Movido por curiosidades personales diversas y dispersas, estos días he estado leyendo un libro que me ha llamado la atención. Se trata de “La rebelión de Tupac Amaru”, de Charles Walker, profesor de la Universidad de California. En este caso, formaba parte de la curiosidad por las guerras coloniales españolas en América, tan olvidadas, pero no irrelevantes en la política presente, como demuestran los problemas, hostilidades y torpezas de la reciente visita del rey de España a Colombia y de la relación con la memoria de Bolívar. El libro de Walker, publicado en primera edición por la Universidad de Harvard, es la crónica de la revuelta antiespañola que encabezó en los Andes a finales del siglo XVII el líder indígena José Gabriel Condorcanqui Noguera, que estuvo a punto de tomar Cusco y que terminó como el rosario de la aurora: con unas ejecuciones bárbaras tras unos crueles enfrentamientos que provocaron decenas de miles de muertos.
Como de todo esto no entiendo nada, no sé si los argumentos del profesor Walker son o no acertados, simplemente puedo decir que lo que él dice me ha parecido significativo y apasionante. En la mayor parte del libro, el autor explica esta revuelta indígena -pero no sólo indígena- al dedillo, con las atrocidades cometidas por ambos bandos, con la victoria final de los realistas y la represión terrorífica de los sublevados y sus familias, con todos los componentes militares y políticos de la batalla. Es un episodio sangriento y terrible, incluso en los esquemas del siglo XVIII. Walker sitúa a esta revolución contra la dominación española como un acontecimiento emparentado con las grandes revoluciones de finales del XVIII, desde Francia a Estados Unidos, pasando por Haití. También como uno de los gérmenes de las independencias americanas con respecto a España que llegarían poco después, ya en el siglo XIX. Pero también como una reacción indígena (y en parte criolla) contra un reformismo borbónico dogmático e inflexible -estamos en tiempos de Carlos III-, que rompe incluso los sutiles juegos de equilibrios que había ido encontrando antes la colonización.
Todo esto me parece muy interesante. Pero lo que más me ha llamado la atención es el capítulo final cuando la revuelta indígena ha sido vencida y sus jefes han sido ejecutados y descuartizados (literalmente). Vale, los rebeldes han perdido, pero lo que hace falta ahora es extirpar la raíz del problema para que no vuelva a ocurrir. Traduzco literalmente de Walker: “Los realistas que quedaron al cargo de Cusco después de la revuelta decidieron no procesar a los miles de indígenas sospechosos de tener simpatías por los rebeldes, pero sí iniciaron una campaña contra la cultura andina y la memoria colectiva de los incas. Por eso, las autoridades optaron por extirpar el recuerdo de los incas y forzar a la población indígena a abandonar el quechua, elemento fundamental de su cultura”. Se combatió toda forma explícita de cultura propia -o sospechosa de serlo-, la indumentaria, el teatro, las representaciones artísticas, pero muy especialmente la lengua propia, el quechua, que debía ser sustituida por el castellano. Walker habla literalmente de genocidio cultural, centrado en la lengua. Ciertamente, algunas voces dentro de las autoridades coloniales pidieron prudencia en la represión, porque –aquí ya no traduzco: el original es y se entiende en español- “ir desterrando poco a poco todo lo que recuerde la antigüedad i gentilismo de los indios, pero con cuidadosa política y de forma que fácilmente no advierten las intenciones y fines con que se ejecuta”.
Me ha llamado la atención todo esto que explica Walker. El diagnóstico que lo necesario para mantener el dominio del imperio es imponer la lengua y borrar la que había. La relación entre política colonial y lengua. La voluntad de uniformización de quienes se consideraban reformistas, y que podían acabar siendo los más crueles, como se ve en la ejecución de toda la familia del Tiupac Amaru. La persistencia de aquella máxima política del fiscal de Castilla que decía que, en similares circunstancias y objetivos, se trata de “que se consiga el efecto sin que se note el cuidado”. Pero también, y saliendo ya del libro, el tristísimo empate al que llevó esa política. Ciertamente, cuarenta años después de aquello, a pesar de esta política o gracias precisamente a esta política colonial, ya era, sin embargo, independiente de España. Pero hoy, en Cusco, aunque la mayor parte de la gente pueda hablarlo, subsidiariamente, si entras en una librería es imposible encontrar algún libro escrito en quichua (a excepción de “El principito”, para los extranjeros que hacen su colección en todas las lenguas…).
Publicado el 15 de agosto de 2022
Nº. 1992
EL TEMPS