Quizás ya hemos tocado fondo…

En estos últimos quince días, la gestión pública de todo lo que ha ido sucediendo en las filas del independentismo y, más concretamente, en torno a las tres siglas que lo representan en el Parlament, ha sido más bien deplorable. Desde el viaje a Madrid de Anna Gabriel de la CUP, para ponerse ante la justicia española, hasta el acatamiento del marco constitucional español y la renuncia a la unilateralidad por parte de ERC en la mesa de diálogo, pasando por el asunto vidrioso de Laura Borràs, presidenta de Junts. Disponiendo de todo este material doméstico es obvio, pues, que no necesitamos acontecimientos exógenos para hundirnos.

Diría que, con estas guindas como adorno final de la tarta, la conciencia de desconexión ha aumentado considerablemente entre la ciudadanía. No de la desconexión entre los catalanes y España, sino entre la gente y esas personas y siglas que públicamente gestionan hoy el movimiento independentista. Da la impresión de que ya hemos tocado fondo y que, cinco años después de la victoria nacional del 1 de octubre, la fecha más importante de nuestra historia nacional desde la derrota de Almansa, ahora nos encontramos en un callejón sin salida y la desorientación, la incomprensión y la desmotivación campan libremente acá y allá.

Quizás ha llegado el momento de decir que es necesaria una renovación en profundidad de algunos liderazgos y la sustitución de ciertas responsabilidades en el mundo independentista, si es que no queremos que acabe estableciéndose, como ya empieza a ocurrir, la misma relación entre la idea de “partido independentista” e “independencia”, como la que existe hace ya décadas entre “socialismo” y “partido socialista”. Es decir, una etiqueta tan formal como retórica es su discurso, sabiendo que ésta es una aspiración que se sitúa, siempre, en el horizonte y en ningún otro lugar, como si no hubiera ninguna prisa, interés o voluntad de llegar -nunca, de tal modo que, al final, “independentista” acabe queriendo decir lo mismo que “socialista”: nada.

Durante la última década, así como ha habido un retroceso sin precedentes en el uso de la lengua catalana, se ha producido también una progresiva degradación de la calidad de la política catalana. Hay demasiados nombres, en lugares clave, tanto en diferentes niveles de gobierno como en cargos de representación parlamentaria, con un grueso político, un bagaje cultural y una memoria histórica que no se alejan de la mediocridad más desgarradora y que, a menudo, rozan la incompetencia, con una tradición más bien modesta en el ámbito del mercado laboral no orgánico. Gente a quien, fuera de las siglas, no se les conoce otra dedicación profesional digna de mención. Y estoy convencido de que, dentro de cada partido o cerca, hay otras personas con perfiles más sólidos para lugares concretos. No necesitan, pues, ir a buscar muy lejos.

Ha pasado tiempo suficiente para reconocer que tener razón no siempre te lleva, inmediatamente, a la victoria, si no se utiliza, a la vez, la inteligencia política. Y también una mínima estrategia planificada, abierta lógicamente a cambios forzados por las circunstancias, pero no en caso alguno a merced de la improvisación permanente. Reconozcámoslo: empujados por la ilusión por la libertad y el cansancio de España, nos lanzamos a la piscina de cabeza, cuando apenas había un palmo de agua, ya que, justamente, hacía nada que la habíamos empezado a llenar. Y ocurrió lo que ocurre siempre en estos casos: el trompazo fue mayúsculo y aún pagamos las consecuencias, con secuelas graves.

Despreciamos la fuerza de España como Estado y sobrevaloramos la función protectora de la UE, como garantía democrática de derechos fundamentales, olvidando que España es accionista de la empresa UE y nosotros no. Y confiamos nuestro destino a la solidaridad internacional, convencidos de que la bondad de nuestras aspiraciones era suficiente para alcanzar el objetivo. Pero sin un trabajo previo en el ámbito internacional, serio, permanente, regular, bien hecho, informando y tejiendo complicidades, no saldremos adelante, ni fuera nos harán nunca el trabajo que debemos hacer nosotros dentro.

Y, a la hora de la verdad, la única estructura de estado que teníamos, la única que seguimos teniendo, era la gente. Pero los gestos imprescindibles de fuerza nacional, de desobediencia colectiva, de presión popular, también deben prepararse previamente y deben llevarse a cabo, justamente, cuando la acción puede ser más eficaz y más débil es la capacidad de reacción del adversario. Ha habido demasiados episodios de duda, de titubeo o de silencio, sin tomar decisiones, demasiadas ambigüedades para acabar con el Estado y su gobierno, finalmente, tomando el control de la situación en Cataluña, sin liderazgos nacionales claros aquí y carentes de un mando único con suficiente autoridad moral.

No es de extrañar el momento bajo de entusiasmo existente en estos momentos, pero, sin embargo, podemos ser optimistas si hacemos de nuestra voluntad de independencia un motor de actuación civil y revuelta nacional, pacífica, democrática, social. Nunca, desde 1707, no había habido tantos compatriotas partidarios de la independencia de la nación catalana, ni nunca tantas personas en toda Cataluña, el País Valenciano y las Islas Baleares conscientes de compartir la misma nación y partidarias de un futuro colectivo también en común y en libertad, desde una perspectiva confederal, respetuosa con la diversidad territorial en el interior de los Països Catalans.

Una estrategia seria de emancipación nacional debe tener también un relato propio de la realidad, un relato claro, comprensible y creíble, resultado de una preparación hecha con rigor, que no funcione sólo a golpe de tuit, con suficiente credibilidad para ser seguida con respeto y atención por la opinión pública internacional, sin golpes de timón repentinos, gestos inesperados y declaraciones incomprensibles. Se han hecho y siguen haciéndose demasiadas cosas extrañas, contradictorias, sin sentido, con más patriotismo que ciencia, pero sin las dosis imprescindibles de inteligencia, previsión y sentido de estado.

Debemos volver a hablar del triple valor de nuestra lucha por la independencia nacional: social, democrático y cultural. E insistir en los beneficios de la independencia para la calidad de vida de las clases populares, al margen de dónde han nacido y de su lengua familiar, en la que mejor podríamos vivir si gestionamos el presente y preparamos el futuro los que vivimos aquí y no dejamos que lo hagan allí, en contra de nuestros intereses y prioridades, los que están siempre al servicio de las élites parasitarias. Aquellas que, a lo largo de la historia, han forzado a la emigración a los trabajadores andaluces, extremeños, murcianos, etc. y les han obligado a abandonar la tierra de sus padres, en busca de una vida más digna, mientras ellos vivían de los privilegios extractivos de la capitalidad estatal (económica, política, cultural, de infraestructuras, transportes, etc.).

El independentismo debe socializar una idea de la nación no como algo místico o sobrenatural, inmodificable, sino como un espacio compartido de intereses, referentes y emociones, al que puede incorporarse, libremente, quien lo desee. Y, al mismo tiempo, además de bienestar y progreso material, promover calidad de vida democrática, participación popular, transparencia en la gestión, lucha contra la corrupción y una lengua y una cultura nacionales como espacio común y público de encuentro, más allá de origen de cada uno. Porque si ese espacio común no es el catalán será, sin duda, el español.

La única amenaza de verdad que tiene España como negocio en forma de Estado es la revuelta catalana, un levantamiento pacífico, popular, intergeneracional, contra las castas de allí y las que viven aquí. Un auténtico movimiento de clases populares y capas medias de la sociedad muy lejos de las élites ‘hispanobarcelonesas’ del puente aéreo o el AVE frecuente. Una revuelta democrática ante la que, sólo mirando quién hay a cada lado, ningún demócrata debería dudar sobre hacia qué lado se decanta.

Las independencias no se improvisan y la libertad no se gana en la primera embestida. Debemos ir al próximo embate con los deberes mejor hechos, convencidos de que podemos ser mayoría si somos capaces de identificar al adversario real y no confundirnos de enemigo, concentrando las energías en combatirlo y no en desgastarnos entre nosotros a golpe de insulto, descalificaciones y trifulcas cotidianas. En un momento determinado, todos sin excepción deberemos pasar a la acción, implicarnos personalmente en acciones compartidas con otros miles de compatriotas, iniciativas de gran alcance para acceder a una nueva legalidad: la nuestra.

Sin denunciar, combatir y superar las legalidades injustas, Rosa Parks aún se sentaría en la cola del autobús, Obama y familia serían esclavos, Argentina, México y Cuba formarían parte de España, las mujeres no podrían votar y el divorcio sería ilegal. Cuando una mayoría supera una ley injusta con hechos consumados y sin escribir ninguna instancia es que estamos frente a una sociedad madura. Y las sociedades maduras, como los pueblos libres, ya no piden permiso a nadie para existir.

https://www.naciodigital.cat/opinio/24894/potser-ja-hem-tocat-fons