El legendario secretario de Estado estadounidense Henry Kissinger habla sobre la obsesión de Putin y sobre un posible alto el fuego.
Kissinger, nacido en 1923 en Fürth, en Alemania, emigró a EE.UU. con sus padres en 1938 y en 1973 fue nombrado secretario de Estado por el presidente Richard Nixon. Se le considera uno de los hombres de Estado más decisivos del período de posguerra. En su libro, publicado recientemente en alemán, ‘Leadership. Six studies in World Strategy’ formula su legado en la realpolitik.
—Señor Kissinger, cuando usted nació, Lenin todavía estaba vivo. Tenía 29 años cuando murió Stalin, 39 cuando Nikita Jruschov hizo colocar misiles nucleares en Cuba y 45 cuando Leonid Bréjnev reprimió la Primavera de Praga. ¿Cuál de estos inquilinos del Kremlin le recuerda a Vladimir Putin?
—Jrushchov.
—¿Por qué?
—Para Jruschov lo importante era el reconocimiento. Quería reafirmar la importancia de su país y ser invitado a EE.UU. Para él todo giraba en torno a la igualdad de condiciones. En el caso de Putin esto es aún más extremado. Putin ve el derrumbe de la posición rusa en Europa desde 1989 como un desastre estratégico. Es una obsesión que tiene. Yo no comparto la opinión de que Putin quiera reconquistar todo lo que Moscú ha perdido desde 1989. Pero no puede soportar que casi todo el territorio que existe entre Berlín y la frontera rusa haya caído en manos de la OTAN. Esto hace que para él Ucrania sea un punto delicado.
—Jruschov desató la crisis de los misiles de Cuba pero al final cedió. ¿Putin también lo haría?
—Putin no es tan impulsivo como Jruschov. Es más previsible y rencoroso. Probablemente sería más sencillo si en esta crisis las hubiéramos con otro líder en Rusia. Pero es improbable que la transición de Putin a un sucesor se lleve a cabo sin conmociones. La evolución de Rusia es, por último, un asunto ruso. Los países occidentales tendrán que adaptar su posición a estos hechos y al desenlace militar en Ucrania.
—Usted ha escrito un nuevo libro en el que en el primer capítulo retrata a Konrad Adenauer. Dice que su política «se basó en tratar la partición de su país como algo temporal». ¿Tenía esto presente cuando no hace mucho hizo su propuesta de cómo poner fin a la guerra de Ucrania: que Ucrania aceptara una partición temporal de su territorio, consolidara a una parte del país como una nación prooccidental, democrática y económicamente fuerte y esperara ¿que algún día la otra parte se adhiriera?
—Lo que dije es otra cosa: para acabar con esta guerra, la mejor línea de separación será la del ‘status quo’ anterior, que comprendía un 93% del país. Recuperar ese ‘status quo’ querría decir que la agresión no ha tenido éxito. Se trata, pues, de conseguir un alto el fuego a lo largo de la línea de contacto que existía el 24 de febrero. El territorio que entonces controlaba ya Rusia (un 2,5% del territorio ucraniano del Donbass y la península de Crimea) formaría parte de unas negociaciones posteriores.
—De todas formas, añadió que, si la guerra avanzaba más allá de la línea de contacto del 24 de febrero, «ya no se trataría de una lucha por la libertad de Ucrania, sino de una nueva guerra contra Rusia».
—Yo nunca he dicho que Ucrania tenga que renunciar a una parte de su territorio.
—Muchos ucranianos lo entendieron de otra forma. El diputado Oleksí Honcharenko dijo que usted “todavía vivía en el siglo XX” y que Ucrania no renunciaría ni a un palmo de su territorio.
—El presidente Zelenski no dice lo mismo. Al contrario. Ni siquiera dos semanas después de mis declaraciones, aseguró en una entrevista con el ‘Financial Times’ que la recuperación del ‘status quo’ anterior sería una gran victoria. Y que entonces seguiría luchando diplomáticamente por el resto del territorio. Esto coincide con mi posición.
—En la introducción de su nuevo libro cita a Winston Churchill: “Estudien historia. En la historia están todos los secretos del arte de gobernar”. ¿Qué precedente histórico considera que es más adecuado para entender la guerra de Ucrania y ponerle fin?
—Es una muy buena pregunta, pero no sé responderle de forma directa. Porque, por un lado, el conflicto en Ucrania es una guerra por el equilibrio de fuerzas y, por otro, tiene elementos de una guerra civil. Une, por tanto, un conflicto europeo clásico con uno totalmente internacional. Si algún día termina esta guerra, surgirá la pregunta de si Rusia debe establecer una relación convergente con Europa –lo que siempre ha querido– o si se convierte en un puesto de avanzada de Asia en la frontera con Europa. No existe ningún ejemplo histórico que sirva para explicar este conflicto.
—Tanto usted como las seis personalidades que retrata en su libro (aparte de Adenauer, Charles de Gaulle, Richard Nixon, Anwar el-Sadat, Lee Kuan Yew y Margaret Thatcher) fueron determinantes para el mundo en el que vivimos hoy en día. No es un mundo estable: en Europa existe la guerra de Ucrania, en Asia se teme un conflicto en torno a Taiwán y en Oriente Medio está el programa nuclear de Irán. ¿Por qué los políticos deberían seguir los ejemplos de su libro?
—Yo no digo que deba seguirse el ejemplo de estos personajes, que son muy diversos. Pero sí creo que se puede aprender de los problemas a los que tuvieron que hacer frente. Que en el mundo abunden los conflictos no es algo nuevo. Lo nuevo es que debido a la globalización hoy en día debemos lidiar por primera vez con un choque permanente entre áreas culturalmente diferentes. Los ejemplos del libro quizá sean útiles para muchos de los conflictos actuales, pero para otros no. No he escrito un libro de recetas para las relaciones internacionales.
—¿Cree que la política exterior que hacían el presidente Nixon y usted es todavía la más efectiva? Es decir, ¿que la estabilidad es más importante que seguir preceptos normativos y que en política los hombres de Estado son preferibles a los visionarios?
—Los hombres de Estado y los visionarios son sencillamente dos tipos distintos de líder.
—Su preferencia es clara: como “hombres de Estado” menciona en su libro a Theodore y Franklin D. Roosevelt, Kemal Atatürk y Jawaharlal Nehru; como “visionarios”, Akhenaton, Juana de Arco, Robespierre y Lenin. ¿Cree que lo importante aún es el equilibrio de fuerzas?
-El equilibrio de fuerzas es un requisito para muchas cosas, pero no es un fin en sí mismo. Sólo el equilibrio entre potencias no garantiza que exista estabilidad. Pero sin ese equilibrio no hay estabilidad.
—En el estante trasero hay una biografía del príncipe Metternich, sobre el que escribió su tesis doctoral y que es considerado el arquitecto de la paz europea de principios del siglo XIX. Los períodos de varios decenios de relativa estabilidad como el que se vivió entonces o como el de después de la Segunda Guerra Mundial, ¿son lo mejor que podemos esperar si somos realistas?
—No. Creo que en ese sentido la época actual es única. Desde mi punto de vista, la Primera Guerra Mundial ya demostró que la tecnología moderna evoluciona más rápido que nuestra capacidad de dominarla políticamente. En nuestra época no hay ninguna duda. Desde hace casi ochenta años existen armas nucleares en el mundo, se han destinado miles de millones a desarrollarlas. Desde 1945 nadie se ha atrevido a utilizarlas, ni siquiera contra países sin armas nucleares. Sin embargo, hoy en día las armas nucleares son aún más peligrosas por culpa de los instrumentos de la guerra cibernética y de la inteligencia artificial…
—… ¿porque los algoritmos que la determinan serán imprevisibles si hay una crisis?
—Sea como fuere, para los dirigentes políticos se ha vuelto extremadamente difícil controlar su propia tecnología, sobre todo en caso de guerra. Por eso existe un deber superior a cualquier otro, que es impedir un enfrentamiento en el que se pudiera utilizar esta alta tecnología. Sobre todo, por supuesto, una guerra entre dos países líderes en alta tecnología, China y EEUU. Nunca había habido una situación comparable, porque hasta ahora en las guerras siempre preveíamos que uno de los dos adversarios podría sacar al menos cierta ventaja del hecho de imponerse sobre el otro.
—El presidente de EE.UU., Joe Biden, describe la actual situación geopolítica como un enfrentamiento entre democracia y autocracia. El nuevo gobierno alemán también ha emprendido una política exterior más dura «basada en valores». ¿Cómo lo valora usted?
—Para alguien con mi historia personal, la preferencia por la democracia es evidente. Para mí, la democracia es el sistema más deseable. Pero actualmente, si en las relaciones internacionales esta preferencia se declara el principal objetivo, esto desemboca en un espíritu evangelizador. Y esto podría acarrear un nuevo conflicto militar como la guerra de los Treinta Años. En cuanto a China, el gobierno del presidente Biden ha declarado que no tiene la intención de provocar un «cambio de régimen». Se encuentra, pues, ante un problema con el que se encuentran todos los dirigentes de los países grandes. En realidad, hay situaciones en las que existe la obligación de defenderse: así es como entiende Europa el conflicto de Ucrania. Sin embargo, en este sentido, el arte de gobernar debe hacer converger tres cosas simultáneamente: la importancia histórica del equilibrio de fuerzas, la nueva relevancia de la alta tecnología y la preservación de valores esenciales. Este reto es nuevo.
—¿Cómo valora las declaraciones de Biden de que Putin “no puede mantenerse en el poder”?
—Esa no fue una frase inteligente.
—Uno de los supuestos fundamentales del realismo político es que al fin y al cabo el sistema internacional es anárquico y que no hay ninguna autoridad que domine cada Estado en concreto. ¿Su experiencia confirma este supuesto?
—No. El principio de la soberanía, sobre el que se han construido las relaciones internacionales primero en Europa y finalmente en todo el mundo, tiene dos consecuencias: por un lado, ha establecido un concepto de legalidad en el derecho internacional; pero, por otro, divide al mundo, porque en cada Estado concreto el principio de la propia soberanía es considerado el de mayor rango. Esto es un dilema que filosóficamente es muy difícil de resolver, sobre todo porque debido a las diferencias culturales cada área concreta tiene una jerarquía de valores totalmente distinta.
—¿La evolución actual de la guerra de Ucrania aumenta o disminuye el deseo de los dirigentes chinos de resolver la cuestión taiwanesa en su beneficio?
—Ni una cosa ni otra. Putin subestimó la oposición con la que se ha topado. Pero los chinos sólo actuarán contra Taiwán con toda fuerza cuando lleguen a la conclusión de que no es posible una solución pacífica del conflicto. Creo que todavía no hemos llegado a ese punto.
—Pero, en caso de que un día China llegue a esta conclusión, ¿en qué se diferenciaría ese conflicto del de Ucrania?
—Una particularidad militar del conflicto de Ucrania es que allí dos adversarios nucleares llevan a cabo una guerra convencional en el territorio de un tercer Estado que, obviamente, tiene muchas armas que le hemos dado nosotros. Un ataque contra Taiwán, en cambio, llevaría desde un punto de vista jurídico a China y EEUU a un conflicto directo, ya desde el principio.
—Hace cincuenta años que el presidente Richard Nixon y usted realizaron su histórico viaje a China. ¿Desde la perspectiva actual fue un éxito o un error aplazar la resolución del conflicto de Taiwán?
—Era la única vía posible para iniciar la colaboración con China. Una colaboración que era indispensable para poner fin a la guerra de Vietnam, para poner los cimientos del fin de la Guerra Fría y así abrir las puertas de una evolución pacífica que duró al menos 25 años. Era inevitable que el ascenso de China supondría problemas. Pero, en cuanto a Taiwán, fue un éxito notable conseguir que Mao aceptara el aplazamiento de la solución definitiva de ese conflicto.
—Desde hace décadas los políticos le piden consejo: presidentes estadounidenses, cancilleres alemanes, desde Konrad Adenauer hasta Angela Merkel. Pero también recibe críticas, entre otras cosas por acciones del gobierno Nixon en Camboya o Chile. Haciendo un repaso de su carrera política, ¿en qué le parece que se equivocó?
—Ahora no voy a entrar en un debate sobre Camboya y Chile, ya he escrito mucho sobre este tema en mis memorias. Pero la ecuanimidad periodística exige que digamos que todos aquellos eventos tenían un determinado contexto. El primer bombardeo de Camboya tuvo lugar un mes después de que Nixon llegara al poder. Los vietnamitas del norte habían iniciado poco después una ofensiva con cuatro divisiones que habían destacado en Camboya, muy cerca de Saigón. Mataron a unos mil estadounidenses. Por la noche atravesaban la frontera, atacaban y se retiraban de nuevo a Camboya. Así pues, aquellos bombardeos no eran las medidas de un presidente que quería ampliar una guerra, sino de un presidente que quería poner fin a una guerra. Ésta fue desde el principio la intención de Nixon, algo que ya había dicho por escrito, antes de llegar al cargo, al líder norvietnamita Ho Chi Minh. Y el derribo del presidente Salvador Allende fue el resultado de evoluciones internas de Chile. No nos hizo ilusión que llegara a la presidencia en 1970. Pero en el momento de su derribo todos los partidos democráticos del parlamento chileno se habían distanciado de él. Esto fue lo que creó las condiciones para el golpe de Estado militar. Los políticos se encuentran siempre frente al dilema de tener que ponderar el interés nacional en situaciones ambivalentes. Entonces a los periodistas les encanta señalar errores o indicar las consecuencias que tuvieron. Nadie puede decir con seguridad que nunca haya cometido error alguno. Pero no es justo volver continuamente a cosas que ocurrieron hace más de cincuenta años sin ponerlas en contexto.
—De acuerdo. Y ya que hace un momento hablábamos de Oriente Medio: ¿la invasión norteamericana de Irak fue un error?
—Yo llevaba más de veinte años en el gobierno cuando empezó la invasión. Entendí la decisión. Mi impresión era que el presidente George Bush quería demostrar que los regímenes que apoyan ataques terroristas crean una inseguridad permanente. A favor de la decisión de quitar a Sadam del poder había muchos argumentos racionales y morales. Pero querer gobernar Irak como habíamos gobernado la Alemania ocupada fue un error de análisis. Las situaciones no eran comparables, y la ocupación de Irak superó nuestras capacidades.
—Antes de la guerra de Ucrania se debatía si EEUU tenía que buscar un acercamiento con Rusia para meter presión a China, su rival. Hoy en día la pregunta es si Washington, vista la amenaza rusa, no debería rebajar las tensiones con Pekín, como hicieron Nixon y usted hace cincuenta años. ¿Considera que EEUU es lo suficientemente fuerte como para enfrentarse al mismo tiempo a sus dos mayores adversarios?
—Si esto quisiera decir convertir la guerra de Ucrania en una guerra contra Rusia y al mismo tiempo insistir en una actitud hostil respecto a China, yo lo consideraría muy descabellado. Apoyo las iniciativas de la OTAN y de EEUU para detener las agresiones de Rusia y para contribuir a que Ucrania recupere el territorio que tenía antes de la guerra. Entiendo que Ucrania reclame más territorios. Este problema podría resolverse en el marco de una visión más amplia de las relaciones internacionales. Pero, aunque esto funcionara, después debe aclararse la futura relación de Rusia con Europa, es decir, si Rusia sigue formando parte de la historia europea o si se convierte en un adversario permanente que establece alianzas con territorios totalmente diferentes. Ésta será la pregunta fundamental. Y es independiente del desenlace de la guerra de Ucrania, cuyas posibles consecuencias he esbozado varias veces. Y hablando de este tema, yo nunca he dicho que Ucrania tenga que renunciar a una parte de su territorio.
—Señor Kissinger, muchas gracias por la entrevista.
Traducción al catalán de Arnau Figueras. Al español, de Nabarralde
Publicado el 25 de julio de 2022
Nº. 1989
EL TEMPS