la victoria de la ultraderecha, con su enésima mutación, dejan de resultar preocupantes. Ciertamente, las singularidades de la política italiana, con una supuesta izquierda que ha seguido el ‘diktat’ de Bruselas y Berlín, y el pinchazo del globo del Movimiento 5 Estrellas explican, en buena parte, este giro, si bien espectacular, a la vez habitual en un país con tendencia a la teatralidad política. La realidad es que la imposición del ordoliberalismo con acento alemán (contención del déficit, austeridad, imposibilidad de devaluación para mejorar su competitividad, sanciones a Rusia que perjudican al sector exportador…) ha acabado convenciendo a muchos italianos de que Europa les empobrece, y de que sus políticas económicas les representan una losa. Esto explicaría seguir la tentación húngara de imponer la primacía de las leyes italianas por encima de las directivas europeas.
Éstas son razones específicas, a las que se suma la banalización del fascismo entre amplios sectores de la sociedad italiana, como nos recuerda la periodista y corresponsal Alba Sidera en su fantástico ensayo ‘Fascismo persistente’. A todo esto se añaden otros factores más generales y europeos, como el creciente malestar y los conflictos derivados de las recientes oleadas migratorias (especialmente a raíz de la llegada repentina en 2016 en plena guerra civil siria) que conlleva crecientes choques culturales difíciles de digerir para las sociedades receptoras. El contexto general, además, tampoco inspira confianza. La globalización presiona a la baja las perspectivas de las clases medias, que ya vieron cómo amplios segmentos fueron desterrados hacia la precariedad y la pobreza severa, sobre todo en la Europa Mediterránea, a raíz de las sádicas políticas de austeridad impuestas por la ‘Mittel Europa’. También se ha visto cómo las políticas de liberalización han devastado el pequeño y medio comercio -fundamental en una Italia con una economía dinámica y creativa, aunque sin grandes grupos multinacionales- que está acabando con la industria, que está gentrificando a las ciudades (lo que equivale a desintegrar a las familias extensas, tan importantes para la sociología italiana, verdadero estado del bienestar informal), y que asiste a una terciarización ‘low cost’ con precariedad y sin perspectivas. Los cambios de los últimos años han llevado a fenómenos sociales como es el retraso de la emancipación de los jóvenes -en casa de la ‘mamma’- más allá de los treinta años o de la desintegración social mediante la desaparición de muchos oficios tradicionales y la institución del trabajo vitalicio. Y esto enfurece a unos italianos que se han sentido atacados en su forma de vida, y esa frustración fácilmente se sublima en una exaltación de una identidad amenazada. Cuando pierdes la seguridad, la bandera o la religión ofrecen consuelo.
Sin embargo, a lo que pocos prestan atención es lo que las periodistas Alba Sidera y Jordina Arnau consideran el mayo del 68 de la ultraderecha, una especie de primavera ideológica donde nuevos teóricos y académicos tienden a ser hiperactivos y a llevar la iniciativa en el campo de la teoría política. Contrariamente a lo que buena parte de los intelectuales de izquierda creen, el mundo posfascista parece estar ganando en el terreno ideológico. De la misma forma que los primeros teóricos fascistas surgieron en la Italia de hace un siglo, hoy también encontramos espacios de creación y sociabilidad potentes –y amenazadores- como la ‘Casa Pound’, o teóricos de primer orden, con un gran dominio de las teorías marxistas como Diego Fusaro, que elaboran un relato y un discurso potente que va erosionando los pilares sobre los que se cimentan las izquierdas. Fusaro, que enlaza la tradición conservadora con una estructura analítica marxista, se inspira a la vez en lo que se llama la “Cuarta teoría política” elaborada por el pensador ruso Alexandr Duguin que recupera la siempre ominpresente idea reaccionaria del complot y las teorías conspirativas según las cuales fuerzas oscuras pretenden destruir la sociedad occidental, y su voluntad de reducir las identidades nacionales y cristianas para dejar inermes las sociedades blancas ante el multiculturalismo. A este batiburrillo ideológico también se añaden otros ideólogos franceses como Alan de Benoist –partidario de la separación de etnias y culturas, así como la promoción de las identidades fuertes- o Renaud Camus –creador de la teoría del “Gran Reemplazo”– que consideraría la inmigración no cristiana como un intento de minorizar la Europa blanca en su propio continente. En cualquier caso, a pesar de un cierto caos ideológico o de emparentarse con los anti-vacunas, en la práctica este pensamiento antifascista puede considerarse como un potente discurso antiglobalización (para sorpresa y horror de muchos, como un servidor, que hasta hace cuatro días consideraba la crítica contra el capitalismo neoliberal como monopolio de la izquierda).
Ideas como estas están dando la vuelta bajo nuestros pies al panorama político global. Teorías como las de Camus o Benoist, pese a sus evidentes errores e inconsistencias, están ganando adeptos a una velocidad que muchos no podíamos ni imaginar. De hecho, el peligrosísimo supremacismo blanco, que subyace detrás de buena parte de las acciones terroristas de los últimos años, cuelga de estas ideas tan simples como comunicacionalmente efectivas, sobre todo desde la velocidad y superficialidad de las redes sociales. Y esto desemboca, como estamos viendo en los últimos procesos electorales en Europa, en lo que los politólogos denominan “nacionalismo del bienestar”, es decir, que sólo la población autóctona pueda recibir prestaciones públicas y acceso a los servicios básicos, principio que hace decantar mayorías electorales en los países nórdicos o empuja a gobiernos como el danés en tomar medidas que podrían recordar el espíritu de Mr. Scrooge, el agrio y cruel protagonista dickensiano del ‘Cuento de Navidad’.
También encontramos mezcla de elementos, como la defensa de la familia tradicional, que en estos últimos términos termina siendo equivalente a la ampliación del grueso de gente hostil al aborto o la homosexualidad, una tendencia prácticamente dominante en Europa Oriental con iniciativas legislativas en Polonia, Hungría o Rusia, aunque esto también empieza a extenderse por sociedades de tradición católica como Francia o la propia Italia.
El fascismo, un predador oportunista de formas mutantes, se ha extendido a partir del vacío generado por la distancia entre unos gobiernos impotentes que culpan a la globalización -o a Europa- de su incompetencia o inconsistencia, mientras va creciendo el contingente de quien se siente abandonado a su suerte. Los perdedores de la globalización son cada vez más, y o bien, se adentran en el silencio y el abstencionismo, o bien en un resentimiento que utiliza el fascismo como una especie de venganza social que equivale a enviar el mensaje “¡que explote todo!”.
¿Y qué ha hecho la izquierda, mientras? Podríamos hablar de los múltiples errores y de la caducidad de unas ideas que habían estallado en mayo del 68, y que, ciertamente, habían derribado antipáticas rigideces morales y convencionalismos superfluos, y que, sin embargo, no han sabido corregir sus excesos por lo que se refiere a la expansión de un individualismo que ha propiciado desprotección del grupo, o no sabe sacudirse un relativismo moral y cultural que, en los tiempos presentes, debería empezar a considerarse como una pesada hipoteca. Esta izquierda, quizá anclada en cierta soberbia, se ha mantenido en la inopia ideológica y la inconsistencia política.
Así, cuando ha tenido la oportunidad de gobernar, no ha tomado ninguna medida de las que podría esperar su electorado natural –quienes menos tienen, y mayor necesidad de igualdad requieren–. No ha logrado que los ricos paguen más impuestos (de hecho, estos días, asistimos a un torneo a ver quién les rebaja más); no se han atrevido a fijar el precio de la vivienda de acuerdo a la capacidad adquisitiva; no han tenido el valor de fijar precios de los servicios básicos (o, en su caso, nacionalizar a aquellas empresas que abusan de su posición); no se han atrevido a acabar con la precariedad laboral, ni corregir esta deriva imparable de expansión de las desigualdades sociales. Y en toda esa negligencia, parafraseando a Antonio Gramsci, aparecen monstruos. Podríamos añadir que monstruos con nombres y apellidos. Así, tenemos unas izquierdas atrapadas melancólicamente en sus mantras. Y en unas teorías teóricamente innovadoras, que sin embargo van en contra de lo que constituye su razón de ser: la igualdad. Unas izquierdas, a menudo imbuidas, no de teorías políticas innovadoras, sino de una especie de teologías que establecen un concurso de victimismo a ver quién es más desgraciado –las teorías de la interseccionalidad, sin ir más lejos, consistente en establecer minuciosas taxonomías para clasificar el grado de discriminación que se puede sufrir– que no buscan el relato común o la unidad de clase, grupo o colectivo, sino el agravio particular, el individualismo desintegrador, el subjetivismo, el patrocinio de las identidades singulares, hasta un punto en que la mayoría perdedora por las transformaciones sociales de lo que llevamos de siglo, se siente abandonada por discursos que percibe alejados de sus inquietudes y necesidades. Y así es cómo se pierden las batallas ideológicas.
EL MÓN